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La noche está revuelta. Atravieso la pradera y me asomo a la verja. Está tendido en su embudo. Encaja su cuerpo de costado en la parte estrecha y encoge sus piernas en la parte más ancha. Es la forma en la que los soldados se protegen en los frentes del norte. Así están a salvo de las ventiscas que atraviesan hasta las guerreras mejor enceradas, de los disparos del enemigo y de la metralla de los obuses. Al llegar la noche se acurrucan en sus cubículos, cubiertos con sus capotes a la espera del nuevo día.
Bajo a donde está y me arrodillo a su espalda. Está despierto y, aunque sé que siente mi presencia, no se mueve. A un lado de su trinchera, cerca de la cabeza, está su pequeña y deforme balsa de palos. Su tos es profunda y ronca. Me tumbo en el suelo, cerca de él.