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Lo busco desde la verja y no lo encuentro. A mi alrededor, por primera vez desde que la sembramos, veo la pradera completamente agostada. Me recuerdo con las tijeras, después de que el jardinero la segara, igualando los rincones de difícil acceso, aquellos a los que su guadaña no llegaba. Qué ridiculez, pienso ahora. Cuántas horas cuidando de este espejo verdoso. La Tierra designa a sus hijos pero nosotros, una vez más, le imponemos a nuestros bastardos ahora engullidos.

Mientras subo los escalones del porche, Iosif, desde la mecedora, me recuerda la clase de hombre que tenemos en casa. «Lo he visto. Lleva mis pantalones».

Le miro fijamente para mostrarle una vez más mi desagrado. Tomo aire y empiezo a contarle lo que he ido descubriendo. Hago hincapié en todo aquello que tiene que ver con las formas militares. Le provoco con imágenes horrendas y con mis propios juicios, y lo único que hace es llamarme ramera. «Te acuestas con él, puta». Y entonces yo lo quiero matar. Quiero entrar a la casa, descolgar la escopeta y volarle la cabeza a mi marido. Al hombre que obligó a nuestro hijo a tomar las armas. El hombre que ha despedazado a inocentes. Su postura en la mecedora es procaz. Tiene las piernas abiertas y puedo ver claramente la enorme mancha de orín en su pantalón. Me llama traidora y me dice que merezco la horca y que si no fuera por cómo está, él mismo me molería a palos y luego me echaría a las gallinas.

Lo hago. Entro en la casa, descuelgo la escopeta. Frente a él, abro el tubo para comprobar que está cargada y le apunto. No cierra las piernas. Al contrario, se quiere llevar una mano a los testículos y provocarme, pero no tiene tono en la musculatura de los brazos y solo consigue mover ligeramente el hombro. Por un instante me visita la antigua Eva y siento que mi deber es ayudarle a que pueda agarrarse los testículos con la mano abierta, rotundamente, y tirar de ellos hacia arriba.