25

Lo he visto en otros, quizá me suceda a mí también: que a medida que me acerque al final de la vida, dormiré cada vez más horas. Pasaré de las siete a las nueve, y luego a las catorce, y así hasta que mis ojos ya no vuelvan a abrirse. Entraré dormida en la muerte y despertaré en algún otro lugar, fresca, definitivamente descansada. Envuelta por una piel de nuevo tersa y luminosa. Thomas me recibirá sonriente, mitad niño, mitad joven. Todo él será luz y nobleza. No habrá miedo.

Ése es el relato deseado, pero no el único del que dispongo. Moriré sola, lejos de los demás, en la misma cama que todavía comparto con Iosif. Tardarán varios días en encontrarme. Mi hijo, angustiado, intentará apartar de mí los insectos, pero sus manos translúcidas no podrán hacerlo. Un Thomas iridiscente, incapaz de protegerme.

Sea como sea, ya no concibo morir sin antes haber atado los cabos que ahora la vida ha puesto en mis manos. Y no es el hombre del huerto, ni mi consentimiento contra natura, ni mi quietud, ni las preguntas y los reproches que intuyo en su postración. O no solo eso. Soy yo, que ahora, cuando ya no debía, comienzo a darme cuenta de que he vivido la vida de otra persona. Algo que, más que experimentar como una revelación, simplemente confirmo. El fluir de los acontecimientos ha sido violentado y a mí me corresponde reducir esa fractura. Continuar transitando hasta el final por un camino que ahora encuentro espurio es una posibilidad. La otra, la de hacer frente con franqueza a lo que me resta de vida, me aterra.

Siento que este desasosiego es, quizá, el mismo al que Iosif se refería paternalmente como «nervios». «Cosas de mujeres», me decía, y seguía con su periódico. Cosas de mujeres, me repito yo ahora. Me pregunto, más bien. Al principio yo misma lo asumía con naturalidad. Una sensibilidad que, sin previo aviso, nos quiebra y vuelve nuestra naturaleza incompatible con el orden. Una especie de enfermedad cuyos síntomas nos hacen repentinamente vulnerables. Locuras transitorias, encierros, aguas termales, sangrías, yodos, sahumerios. Luego, quizá a medida que Iosif fue mermando y que su voz ya no tronaba, fui rebelándome contra esa idea. No eran nervios sino exposición, y hasta entrega, a una dimensión de la realidad más profunda y dolorosa de la que haya conocido en ningún hombre. Ahora, al final, quizá tenga que darle la razón a Iosif y admitir que esta duda que me colapsa sea cosa de mujeres. Él, desde luego, habría echado al intruso a golpes el primer día. Puede, incluso, que le hubiera disparado y luego hubiera esperado a la patrulla tomándose un jerez. Iosif no habría llegado a tener mis dudas porque, como buen soldado, habría aplastado al enemigo mucho antes de que éste hubiera podido reunir al ejército de inocentes que ahora carga contra mí.