3

A pesar del calor comemos en el porche, algo que nunca hacemos. La escopeta apoyada en la balaustrada, siempre a mano, y un buen puñado de cartuchos en la faltriquera. En esta época del año, por lo general, almorzamos en la cocina, en la parte de atrás de la casa. Allí las ventanas están permanentemente sombreadas por las ramas de la encina.

Lo siento en la cabecera de la mesa y le sirvo la comida. Siempre frugal, muy nuestra, con escasas influencias de la gastronomía local aunque a veces, cuando el jardinero me ofrece caza, guiso uno de sus pocos platos que he aprendido a preparar: arroz con almendras. El favorito de Iosif siempre fue el que llevaba codorniz, pero, desde que cayó enfermo, no es capaz de apurar la carne entre los huesecillos y yo, a estas alturas, no estoy dispuesta a desmenuzarle el alimento.

Cuando terminamos de comer, Iosif se queda dormido, envuelto por el respaldo curvo de la mecedora. De su boca manan hilos de baba que, al igual que tantas otras cosas, ya no me apresuro a limpiar. Sin dejar de mirar al hombre, desciendo los escalones y vierto los restos de comida en la lata del perro, que, al verme llegar, se levanta, se estira y trota feliz hacia su alimento. El hombre no se ha movido en todo el día ni se ha quitado la chaqueta y yo lo imagino sudoroso, tan abrigado bajo el sol de agosto.

Detenida, con Kaiser revolviendo la lata a mis pies, haciendo estallar los huesos con sus muelas, me pregunto por qué no toco la campana. Por qué no aviso a la guarnición. En poco tiempo llegará un pelotón y se lo llevarán. Desaparecerán por el camino y no volveremos a verlo. En caso de que sirva en alguna de las casas del pueblo, se llamará a su patrón para que lo recoja en el cuerpo de guardia. Antes, será azotado por el verdugo militar y luego, ya en la casa, el amo decidirá cómo disponer del sirviente díscolo. Siempre ha sido así, al menos en esta colonia.

Si fuera necesario, también puedo matarlo yo. Al mínimo gesto suyo, en cuanto su cabeza asome sobre las puntas de las tablas, cogeré la escopeta y le volaré la cabeza. Entonces, alertados por la detonación, vendrán los soldados y me preguntarán por lo sucedido. Bastará con decirles que el hombre estaba intentando entrar en la propiedad o que me amenazó a mí o a Iosif y esto habrá terminado. Lo atarán a la grupa del caballo y se lo llevarán. Así de sencillo. Pero entonces yo tardaría días, puede que semanas, en conciliar el sueño. Son nuestros hombres los que deben vérselas con esta gente. Los que saben cuándo deben disparar y por qué. Nosotras, simplemente, los hemos seguido hasta aquí. A miles de kilómetros de la patria, a este rincón del exótico sur que hemos convertido en nuestro apacible y pintoresco lugar de retiro.

Paso la tarde entera sentada, a ratos cosiendo, a ratos, simplemente, mirando hacia la verja. La escopeta sigue en su lugar, recordándome que la quietud del hombre no le convierte en inofensivo. A mi lado, Iosif murmura una melodía. Una versión átona de una vieja polca muy de moda en nuestra juventud. En su interpretación demencial, ni el mismísimo autor la reconocería.

Puede seguir donde está, pero no eternamente. A menos que haya elegido ese lugar para morir, tendrá que levantarse en algún momento para beber, para comer, para hacer sus deposiciones. Si espero lo suficiente, veré cómo se incorpora. Quizá después se marche o, por el contrario, empiece a correr en nuestra dirección con los dientes apretados y las venas hinchadas en las sienes. Entonces tiraré mi labor y agarraré la escopeta mientras me pongo de pie. Tendré el tiempo justo para llevarme el arma al hombro y apretar el gatillo con los ojos cerrados. Luego unos segundos de aturdimiento y oscuridad, hasta que las palpitaciones en mis oídos se calmen o tenga el valor de abrir los ojos y contemplar el final de la escena.