Capítulo 33

Solo hacen falta un par de momentos duros como estos en la vida de un hombre para que aprenda a actuar con cinismo. Una vez que uno o varios magos malos han intentado acabar con tu vida, o algunos locos hexenwolves han intentado con todas sus fuerzas arrancarte el cuello, empiezas a pensar que ocurrirá lo peor. De hecho, si no ocurre, en cierta medida te sientes decepcionado.

Así había ocurrido, mi madrina me había dado alcance a pesar de hacer todo lo que pude para evitarla. Odiaría averiguar que el universo realmente no estaba conspirando contra mí. Me harían sacar todos mis artilugios de persecución.

Por lo tanto, considerando que algún poder sádico supremo se aseguraría bien de que mi tarde se complicara todo lo posible, tenía un plan.

Tiré del lazo quitándomelo de la garganta y grité.

—Thomas, Michael, ahora.

Los dos sacaron unas cajas de cartas pequeñas de los bolsillos, del tamaño de la palma de la mano, casi cuadradas. Michael tiró el contenido de la primera caja moviéndola de izquierda a derecha como cuando se esparcen semillas. Thomas hizo lo mismo por el otro lado de forma que los objetos empezaron a caer encima de mí y a mi lado.

Los perros del hada dieron aullidos de sorpresa y se apartaron. El caballo de mi madrina dejó escapar un bufido y dio un brinco apartándose varios pasos, poniendo cierta distancia entre nosotros.

Arrugué la cara e hice todo lo que pude para proteger mis ojos de los clavos dispersos. Cayeron sobre mí como un torrente de dientes afilados, pinchando al golpearme y colocándose a mi alrededor. La madrina había soltado la cuerda que me había atado a la garganta cuando el caballo se apartó, dejándola floja.

—Hierro —susurró mi madrina. Su dulce cara se volvió lívida, furiosa—. ¡Te atreves a desafiar el terreno de Awnsidhe con hierro! ¡La reina te arrancará los ojos de las órbitas!

—No —dijo Thomas—. Son de aluminio. No tienen contenido en hierro. Tienes un caballo precioso ¿Cómo se llama?

Los ojos de Lea miraron a Thomas con furia y después a los clavos que había en el suelo. Mientras lo hacía, me metí una mano en el bolsillo, cogí mi plan de emergencia y me lo metí en la boca. Mastiqué dos o tres veces y tragué y entonces terminé.

Intenté no dejar que se notara que estaba muerto de miedo.

—¿No son de acero? —dijo Lea. Miró fijamente el suelo y uno de los clavos saltó a su mano. Lo cogió y frunció el ceño, su cara se tornó cautelosa—. ¿Qué significa esto?

—Se supone que es una forma de distraer, madrina —dije. Tosí y me di unas palmaditas en el pecho—. Tenía que comer algo.

Lea puso una mano en el cuello del caballo y la bestia salvaje se calmó. Uno de los enigmáticos perros avanzó olisqueando, rozando uno de los clavos con el hocico. Lea dio un pequeño tirón a la cuerda, tensándola otra vez y dijo:

—No te hará ningún bien mago. No puedes escapar a esta soga. Está unida a ti indefectiblemente. No puedes escapar de mi poder. Aquí en el reino de las hadas, no. Soy demasiado fuerte para ti.

—Es verdad —asentí y me puse de pie—. Manos a la obra, venga, conviérteme en un perro y dime en qué árboles puedo hacer pis.

Lea me miró fijamente como si me hubiera vuelto loco, con cierta cautela.

Me agarré a la soga y la agité con impaciencia.

—Venga, madrina. Haz ya la magia. ¿Puedo elegir mi color? Creo que no quiero ser de ese gris carbón. A lo mejor puedes hacer que tenga una piel rubio rojiza. O blanca como el invierno. Con ojos azules, siempre he querido tener los ojos azules y…

—¡Cállate! —gruñó Lea y agitó la cuerda. Tuve una fuerte sensación de escozor y la lengua se me pegó literalmente al paladar. Intenté seguir hablando pero hacía que mi boca vibrara como si tuviera abejas dentro, irritado, con escozor. Me callé.

—Bueno —dijo Thomas—. Me gustaría ver esto. Nunca he visto una transformación externa. Adelante, señora. —Movió la mano con impaciencia—. ¡Conviértale en perro!

—Esto es un truco —susurró Lea—. No vas a conseguir nada. No importa qué poderes ocultos estén preparando tus amigos para lanzármelos…

—No tenemos nada —dijo Michael—. Lo juro por la sangre de Cristo.

Lea ahogó un suspiro como si las palabras le hubieran producido un repentino escalofrío. Se acercó a mí con el caballo, para que el hombro del animal se juntara con el mío. Al hacerlo, enrolló la piel trenzada del lazo, hasta que lo sujetó a una distancia de no más de diez centímetros, tirando con fuerza contra mi garganta, haciéndome casi perder el equilibro. Se inclinó hacia mí y susurró.

—Dime, mago. ¿Qué me ocultas?

Mi lengua se desentumeció y me aclaré la voz.

—Ah, nada. Solo quería comer algo antes de que nos fuésemos.

—Comer algo —murmuró Lea. Entonces tiró de mí hacia ella y se inclinó, acercándose más, mientras brillaban sus delicados senos nasales. Inspiró, lentamente, su pelo sedoso rozó mi mejilla, su boca casi acariciaba la mía.

Vi su cara, su expresión cambió. Ahora se mostraba sorprendida. Hablé con ella en voz baja.

—Reconoces el olor, ¿verdad?

Se vio la parte blanca de los ojos color esmeralda al abrirlos más.

—Ángel destructor —susurró—. Has abrazado la muerte, Harry Dresden.

—Sí —asentí—. Un hongo. Amanita virosa. Lo que sea. La toxina de la amanita va a aparecer en mi sangre en unos dos minutos. Después de eso, empezarán a deteriorarse los riñones y el hígado. Dentro de unas horas me desmayaré, y si no muero entonces, en unos días tendré una aparente recuperación mientras mis intestinos se destrozan y entonces caigo y muero. —Sonreí—. No hay un antídoto específico. Y dudo que puedas utilizar la magia para curarme. No tiene nada que ver con cerrar una herida con puntos de sutura, con sufrir una mutación interna considerable. Así pues, ¿empezamos? —Empecé a caminar en la dirección de la que había venido Lea—. Deberías disfrutar mientras me atormentas en las horas que me quedan antes de que empiece a vomitar sangre y me muera.

Tensó el lazo y me detuvo.

—Es un truco —susurró—. Me estás mintiendo.

La miré haciendo una mueca torcida.

—Venga, madrina —dije—. Miento muy mal. ¿Crees que podría mentirte? ¿No lo notas?

Me miró, con cara de susto.

—Vientos despiadados —suspiró—. Te has vuelto loco.

—Loco no —aseguré—. Sé perfectamente lo que estoy haciendo —me giré para mirar el puente—. Adiós Michael. Adiós Thomas.

—Harry —dijo Michael—. ¿Estás seguro de que no deberías…?

Ssss —dije mirando—. Ixnay.

Lea miró hacia delante y atrás.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué es eso?

Puse los ojos en blanco y le hice un gesto a Michael.

—Bueno —dijo Michael—, para que lo sepas. Tengo algo aquí que podría servir de ayuda.

—¿Algo? —preguntó Lea—. ¿Qué?

Michael buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó una pequeña ampolla con una tapa en un extremo.

—Es un extracto del cardo de Santa María —dijo—. Lo utilizan en un montón de hospitales en Europa para el envenenamiento por setas. En teoría, debería hacer algo para ayudar a que una víctima de un envenenamiento sobreviva. Siempre que se tome a tiempo, por supuesto.

Lea frunció el ceño.

—Dámelo. Ya.

Pensé, ¡vaya por Dios!

—Madrina. Como mascota fiel y compañero, creo que debería advertirte del peligro que supone para una sidhe aceptar regalos. Podría atarte a la persona que te hace el regalo si no devuelves otro de igual valor.

Poco a poco Lea fue sonrojándose, desde la piel de color crema de sus clavículas y la garganta por la barbilla y las mejillas hasta el pelo.

—Entonces —dijo—. Harías un trato conmigo. Te has tomado un hongo mortal para obligarme a liberarte.

Levanté las cejas y asentí con una sonrisa.

—Básicamente, sí. Entiéndelo. Supongo que es así. Y no podrás deshacer el envenenamiento con la magia.

—Eres mío —gruñó—. Ahora eres mío.

—Perdona que opine de forma distinta —dije—. Soy tuyo dos días y después me muero y ya no seré de nadie.

—No —dijo—. No te dejaré libre a cambio de esta poción. Yo también puedo encontrar el antídoto.

—Puede —admití—. Puede que incluso lo hagas a tiempo. Puede que no, pero en cualquier caso, sin poder ir al hospital no tengo muchas posibilidades de vivir a pesar del antídoto. Y si no lo tomo pronto, no tendré ninguna en realidad.

—¡No te cambiaré! ¡Te has entregado a mí!

Michael encogió un hombro.

—Creo que hiciste un trato con un hombre estúpido en un momento tonto, pero no te estamos pidiendo que lo incumplas del todo.

Lea frunció el ceño.

—¿No?

—Naturalmente que no —dijo Thomas—. El extracto solo le proporciona a Michael una oportunidad de vivir. Eso es todo lo que te habíamos pedido. Estarás obligada a dejarle libre durante un año y un día, a no hacerle daño a él ni a quebrantar su libertad mientras esté en el mundo de los mortales.

—Ese es el trato —dije—. Como mascota fiel, debería decir «Si muero, nunca seré tuyo, madrina. Si me dejas ir, siempre puedes intentarlo cualquier otra noche. No es como si tuvieras un número limitado de ocasiones. Puedes intentar ser paciente».

Lea se quedó callada, mirándome. En la noche también se hizo el silencio. Todos esperábamos sin decir nada. El pánico que ya sentí al comerme la seta, se asentó en mis intestinos haciendo que se movieran y tuviera retortijones.

—¿Por qué? —dijo al final en voz bastante baja, en un tono que solo yo podía oír—. ¿Por qué te ibas a hacer esto a ti mismo, Harry? No lo entiendo.

—No creía que fueras a hacerlo —dije—. Hay gente que me necesita. Gente que está en peligro por mí y tengo que ayudarles.

—No puedes ayudarles si estás muerto.

—Pero tú tampoco me coges.

—¿Darías tu propia vida por ellos? —preguntó con incredulidad.

—Sí.

—¿Porqué?

—Porque nadie más puede hacer esto. Me necesitan. Se lo debo.

—Les debes tu vida —musitó Lea—. Estás loco, Harry Dresden. Quizá sea por tu madre.

Fruncí el ceño.

—¿Y qué se supone que significa eso?

Lea se encogió de hombros.

—Hablaba como tú en sus últimos días.

Levantó los ojos mirando a Michael y se irguió más encima del caballo.

—Esta noche tu juego ha entrañado cierto peligro, mago. Ha sido un juego atrevido. Rompes de raíz con las tradiciones de mi pueblo. Acepto tu trato.

Y entonces hizo un movimiento como despreocupado y apartó el lazo. Caí hacia atrás alejándome de ella, recogí el bastón y la varita que se me habían caído, metí a Bob en su saco de red y me dirigí al puente. Una vez allí, Michael me dio la ampolla. Le quité el tapón y me la bebí. El líquido del interior sabía como a arena, estaba un poco amargo. Cerré los ojos y suspiré profundamente, después de tragármelo.

—Harry —dijo Michael mirando a Lea—. ¿Estás seguro de que estás bien?

—Si llego pronto al hospital —dije— tengo entre seis y dieciocho horas o quizá algo más. Me bebí todo el líquido rosa antes de irnos para que me protegiera el estómago. Podría hacer que la velocidad de digestión de la seta fuese más lenta, dar al extracto la oportunidad de vencerlo en mi aparato digestivo.

—No me gusta esto —dijo Michael.

—¡Eh! Soy yo el que se ha comido el veneno, tío. A mí no me importa demasiado.

Thomas me miró entrecerrando los ojos.

—¿Quieres decir que lo has hecho de verdad?

Le miré asintiendo.

—Sí, mira. Supongo que como mucho tardaremos una hora en entrar y salir. Si no, nos podemos dar por muertos. En cualquier caso, tardarán bastante en aparecer los primeros síntomas.

Thomas me miró un momento.

—Creía que estabas mintiendo —dijo—, marcándote un farol.

—No me marco faroles si puedo evitarlo. No se me da demasiado bien.

—Entonces podrías morirte de verdad. Tu madrina tenía razón, sabes. Estás como una cabra, totalmente chiflado.

—Loco como un zorro —dije—. Vale, Bob, despierta. —Agité la calavera y las cuencas de sus ojos se encendieron tomando un color rojo anaranjado, parecía que la luz salía de un lugar muy profundo.

—¿Harry? —dijo Bob sorprendido—. Estás vivo.

—Durante un tiempo —dije. Le expliqué como habíamos conseguido escaparnos de mi madrina.

—Vaya —dijo Bob—. Estás muriéndote. ¡Qué plan tan estupendo!

Hice una mueca.

—En el hospital deberían poder hacerse cargo de esto.

—Claro, claro. En algunos sitios, el número de personas que han podido sobrevivir a esto es del cincuenta por ciento, en el caso de envenenamiento por amanita maloliente.

—Cogí un extracto de leche de cardo —dije, un poco a la defensiva.

Bob tosió suavemente.

—Espero que la dosis que cogiste fuera la correcta porque si no, podría hacerte más mal que bien. Ahora, si no te importa vamos a lo que estamos.

—Harry —dijo Michael de repente—. Mira.

Me di la vuelta y vi que mi madrina se había apartado un poco y estaba sentada en su corcel negro. Levantó en la mano algo oscuro y brillante que parecía un cuchillo. Apunto con él en las cuatro direcciones, norte, oeste, sur y este. Murmuró algo y el viento empezó a gemir entre los árboles. De la bruja sidhe brotó la energía, desde el cuchillo oscuro hasta su mano y se me erizaron los pelos del brazo y la nuca.

—Mago —me llamó—. Has hecho un acuerdo conmigo esta noche. No te buscaré. Pero no has hecho ese acuerdo con los demás —echó la cabeza hacia atrás lanzando un largo y fuerte grito, que era tan bello como terrorífico. Resonó en toda la tierra y después rebotó. Se oyeron más ruidos, aullidos agudos, gritos sibilantes y profundos, gemidos roncos.

—Hay muchos que me deben cosas —dijo Lea con desdén—. No será traicionarte. Ya te has tomado la poción. No habrías puesto tu vida en peligro sin tener a mano el extracto. No levantaré una mano en contra tuya pero ellos te traerán hasta mí. De una forma u otra, Harry Dresden, serás mío esta noche.

El viento siguió soplando y de repente las nubes empezaron a cubrir las estrellas. El viento que soplaba hacía que los aullidos y los gritos se oyeran más cerca.

—Mierda —dije—. Bob, tenemos que salir de aquí ahora.

—Hay un buen trecho hasta el lugar que me enseñaste en el mapa —dijo Bob—. Una milla, puede que dos, en términos subjetivos.

—Tres kilómetros doscientos metros —dijo Michael exactamente—. No puedo correr tanto. Al menos no según tengo las costillas.

—Y yo no puedo contigo —dijo Thomas—. Soy increíblemente fuerte pero tengo un límite. Vamos Harry. Solo estamos tú y yo.

Mi mente trabajaba a toda velocidad así que intenté elaborar un plan. Michael no podía aguantar. Había conseguido correr antes pero su cara parecía ahora un poco más grisácea y conseguía andar, aunque dolorido. Confié en Michael. Confiaba en que estuviera a mi lado, cubriéndome la retaguardia. Confiaba en que fuera capaz de cuidar de sí mismo.

Pero solo, contra una pandilla de hadas embravecidas. ¿Qué podría hacer? No podía estar seguro, ni con la espada, seguía siendo un hombre. Y además su vida estaba en peligro. Y no quería cargar con otra vida en mi conciencia.

Miré a Thomas. El hermoso vampiro iba vestido con mi ropa vieja y conseguía que pareciera algo actual. Algo completamente nuevo. Me lanzó una mirada con una sonrisa perfecta y pensé en lo que había dicho sobre lo buen mentiroso que era. Thomas se había puesto de mi parte casi en todo momento. Había sido bastante amigable. Aparentemente, parecía tener todas las razones para ayudarme y trabajar a mi lado para conseguir recuperar a Justine.

A menos que me estuviera mintiendo. A menos que no hubieran secuestrado a la chica en absoluto.

No podía confiar en él.

—Vosotros dos os quedáis ahí —dije—. Controlad el puente. No tendréis que hacerlo mucho tiempo. Encargaos solo de aminorar su marcha. Intentad que den la vuelta.

—Ah —dijo Bob—. ¡Qué buen plan! Eso debería hacerles mucho daño, Harry. Es posible hasta que maten a Michael y a Thomas y vayan a por ti. ¡Pero eso podría ocurrir en cuestión de minutos! ¡Incluso horas!

Miré al cráneo y después a Michael. Él miró a Thomas y luego me miró asintiendo.

—Si hay problemas, me necesitarás para que te proteja —dijo Thomas.

—Puedo cuidar de mí mismo —le dije—. Mira, todo este plan está basado en la sorpresa, la velocidad y el silencio. Si estoy solo puedo estar más callado. Si al final resulta que hay que pelear, no habría mucha diferencia entre uno o dos. Si tenemos que pelear, lo doy por perdido.

Thomas hizo una mueca.

—¿Entonces quieres que nos quedemos aquí y muramos por ti, verdad?

Miré desafiante.

—Controlad el puente hasta que pueda divisar el Más Allá. Después de eso, en teoría no deberían tener ninguna razón para perseguiros.

El viento se transformó en un aullido y por encima de la colina de los dólmenes empezaron a aparecer formas, seres oscuros que se movían con rapidez pegados al suelo.

—Harry, vete —dijo Michael. Cogió a Amoracchius con las manos—. No te preocupes. Los mantendremos alejados de ti.

—¿Estás seguro de que no preferirías que fuera contigo? —preguntó Thomas y dio un paso hacia mí. El acero brillante de la espada de Michael de repente palideció delante de Thomas, y el filo estaba colocado en su vientre.

—Estoy seguro de que prefiero no dejarle solo contigo, vampiro —dijo Michael con educación—. ¿Me he expresado con claridad?

—Claridad meridiana —dijo Thomas amargamente. Me miró y dijo—. Será mejor que no la dejes allí, Dresden o si no que te maten.

—No lo haré —dije—, sobre todo la segunda parte.

Y entonces el primer ser monstruoso, como un puma que salió de las sombras, saltó por delante de Lea y un par de garras oscuras se dirigieron a mí. Thomas me echó hacia un lado para apartarme del objetivo del golpe, gritando mientras la criatura le rasgaba el brazo. Michael gritó en latín, y su espada brilló con luz plateada, cortando a aquella bestia con ligero aspecto de gato y dejándolo caer al suelo del puente en dos mitades mientras seguía retorciéndose.

—¡Ve! —gruñó Michael—. ¡Qué Dios te acompañe!

Corrí.

Los ruidos propios de la lucha se amortiguaron hasta que lo único que pude oír fue mi respiración entrecortada por el esfuerzo. El Más Allá se transformó y pasó de ser un cuento de hadas a un bosque oscuro y cerrado con telarañas colgando de un lado a otro de un camino de árboles encendidos. En las sombras había ojos brillantes, seres a los que nunca se podría ver con claridad y entonces me caí.

—¡Allí! —dijo Bob. Las luces naranjas de sus ojos se giraron para enfocar el tronco partido de un árbol hueco—. ¡Ábrete paso aquí, nos llevará al interior!

Gruñí y me paré. Respiraba entrecortadamente.

—¿Estás seguro?

—¡Sí, sí! —dijo Bob—. ¡Date prisa! ¡Alguna sidhe llegará en cualquier momento!

Miré con miedo detrás de mí, y entonces empecé a concentrar todas mis fuerzas. Me dolía, me sentía demasiado débil. El veneno que había en el estómago no había empezado a destrozar todavía mi cuerpo pero casi podía sentirlo, sentir como se movía, relamiéndose y mirando mis órganos con una alegría perversa. Aparté todo eso de mis pensamientos y me obligué a respirar tranquilo, a correr con todas mis fuerzas y conseguir abrir la cortina que separa los dos mundos.

—Eh, Harry —dijo Bob de repente—. Espera un momento.

Detrás de mí, algo rompió una rama. Hubo un ruido breve como de algo que venía rápidamente hacia mí. No hice caso y alargué una mano, hundiendo mis dedos en la frágil frontera con el Más Allá.

—¡Harry! —dijo Bob—. ¡Creo que tienes que ver eso!

—Ahora no —susurré.

El ruido se oía cada vez más cerca, el ruido de la maleza quedó relegado por algo de mayor envergadura. Detrás de mí, un bramido estremeció el suelo. Holy brilling and slithy toves[2], Batman.

¡Aparturum! —grité proyectando mi voluntad y abriendo un camino. La rendija de la realidad brillaba con luz tenue.

Me lancé hacia ella, deseando que detrás de mí el camino se cerrase. Mi abrigo de piel se enganchó con algo, pero di un tirón, me solté y pasé.

Me lancé hacia ello. Me sentía embriagado por el aire otoñal y la piedra húmeda que me rodeaba. Mi corazón latía con un golpe sordo y doloroso por el esfuerzo de la carrera y del conjuro. Levanté la cabeza para buscar mis pertenencias a mi alrededor y recogerlas.

Bob había acertado. Me había llevado al Más Allá para llegar justo a la mansión de Bianca. Aparecí en lo alto de las escaleras que bajaban, apartado de las puertas de entrada y del vestíbulo principal.

También me encontraba rodeado por un anillo de vampiros, todos con sus formas no humanas, sin las máscaras de carne que solían llevar encima. Había una docena, con los ojos brillantes, les goteaba la nariz, les caía saliva de sus fauces abiertas al suelo, mientras agitaban las garras en el aire o se desplazaban con sus cuerpos fofos y negros. Algunos tenían marcas en la piel gomosa, trozos de tejido encogido, arrugado como cicatrices.

No me moví. Si hubiera hecho cualquier movimiento los habría espantado. Cualquier movimiento de huida o de lucha habría hecho que se pusieran frenéticos nada más llegar.

Mientras miraba, paralizado, Bianca subió las escaleras vestida con un camisón blanco de seda que sonaba al rozar con sus hermosas pantorrillas. Llevaba una sola vela que la envolvía en una belleza radiante. Me sonrió, lentamente, con dulzura y el estómago me dio un vuelco.

—Bueno —murmuró—. Harry Dresden. Qué agradable sorpresa contar con tu visita.

—Intenté decírtelo —dijo Bob con voz de pena—. Allí la grieta era más tenue. Como si alguien la hubiera atravesado ya. Como si hubieran estado observando el otro lado.

—Por supuesto —murmuró Bianca—. Hay un guarda en cada puerta. ¿Cree que soy tonta, señor Dresden?

La miré desafiante. No podía decir nada. Me ahorré las palabras y empecé a concentrar mi poder, para lanzar todo lo que tenía en el interior al mirarla sonriendo con esa cara tan falsa.

—Queridos —dijo Bianca mirándome—. A por él.

Me atacaron tan rápido que no les vi ni venir. Era una fuerza espantosa. Tengo leves recuerdos de que cuando pasé de garra en garra, lanzado por el aire, juguetearon conmigo. Había hocicos aplastados que gimoteaban y ojos negros que me miraban fijamente y se oían unas carcajadas horribles, sibilantes.

Me tiraron, me zarandearon, me despojaron de todo, Bob desapareció sin hacer ruido. Me aplastaron mientras luchaba y gritaba indefenso, tenía tanto pánico que no podía concentrarme en defenderme.

Y allí, en la oscuridad, me destrozaron la ropa. Sentí como el cuerpo desnudo de Bianca se restregaba contra mí, un cuerpo como de ensueño, sinuoso, caliente que se transformó en una pesadilla. Sentí como la piel se abría y aparecía su forma real. La dulzura de su perfume se transformó en hedor a fruta podrida. Su voz, como un murmullo, se convirtió en un gemido sibilante.

Y sus lenguas eran suaves, íntimas, cálidas, húmedas, me proporcionaban un placer que me golpeaba como un martillo cuando intentaba resistirme. Era un placer químico, una sensación animal, sin corazón y fría, indiferente ante mi horror, mi rechazo, mi desesperación.

Oscuridad. Una oscuridad terrible, espesa, sensual.

Y después dolor.

Y luego nada.