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Al volver del castillo, ya avanzada la tarde, me siento en la escalera del huerto con la esperanza de verlo llegar por entre las zarzas del arroyo. Quiero decirle que me preocupa su tos y también que el cónsul le pisa los talones. Lo imagino de olivo en olivo, confundiendo las cicatrices de su cara con las rajas de los troncos en la luz débil del atardecer.

Kaiser no aparece, así que supongo que camina a su lado, ojalá que regresando. La relación entre el hombre y el perro es un misterio. No he visto que lo haya acariciado ni una sola vez y, sin embargo, el animal se comporta como si fuera él quien le da de comer. Ahora sé que los dos habitan un mismo espacio de olores y de percepciones. Que de alguna manera hombre y perro han mamado de la misma loba.

También quiero contarle que ahora sé que estuvo allí, en el Huerto de las Guindas, donde hoy ha sido visto, con los otros del pueblo. Igual que ellos, reventado por el miedo. Envueltos todos por los olores de la carne asada mientras esperaban a que los soldados terminasen su cena.

Miro a mi alrededor. El aire del sur hace desfilar pequeñas nubes entre la llanura y la luna creciente y, cada tanto, se oyen aleteos de las palomas torcaces acomodando sus sueños en las copas de los árboles cercanos.