30

Aparejo a la yegua antes del amanecer y rápidamente me pongo en camino. Me gustaría que el animal fuera al ritmo al que late mi corazón, pero a esta hora sería inútil que le azuzara. Conoce bien la vereda, sus escalones profundos, las piedras sueltas, las ramas de los almendros y las higueras que la invaden.

En el castillo, un cabo de guardia me conduce hasta el dispensario, al otro lado del patio de armas. Golpea la puerta, primero con suavidad y luego con fuerza. Elevo la vista hacia la torre del homenaje, imponente y austera, que se levanta en un extremo del recinto. Las contraventanas están cerradas. Lo último que quiero es que el cónsul me vea por aquí a estas horas.

El doctor Sneint abre la puerta en ropa de dormir. Lo hemos despertado y tarda en reconocerme.

—Es muy temprano, señora Holman. ¿Es el coronel?

—Sí. Ha pasado una noche horrible.

Despide a mi acompañante y me indica que pase. Es un hombre corpulento, con el pelo blanco y en cuyo prominente mentón la barba siempre parece a punto de brotar.

—Deme unos minutos.

—Apresúrese, por favor.

Se detiene, me mira y con un gesto de su mano me recuerda que viste ropa de dormir. Asiento, azorada.

Mientras le oigo trastear en el cuarto contiguo, observo los estantes del dispensario. Anaqueles que he visto llenarse a lo largo de los años. Repaso los lomos: Hermes Trismegisto, Teogonía, Cancionero de Uppsala, La guerra de Espartaco. Allí los libros se mezclan con gran cantidad de objetos. Hay figuritas humanoides, algunas tachonadas con abalorios de colores. Una Venus sin brazos de terracota. Pequeños tótems, representaciones rituales e incluso el cráneo reducido de un ser humano. Menudean utensilios campestres del país: un gancho tallado con el que los arrieros ciñen la carga a la barriga de los mulos, recipientes fabricados con corcho, una especie de fanal y, sobre todo, huesos de animales. Minúsculas cabezas de mustélidos y roedores de delicadas arquitecturas y también el exótico y costoso hocico de un pez sierra.

Un brochazo de sangre arrastrada recorre el pasillo. Voy a la alcoba, donde el olor a orín es muy intenso. Iosif sigue en la cama. El doctor Sneint, que venía tras de mí, se ha quedado en la puerta tratando de entender las manchas de sangre. Le pido que aguarde ahí. No quiero que aspire el olor del cuarto. Entro en la habitación, abro las contraventanas y, a continuación, hago lo propio con la puerta de la cocina para crear una corriente. Al regresar al pasillo me encuentro con la mirada confundida del médico. «Ahora le explico. Sígame».

En el huerto, con el hombre tendido ante él, hace una rápida valoración. Me pide que traiga tijeras, agua y gasas. Vuelo con una palangana que me tiembla en las manos y de la que el agua se vierte sin que yo sea capaz de contenerla. Por el camino reparo en que ni siquiera he comprobado que el hombre siga vivo. El agua que llevo bien podría servir para limpiar un cadáver.

El médico le corta el pantalón desde el bajo hasta la cintura, descubriendo una pierna de piel lechosa. Le limpia la sangre. «Ha tenido suerte —me dice—. Quien le ha disparado podría haberle matado, pero solo le han alcanzado algunos plomillos en un costado del muslo. —Me mira—. Por suerte no se trata de un buen tirador». Agacho la cabeza.