Capítulo 24
Michael aparcó su camión en la calle que había a las puertas de la mansión de Bianca. Se guardó las llaves en la bolsa que llevaba en el cinturón y la abrochó con el botón plateado en forma de cruz. Después se enderezó el cuello de su jubón, que se veía por el cuello de la malla, y buscó bajo el asiento el escudo de acero que se puso por la cabeza.
—Harry, dime otra vez por qué es una buena idea. ¿Por qué vamos a una fiesta de disfraces con este atajo de monstruos?
—Todo apunta en esa dirección —dije.
—¿Qué?
Respiré intentando tener paciencia y le di la capa blanca.
—Mira. Sabemos que alguien ha estado creando agitación en el mundo espiritual. Sabemos que lo han hecho para crear esta Pesadilla que ha estado persiguiéndonos. Sabemos que la chica, Lydia, está relacionada de alguna forma con la Pesadilla.
—Sí —dijo Michael—. De acuerdo.
—Bianca —dije— nos envió a sus esbirros para llevarse a Lydia. Y Bianca ha organizado una fiesta para los tipos más malos de la zona. Stallings me dijo que la gente ha estado desapareciendo de las calles. Probablemente los han cogido para que sirvan de comida o algo parecido. Aunque Bianca no esté implicada, y no digo que no lo esté, hay altas probabilidades de que nuestro objetivo acuda a la fiesta de esta noche.
—¿Y crees que vas a poder localizarlos? —preguntó Michael.
—Estoy bastante seguro —respondí—. Lo único que tengo que hacer es acercarme lo suficiente para tocarles, sentir su aura. Percibí al que estaba ayudando a la Pesadilla cuando escapó de mí. Debería poder hacer lo mismo cuando vuelva a sentir su presencia.
—No me gusta la idea —dijo Michael—. ¿Por qué no vino la Pesadilla a perseguirte en cuanto se hizo de noche?
—Puede que la asustara. Le hice un pequeño cortecito.
Michael frunció el ceño.
—Sigue sin gustarme. Allí va a haber un montón de seres que no tienen ningún derecho a existir en este mundo. Será como caminar entre una manada de lobos.
—Lo único que tienes que hacer —dije— es tener la boca cerrada y vigilar mi retaguardia. Esta noche los malos tienen que atenerse a las leyes. Nos han dado la protección de las antiguas leyes de la hospitalidad. Si Bianca no las respeta, perderá su reputación delante de los invitados y de la Corte de los Vampiros.
—Te protegeré, Harry —dijo Michael—. Igual que a todos aquellos a quienes estos seres amenacen.
—No queremos peleas, Michael. No hemos venido a eso.
Miró por la ventana del camión y apretó la mandíbula.
—Lo digo en serio, Michael. Es su territorio. Es muy probable que ahí dentro haya cosas malas, pero tenemos que centrar nuestra atención en lo grande.
—Lo grande —dijo—. Harry, si hay alguien ahí que necesita mi ayuda, la va a tener.
—¡Michael! Si rompemos nosotros las reglas, les damos ventaja. Nos podrían matar.
Se dio la vuelta para mirarme, y sus ojos eran tan firmes como el granito.
—Soy como soy, Harry.
Levanté los brazos al aire, y di un golpe con mi mano en el techo del camión.
—Hay gente a la que pueden matar si la liamos. Aquí solo estamos hablando de nuestras propias vidas.
—Lo sé —dijo—. Mi familia forma parte de ellas. Pero eso no cambia nada.
—Michael —dije—. No te estoy pidiendo que sonrías y charles y te sientas muy augusto. Solo que estés tranquilo y que te quites de en medio. No le claves un crucifijo a nadie en la garganta. Eso es lo que te estoy pidiendo.
—Yo no puedo quedarme sin hacer nada, Harry —dijo. Frunció el ceño y continuó—: Y tampoco creo que tú puedas.
Le fulminé con la mirada.
—Madre mía, Michael. No quiero morir aquí.
—Y yo tampoco. Tenemos que tener fe.
—Estupendo —dije—, eso es estupendo.
—Harry, ¿rezas conmigo?
Lo miré pestañeando.
—¿Qué?
—Una oración —dijo Michael—. Me gustaría hablar con Él un momento. —Me dedicó una leve sonrisa—. No tienes que decir nada. Solo quédate en silencio y quítate de en medio. —Inclinó la cabeza.
Sin decir nada, entorné los ojos mirando por la ventana del camión. No tengo nada contra Dios, lo que pasa es que no lo entiendo. Y no confío en toda esa gente que va por ahí diciendo que hacen las cosas en su nombre. Puedo entender a las hadas y a los vampiros, incluso a los demonios. Algunas veces incluso a los caídos. Puedo entender por qué actúan así.
Pero no entiendo a Dios. No entiendo cómo es capaz de ver como tratan algunos a los demás y no reconoce que la raza humana fue un error.
Supongo que él entiende eso mejor que yo.
—Señor —dijo Michael—. Nos vamos a adentrar en la oscuridad. Estaremos rodeados de enemigos. Por favor ayúdanos a tener la fuerza necesaria para hacer lo que hay que hacer. Amén.
Solo eso, sin más, ninguna palabra rara, ni súplicas horteras al Todopoderoso para pedir ayuda. Solo unas palabras sosegadas sobre lo que había que hacer, y una súplica a Dios para que estuviera a nuestro lado. Con tan solo unas palabras, quedaba rodeado de un halo de fuerza que me alcanzaba a mí y me subía por los brazos y el cuello. Fe. Me calmé un poco. Nos esperaba mucho por hacer y podíamos hacerlo.
Michael levantó la vista para mirarme y asintió.
—Bueno —dijo—, estoy preparado.
—¿Qué aspecto tengo? —le pregunté.
Sonreí enseñando los dientes blancos.
—Vas a hacer que la gente se dé la vuelta para mirarte. Eso seguro.
Tuve que devolverle la sonrisa.
—Vale, dijo. Vamos a la fiesta.
Salimos del camión y empezamos a caminar hacia las puertas que rodean la finca de Bianca. De camino, Michael se abrochó la capa blanca con la cruz roja. Llevaba botas y protecciones acorazadas en los hombros. Se había puesto un par de guanteletes en las manos y un par de cuchillos en el cinturón, uno a cada lado. Olía a acero y sonaba un poco al andar. Era un sonido reconfortante, agradable, como cuando vas acorazado.
Habría sido más elegante llegar a las puertas en coche y pedir a un mozo que nos aparcara el camión pero Michael no quería dejarles el coche a los vampiros, la verdad es que yo no le culpaba por ello. Yo tampoco me fiaría de un demonio chupasangres que a la caída de la noche surge como aparcacoches en las sombras.
La puerta tenía una garita como debe ser, con un par de guardas en su interior. No parecía que ninguno de los dos llevara armas pero ambos tenían un aspecto arrogante que los dos percibimos. Enseñé la invitación y nos dejaron pasar.
Subimos por el camino de entrada hasta la casa. Una limusina negra se acercó a la entrada al mismo tiempo que nosotros y tuvimos que apartarnos a un lado para dejarla pasar. Cuando llegamos, los ocupantes estaban saliendo del coche.
El conductor se acercó a la puerta trasera de la limusina y la abrió. Empezó a oírse música a un volumen fuerte. Hubo un momento de silencio y después un hombre salió de ella.
Era alto y pálido como una estatua. Su pelo negro azabache le caía desordenado hasta los hombros formando rizos. Estaba vestido con un par de alas de mariposa opalinas que salían de sus hombros, y se enganchaban a él por algún misterioso mecanismo. Llevaba guantes de piel blanca, sus puños enguantados estaban decorados con diseños de plata curvos, y llevaba dibujos parecidos en las pantorrillas que le llegaban hasta las sandalias. De su costado colgaba una espada, cuidadosamente labrada, el mango parecía de cristal. Lo único que llevaba puesto era un taparrabos realizado con un tejido suave y blanco. Tenía cuerpo para poder llevarlo. Era musculoso aunque no demasiado y tenía un buen par de hombros, pero su piel pálida no estaba dorada por el sol en ninguna zona. Madre mía, ¡qué buen aspecto tenía!
El hombre sonrió, le brillaban los dientes como si fuera a anunciar una pasta de dientes y después extendió una mano para coger algo del coche. Un par de piernas maravillosas con tacones altos rosas salieron del coche, seguidas de una chica esbelta para chuparse los dedos apenas tapadas por pétalos de rosa. Llevaba una falda corta estrecha realizada con ellos y sobre sus pechos también llevaba pétalos como si fueran dos manos. Aparte de eso, y la gipsófila que tenía en la masa alborotada de su pelo negro, no llevaba nada más y eso le favorecía. Con los tacones, podía medir un metro setenta y tenía una cara que me hizo pensar que era dulce y encantadora. Sus mejillas estaban ligeramente enrojecidas, radiantes y llenas de vida, con los labios abiertos y tenía esa mirada en los ojos que me hacía pensar que tenía algo entre manos.
—Harry —dijo Michael—, estás babeando.
—No estoy babeando —dije.
—Esa chica no tendrá más de diecinueve años.
—¡No estoy babeando! —Le regañé, cogí mi bastón en la mano y nos dirigimos hacia el camino de entrada a la casa. Me limpié la boca con la manga, por si acaso.
El hombre se giró hacia mí y arqueó las dos cejas. Me miró de arriba abajo el disfraz y se echó a reír con todas sus fuerzas.
—Ah, madre mía —dijo—. Tú debes de ser Harry Dresden.
Eso me puso furioso. Siempre me molesta cuando alguien me conoce y yo no.
—Sí —dije—. Soy yo ¿Quién demonios eres tú?
Aunque la hostilidad le molestó, no por ello dejó de reírse. La chica que estaba con él se metió bajo su brazo izquierdo y se recostó en él, mirándome con ojos de estar colocada.
—Ah, por supuesto —dijo—. Se me olvida que probablemente sepas muy poco de lo intricado de la Corte. Me llamo Thomas, de la Casa Raithe, de la Corte Blanca.
—La Corte Blanca —dije.
—Hay tres cortes de vampiros —añadió Michael—. Negra, Roja y Blanca.
—Lo sé.
Michael encogió un hombro.
—Lo siento.
Thomas sonrió.
—Bueno, solo dos, a todos los efectos. La Corte Negra ha caído debido a las dificultades que ha habido últimamente, pobres. —Su tono de voz dejaba entrever que le alegraba más que le apenaba—. Señor Dresden, permítame que le presente a Justine.
Justine, la chica que estaba bajo su brazo, me sonrió con dulzura. Confiaba en que hubiera extendido la mano para que la besara pero no lo hizo. Solo adaptó su cuerpo al de Thomas de una forma que pareció la más cómoda.
—Encantado —dije—. Este es Michael.
—Michael —susurró Thomas, y estudió al hombre de arriba abajo—. Disfrazado de caballero templario.
—De algo parecido —dijo Michael.
—Qué irónico —dijo Thomas. Volvió a mirarme a mí y la sonrisa se hizo más profunda—. Y usted, señor Dresden. Su disfraz es… va a causar sensación.
—¿Por qué? Gracias.
—¿Entramos?
—Ah, sí vamos. —Nos agolpamos todos en las escaleras centrales lo cual me permitió ver de cerca las piernas de Justine, delgadas y preciosas e indicadas para hacer cosas que no tenían nada que ver con andar. Un par de porteros vestidos con esmoquin que parecían humanos abrieron las puertas de la mansión para que entráramos.
Desde mi última visita, comprobé que habían cambiado el vestíbulo de entrada a la mansión de Bianca. La decoración antigua había sido restaurada magníficamente. Habían colocado mármol en lugar de madera noble. Todas las entradas tenían arcos en lugar de los imperturbables rectángulos lo cual le confería un aire más ligero. Había huecos cada trescientos metros aproximadamente en los que se guardaban estatuas pequeñas y otras obras de arte. Solo había iluminación donde estaban las hornacinas, lo cual creaba enormes sombras entre medias.
—Bastante chabacano —dijo Thomas moviendo las alas de mariposa—. ¿Había venido alguna vez a alguna función de la Corte, señor Dresden? ¿Conoce usted el protocolo?
—En realidad no —dije—. Pero será mejor que no obligue a beberse los fluidos corporales de nadie. Especialmente los míos.
Tomas se rió profundamente.
—No, no. Bueno —admitió—, formalmente no, aunque habrá muchas oportunidades, si así lo desea. —Sus dedos volvieron a acariciar la cintura de la chica, y ella me miró otra vez de esa forma intencionada tan desconcertante.
—No creo. ¿Qué tengo que saber?
—Bueno, todos somos desconocidos porque no somos miembros de la Corte Roja y esto es algo propio de ellos. En primer lugar, nos presentarán a la compañía y tendrán la oportunidad de venir a reunirse con nosotros.
—Mezclarse, ¿no?
—Exacto. Después, nos presentarán a la propia Bianca y ella, a su vez, nos hará un regalo.
—¿Un regalo? —pregunté.
—Es una fiesta de bienvenida. Por supuesto que dará regalos —me sonrió—. Es de buena educación.
Lo miré. No estaba acostumbrado a que los vampiros hablasen tanto.
—¿Por qué estás siendo tan amable?
Se puso los dedos en el pecho, levantando las cejas con un movimiento dé ejecución perfectamente estudiada como diciendo: «¿Quién?, ¿yo? ¿Por qué, señor Dresden? ¿Por qué no iba a ayudarle?».
—Es usted un vampiro.
—Sí lo soy —dijo—, pero me temo que no soy uno excesivamente bueno. —Me sonrió abiertamente y dijo—. Claro que también podría estar mintiendo.
Gruñí.
—Entonces, señor Dresden. Hay rumores que hablan de que había renunciado a la invitación de Bianca.
—Y lo había hecho.
—¿Y que le ha hecho cambiar de opinión?
—El trabajo.
—¿Trabajo? —preguntó Thomas—. ¿Ha venido por asuntos de trabajo?
Me encogí de hombros.
—Por algo parecido. —Me quité los guantes, intentando parecer despreocupado y le extendí la mano—. Gracias de nuevo.
Su cabeza se inclinó hacia un lado y frunció el ceño. Bajó la vista para mirarme la mano y después antes estrechármela, volvió a mirarme pensativamente.
Hubo un leve parpadeo del aura a su alrededor. Sentí como se movía y se acercaba a mi piel como si fuera un viento frío y suave. Era extraño, distinto de la energía que rodeaba a un profesional humano, y no tenía nada que ver con lo que sentía cuando me acercaba a la Pesadilla.
Thomas no era mi hombre. Se debió de notar que me relajé porque sonrió y dijo.
—He pasado la prueba, ¿verdad?
—No sé de qué hablas.
—Bueno, da igual. Eres un tipo con tablas, Harry Dresden. Pero me caes bien. —Y al decir eso, él y su acompañante se dieron la vuelta avanzaron con delicadeza por todo el vestíbulo de entrada atravesando las cortinas que hacían las veces de puertas, que había al fondo.
Miré como se iban.
—¿Algo? —preguntó Michael.
—En términos relativos —dije— está limpio. Debe de ser algún otro.
—Parece que vas a tener la oportunidad de estrechar alguna mano que otra —dijo Michael.
—Sí ¿Estás preparado?
—Dios mediante —dijo Michael.
Ambos pasamos por el vestíbulo y al pasar por la entrada tapada con cortinas llegamos a la central de las fiestas de vampiros.
Estábamos de pie sobre una cubierta de hormigón, sobreelevada a treinta metros del resto del enorme patio exterior. La música procedía de abajo. La gente se arremolinaba en el patio formando una maraña difusa de color y movimiento, parloteo y disfraces como si fuera una pintura impresionista. Había globos encendidos sobre soportes de alambre, que le conferían al lugar el ambiente místico que dan las antorchas. Un escenario, enfrente de la entrada en la que estábamos, se alzaba varios metros en el aire, era como una silla que tenía un aspecto sospechoso de trono.
Acababa de empezar a percibir los detalles cuando una luz blanca brillante me cegó y tuve que levantar una mano para protegerme los ojos. La música bajó un poco y el parloteo de la gente también se redujo un poco. Obviamente, Michael y yo nos habíamos convertido en el centro de atención.
Un sirviente dio un paso adelante y preguntó con toda tranquilidad.
—¿Me podría dar la invitación, señor? —Se la di y al instante escuché la misma voz que por un sistema de megafonía de andar por casa decía:
—Señoras y señores de la corte. Tengo el gusto de presentarles a Harry Dresden, mago del Consejo Blanco, y mi invitado.
Bajé las manos y las voces se acallaron completamente. Un par de focos que salían de cada lado del trono que teníamos enfrente me iluminaron.
Encogí los hombros para conseguir que mi capa cayera del todo, el forro rojo hecho jirones brillaba frente al algodón negro exterior. El cuello subió un poco más por ambos lados. El foco iluminó el medallón de plástico pintado de color oro que llevaba en la garganta. El esmoquin de color azul pastel gastado que llevaba debajo podía perfectamente haber sido utilizado en un baile del colegio de alguien en los años setenta. Los criados de la fiesta tenían mejores esmóquines que yo.
Me aseguré de reírme, para que pudieran ver las fauces de plástico barato. Supongo que los focos debieron de hacer que mi cara pareciera de un blanco fantasmagórico, especialmente con el maquillaje de payaso que me había puesto. Debía resaltar la sangre de pega que me caía por las comisuras de la boca.
Levanté una mano enguantada y dije, como arrastrando las palabras entre las fauces:
—Hola. ¿Cómo estáis?
Mis palabras resonaron en aquel silencio sepulcral.
—Todavía no me creo —dijo Michael en voz baja— que vinieras a la fiesta de disfraces disfrazado de vampiro.
—No de un vampiro cualquiera —dije—, de un vampiro cutre. ¿Crees que lo han entendido? —Conseguí mirar pasadas las luces y distinguí a Thomas y Justine a los pies de la escalera. Thomas estaba mirando por el patio sin esconder su alegría, y después me sonrió y me hizo la señal de la victoria con el dedo.
—Creo —dijo Michael—, que acabas de insultar a todo el mundo.
—Estoy aquí para encontrar a un monstruo, no para ser amable con ellos. Además, para empezar, no me apetecía venir a esta fiesta absurda.
—Da igual. Creo que les has fastidiado.
—¿Fastidiado? Venga ya, ¿Cuánto les ha podido molestar? Fastidiados.
Desde el patio que había abajo subían distintos sonidos. Unos cuantos silbidos. El sonido del acero que se produce al desenfundar algunos cuchillos. O puede que fueran espadas. El nervioso clic-clac de alguien con una semiautomàtica intentando sacarla.
Michael se encogió de hombros en su capa y noté, más que verlo, que ponía la mano en la empuñadura de uno de sus cuchillos.
—Creo que estamos a punto de descubrirlo.