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A la orden del teniente, que les grita a los cautivos y mueve los brazos indicando que salgan, solo responden la media docena de hombres que, mejor o peor, pueden moverse. Salen lentamente, sobreponiéndose al intenso entumecimiento, haciendo equilibrios sobre los caídos o arrastrándose sobre ellos. Y cuando nadie más reacciona a los gritos del mando, suben soldados y van punzándolos con sus bayonetas. Los pocos que dicen alguna cosa son sacados de allí y, tumbados sobre la hierba, se retuercen, grotescos como pompeyanos.

Desde el fondo de la caja, cubierto por brazos y torsos exánimes, Leva oye las voces del teniente. Con sus retinas heridas ve a los soldados subir. Sus siluetas reverberan sobre el resplandor exterior aunque, reducido por la sed y el agotamiento, no entiende quiénes son ni qué quieren. De haber sido capaz, habría dicho que aquellas figuras estroboscópicas eran ánimas del purgatorio, ese territorio intermedio y confuso en el que todo es posible.

Tampoco es capaz de entender lo que sucede cuando nota la punta de la bayoneta en el muslo. Simplemente gruñe e, inmediatamente, es sacado de allí a rastras y tumbado junto a los otros sobre una alfombra verde y mullida que percibe como un lugar luminoso y aireado. Su cuerpo solo, liberado inesperadamente del contacto con los otros, de los baches y las inercias. Un edén.

Allí se quedan, inofensivos y libres, hasta que alguien les lleva agua. Al sentir el líquido derramándose sobre su camisa, Leva recupera parte de su consciencia y se agarra al cacillo, apretándolo contra su boca, y lo levanta hasta que no queda una gota. Ve entonces la cara de quien lo sostiene: un rostro que le resulta completamente extraño y al que no agradece de ninguna manera el haberle dado de beber.

Comen de un cubo en el que los soldados han sumergido mendrugos de pan. Se empujan para poder meter la mano en el recipiente y cuando tienen su puñado, se apartan para comer, igual que gatos en una matanza.

Los prisioneros, una docena larga de desarrapados, están allí el suficiente tiempo como para poder observar el lugar al que han llegado. El prado, los abetos, el río sonoro y, frente a ellos, la carretera que los ha traído y que continúa, montada sobre un terraplén, hasta la otra orilla del río, donde se pierde entre los árboles. Por encima del terraplén asoman torretas con centinelas, alambradas y los tejados de un par de edificios: una casa grande y una construcción alargada de la que emerge una alta chimenea de ladrillo. El humo que brota de su boca es un chorro oscuro que, a medida que se eleva, se vuelve más lento hasta dispersarse en el aire cristalino.

También podrían haber aprovechado ese momento de calma para mirarse los unos a los otros, pero cada uno de los que allí están, sin excepción, sabe cómo ha terminado en la hierba y no en el camión, que sigue abierto y cargado a unos metros de ellos. Leva, igual que los otros, siente la vergüenza en las miradas huidizas de los demás y también esconde la suya en el fondo de su propio pecho. Ninguno de esos hombres sospecha que ese pudor, impropio en un decente, será irrelevante con el paso de las semanas y los meses. Si hay allí alguno destinado a sobrevivir, será transfigurándose.

Dejo la pluma sobre la mesa, ya cansada, y me asomo a la penumbra exterior. Todo está tranquilo afuera. Pienso en el lince que creí oír la primera noche o, mejor dicho, en el intruso, que fue lo primero que temí. Me viene a la memoria esa ensoñación confusa, esa especie de golem que son los temores. ¿Qué forma tenía en mí esa amenaza? ¿De qué manera imaginaba entonces a quien acechaba? Desde luego no se parecía al hombre escuálido cuya historia ahora me ocupa. Al margen del tamaño de su cuerpo o del color de su piel, lo verdaderamente aterrador para mí era la mirada que le suponía: ojos amarillentos y secos, como de marfil viejo. No muy diferentes, en cualquier caso, a los que he encontrado en el hombre que a esta hora duerme en mi huerto.