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A las once de la mañana, tal y como se me había notificado, un sargento y dos soldados de la guarnición se presentan frente a la cancela, donde, desde hace rato, yo los espero. Agarrada a los barrotes he visto aproximarse, bamboleante, el carruaje: un vehículo de dos ejes y cuatro mulos, absolutamente inadecuado para subir hasta aquí. Es obvio que así el cónsul me muestra sus respetos por ser quien soy, pero también me hace notar la gravedad de nuestro encuentro. Lo cierto es que ahora, con su boato, tendremos que seguir camino arriba, hasta la mina romana, para poder encontrar un apartadero en el que dar la vuelta con semejante carromato. Cuando el sargento me tiende la mano para ayudarme a subir a la cabina, me fijo en sus ojos y, aunque él me devuelve una mirada respetuosa, no puede evitar un gesto de fastidio. Por la seriedad con la que le he mirado pero, sobre todo, porque han debido de pasar grandes apuros para hacer tirar del carruaje hasta aquí a los mulos.

En realidad, la distancia hasta el castillo en línea recta no es mucha. Yo misma puedo verlo desde el porche de la casa, pero el camino, obligado a retorcerse sobre cada pequeño valle, se hace eterno. Las ruedas dejándose caer por los escalones de pizarra de la vereda, la alta cabina que me zarandea mientras me agarro al banco. Debería haber solicitado que se me permitiera cubrir el trayecto en mi yegua. Un animal que me conoce como nadie, que tantea con sus manos herradas los baches y que les ahorra muchos dolores a mis huesos de vieja. «Usted sabe, señora Holman, que esos caminos sufren constantes desprendimientos —me habría dicho el cónsul—. Jamás me perdonaría que hubiera usted sufrido un percance viniendo sola». En tal caso, si de tranquilizar al cónsul se tratara, bien podría haber hecho el viaje con el sargento tirando de la cabezada y los dos soldados detrás, pero hay una solidez en las costumbres y las formas que al Imperio le llevará siglos sacudirse. Lo que emane del castillo ha de desprender un vapor de grandeza. Algo que podría entender si nos encontráramos en la capital pero que aquí resulta exagerado y vacuo.

Para esperar al cónsul, me hacen pasar al salón de baile. El antiguo suelo de pizarra ha sido cubierto con tablas de oscura teca sobre las que han girado las más distinguidas damas. Aquí todas nuestras jóvenes, sin excepción, han cumplido con el rito de entrar en sociedad. Hay una penumbra que los brocados acentúan, como si, además de los sonidos, absorbieran la luz.

Cuando, por la mañana, esperaba a que los emisarios del cónsul vinieran a por mí, no he dejado de oír las toses. No debí permitirle quedarse bajo una lluvia que duró mucho más de lo que yo suponía y, posiblemente, de lo que su cuerpo es capaz de soportar. Pero ¿qué podía haber hecho? ¿Amarrarlo a Bird y arrastrarlo hasta la cuadra?

Oigo un taconeo aproximándose decidido al otro lado de la puerta. Noto mi corazón latiendo a gran velocidad. Sé lo que temo y por qué me sudan las manos. Sé cómo se las gasta el refinado y amable cónsul que nos gobierna. Cómo, en su presencia, toda afirmación o cuestión discurre siempre por caminos circulares.

Han pasado meses desde la última vez que lo vi. Calza espuelas de plata sobre unas botas cuya forma conozco perfectamente. Toma mi mano, se lleva el dorso a los labios sin llegar a posarlos. Yo inclino la cabeza ceremoniosamente y dejo que mi mirada se cargue de candidez y sumisión. Me pregunta por el estado de salud de Iosif. Si evoluciona en algún modo o si sigue postrado. Ésa es la palabra que ha utilizado. «Es una pena —se lamenta—. Con lo vital que siempre ha sido».

Me habla del salón en el que estamos, de los bailes que allí se celebran todos los años y que tan bien conozco. «Por cierto —me provoca—, ¿podremos contar con su presencia en las celebraciones del Jubileo?».

Cada vez que me he cruzado con él desde que vivo en las colonias, ha recreado para mí los días en los que conoció a Iosif. «Fue en Semna», vuelve a contarme, como si yo no lo supiera. Acababan de licenciarse en la academia de suboficiales y aquella retaguardia era su primer destino. Sé perfectamente por Iosif que este cónsul nunca llegó a la primera línea. Que nunca desenvainó el sable ante ningún enemigo. Que lo más cerca que estuvo de la muerte fue durante un viaje que tuvo que realizar a Jartum para entregar un comunicado. Su caballo perdió pie y él cayó por un pequeño terraplén rasgándose un costado con unas rocas. En las recepciones y los bailes, es conocida su tendencia a iniciar conversaciones que, inevitablemente, terminan en la cicatriz que atraviesa sus costillas de arriba abajo. Los años transcurridos y su vanidad han transformado el accidente en una hazaña bélica.

Está turbado y, aunque es obvio que no es plato de gusto para él, hay un exceso de teatralidad en sus formas. La manera en que se ha sentado en el borde de la silla al modo de una señorita recatada o el gesto de envolverse las manos con movimientos circulares, como si se las lavara. También sus pausas o el tiempo que se ha tomado y las historias que me ha contado hasta pedirme, por fin, que me sentara.

—Es muy embarazoso para mí decirle lo que tengo que decirle.

Sus palabras quedan suspendidas. Una nueva pausa dramática que, de no estar sujetos a las normas de la cortesía, merecería un bofetón por mi parte.

—Espero me comprenda —continúa.

Se ha echado un poco más hacia delante al decírmelo. Aunque estamos solos en el gran salón, parece que fuera a confesarme un delicado secreto de Estado.

—La he hecho llamar, señora Holman, para que desmienta ante mí los rumores que dicen que ha acogido a un indígena en su casa.

Me mira. Sus ojos rebosan compasión, porque, pudiendo haberme ocasionado innumerables molestias, ha optado por hacer uso de sus prerrogativas y evitarme el trago de tener que vérmelas con la ley. Solo tengo que negar y no volveré a ver al cónsul hasta dentro de mucho tiempo. Así de sencillo.

Sin embargo, han pasado tantas cosas desde que ese hombre llegó, que no puedo hacer lo que me pide. Quizá, de haberme citado unas semanas antes, incluso habría agradecido que alguien se hiciera cargo de él. Como tantas veces, habría mirado para otro lado y, en unos días, cualquier intuición que hubiera podido tener sobre él se habría esfumado y yo habría regresado, tranquila, al cuidado de mis flores.