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Ven arder la pira a cierta distancia, sin saber que ese olor quedará para siempre tatuado en sus mentes. El fuego envolviendo crepitante la masa descoyuntada, caramelizando pieles y ropas hasta fundirlas. Leva aparta la mirada, pero en su mente ya solo flotan, como pavesas, las piernas mordidas del niño. Un niño que, de algún modo, es también hijo suyo.
La montaña sigue ardiendo cuando son obligados a limpiar la caja con cepillos de cerda y cubos de agua. Lo hacen de rodillas, muchos sorbiéndose los mocos, incapaces de acoger en sus mentes el tamaño de aquella crueldad, desbordados por ella, descompuestos. Es la fatiga la que les impide enloquecer, y también la crudeza con la que los acontecimientos se suceden.
Regresan al campo dejando tras de sí aquel montón de cisco ennegrecido y humeante. En la caja abierta del camión viajan los guardianes, algunos de pie y otros sentados con las piernas colgando. Detrás, en procesión, los prisioneros, medio andando, medio trotando, según el capricho del conductor, que, en cuanto el terreno se lo permite, da pequeños acelerones.
Cuando llegan al camino, todavía quedan un par de horas de luz. Por allí desfilan ya algunas brigadas que vuelven al cercado después del día de tala. Se incorporan a la columna y, hasta poco antes de llegar a su destino, van sumándose desde los costados más y más hombres salidos de las laderas cercanas.