Capítulo 7

Michael tenía la barbilla entre las manos y suspiraba.

—No puedo creer que estemos en la cárcel.

—Por alterar el orden —resoplé, caminando por la celda en la que estábamos—, por entrar en una propiedad sin permiso, ¡ja! Si no hubiéramos aparecido, habrían sabido lo que es alterar el orden. —Me saqué un puñado de multas del bolsillo de mi pantalón—. Mira esto. Por correr, por hacer caso omiso de las señales de tráfico, por realizar maniobras peligrosas e imprudentes con un vehículo. Y la mejor, por aparcar de forma ilegal. ¡Voy a perder el carné!

—No puedes culparles, Harry. No puedes explicar lo ocurrido en términos que ellos entiendan.

La frustración que sentí me empujó a dar una patada a los barrotes. El dolor me subió por la pierna e inmediatamente lamenté haberlo hecho porque cuando me procesaron me habían quitado las botas. Aparte de que me dolían las costillas, las heridas que tenía en la cabeza y los dedos que los tenía rígidos, esto ya era demasiado. Me senté en el banco que estaba junto a Michael y suspiré.

—Estoy ya un poco harto de esto —dije—. La gente como tú y yo soporta cosas con las que esos bromistas —hice un gesto abarcando todo— nunca soñarían. No nos pagan por ello, y encima casi no nos dan las gracias.

El tono de Michael era sereno, filosófico.

—Es la naturaleza de la bestia, Harry.

—No me importa demasiado. Odio cuando ocurre algo así. —Me levanté, otra vez con sensación de fracaso, y empecé a pasear por el interior de la celda—. Lo que realmente me da rabia es que todavía no sabemos por que estaba tan nervioso el espíritu. Esto es fuerte, Michael. Si no conseguimos detener a quien esté causando todo esto…

—A quien lo está provocando.

—Efectivamente, el responsable de todo esto, el que sabe lo que podría ocurrir.

Michael esbozó una sonrisa a medias.

—El Señor nunca pondrá sobre tus hombros una carga mayor de la que puedas soportar, Harry. Lo único que podemos hacer es afrontar lo que viene y tener fe.

Le eché una mirada esquiva.

—Entonces, los hombros tienen que ensancharse. Alguien en contabilidad debe de haber cometido un error.

Michael dejó escapar una cálida y sonora sonrisa, y movió la cabeza, después se tumbó en el banco y cruzó los brazos poniendo la cabeza encima.

—Hicimos lo que había que hacer, ¿no es bastante?

Pensé en todos esos bebés, gimoteando y emitiendo sonidos lastimeros cuando las enfermeras se reunieron en torno a ellos, y los llevaron con sus madres. Uno, un pequeño gordito, había soltado un enorme eructo y se había quedado dormido en el hombro de la enfermera. En total, eran una docena de pequeñas vidas con un futuro por vivir, un futuro que podría haber terminado de repente si no hubiéramos intervenido.

Noté que, por las comisuras de mis labios, esbozaba una pequeña sonrisa, y una nimia sensación de satisfacción que mi indignación no había conseguido borrar. Me aparté de Michael para que no me viera sonreír, y me obligué a mí mismo a parecer resignado.

—¿Es suficiente? Supongo que va a tener a tener que serlo.

Michael volvió a sonreír. Le miré con el ceño fruncido y eso no consiguió más que una sonrisa de felicidad, así que dejé de intentarlo y me apoyé en los barrotes.

—¿Cuánto tiempo crees que va a pasar hasta que podamos salir de aquí?

—Yo nunca había estado antes en la cárcel —dijo Michael—. Probablemente tú tengas más elementos de juicio.

—Eh —protesté—. ¿Qué se supone que quieres decir con eso?

La sonrisa de Michael se difuminó.

—A Charity —predijo— no le va a hacer demasiada gracia.

Me estremecí. La mujer de Michael.

—Sí, bueno. Lo único que podemos hacer es afrontar lo que venga y tener fe. ¿No?

Michael gruñó poniendo mala cara.

—Rezaré una oración a san Judas Tadeo.

Recliné la cabeza contra los barrotes y cerré los ojos. Me dolían zonas que ni siquiera sabía que podían doler. Podría haberme quedado dormido allí mismo.

—Lo único que quiero —dije— es irme a casa, lavarme e irme a dormir.

Más o menos una hora después, apareció un oficial uniformado y abrió la puerta. Nos informó de que nos habían concedido la libertad porque alguien había pagado una fianza. Sentí una sensación desagradable en el estómago. Michael y yo salimos de la zona de espera a la sala de espera adyacente.

Nos estaba esperando una mujer con un vestido holgado y una gruesa chaqueta de punto que estaría en su séptimo u octavo mes de embarazo, con los brazos cruzados encima de la tripa. Era alta, tenía un maravilloso pelo rubio dorado como la seda, que le caía hasta la cintura como una cortina, sus rasgos eran fascinantes, no correspondían a la edad que tenía, y tenía los ojos oscuros que ardían con un enfado contenido.

—Michael Joseph Patrick Carpenter —espetó mientras se dirigía hacia nosotros. Bueno, en realidad caminaba balanceándose, pero el conjunto de sus hombros y su expresión de absoluta resolución hacían que pareciese que nos estaba acechando—. Eres un desastre. Esto es lo que pasa cuando te juntas con malas compañías.

—Hola, ángel mío —dijo Michael, y se inclinó para darle a la mujer un beso en la mejilla.

Ella lo aceptó con la encantadora tolerancia de un dragón de Komodo.

—No me saludes llamándome cariño. ¿Tú sabes lo que me ha costado encontrar una niñera, llegar hasta aquí, conseguir el dinero y después conseguir que te devolvieran la espada?

—Hola, Charity —dije con alegría—. Oye, yo también me alegro de verte. Cuánto ha pasado desde que hablamos la última vez, ¿tres o cuatro años?

—Cinco años, señor Dresden —dijo la mujer, echándome una miradita—. Y si Dios lo quiere, pasarán cinco más antes de volver a soportar su idiotez.

—Pero yo…

Me empujó con su vientre hinchado como un ariete en una guerra griega.

—Cada vez que apareces, metes a Michael en algún lío. ¡Y esta vez, la consecuencia ha sido acabar en la cárcel! ¿Qué van a pensar los niños?

—Verás, Charity, era realmente import…

—¡Señora Carpenter, por favor! —gruñó—. Señor Dresden, siempre se trata de algo muy importante. Bueno, mi marido ha estado haciendo cosas importantes sin lo que yo dudosamente denomino su «ayuda». Pero solo regresa a casa cubierto de sangre cuando está usted implicado.

—Eh —protesté—. ¡Qué yo también he resultado herido!

—Vale —dijo—. Puede que esto le haga más prudente en el futuro.

Miré a la mujer frunciendo el ceño.

—Ya se lo haré saber…

Me agarró por la pechera de la camisa y tiró de mí para colocar mi cara frente a la suya. Era sorprendentemente fuerte, y podía mirarme fijamente sin mirarme a los ojos de forma directa.

—Yo seré quien le haga saber a usted —dijo con dureza— que si alguna vez mete a Michael en problemas de una envergadura tal que le impidan volver a casa con su familia, haré que lo lamente.

Por un instante, sus ojos brillaron, llenos de lágrimas que no tenían nada que ver con un gesto de debilidad, y la emoción le hizo estremecerse. Debo admitir, que en ese momento, con esa peculiar forma de caminar por el embarazo, su amenaza me asustó.

Al final me soltó y se giró hacia su marido, tocándole con suavidad una costra de la cara. Michael la abrazó y con un pequeño gemido, ella le abrazó también, enterrando la cara en su pecho y llorando en silencio. Michael la tenía abrazada con mucho cuidado, como si tuviera miedo de romperla, y acarició su pelo.

Me quedé allí durante un segundo como un bobo. Michael levantó la vista para mirarme y por un instante nuestras miradas se cruzaron. En ese momento se dio la vuelta, cogió a su mujer bajo uno de sus brazos y se marcharon.

Yo les observé a los dos un instante, caminando uno al lado del otro, mientras yo me quedaba ahí solo. Entonces me metí las manos en los bolsillos y me fui. Hasta ahora, nunca me había dado cuenta de lo bien que encajaban el uno con el otro, Michael con esa fortaleza tranquila y su constante fidelidad, y Charity con su ardorosa pasión y la inquebrantable lealtad a su marido.

Ese tema del matrimonio. Algunas veces pienso en ello y me siento como alguno de los personajes de una novela de Dickens, que en medio de una noche fría contempla una cena de Navidad. En realidad, a mí nunca me han funcionado las relaciones. Creo que en parte, es debido a los demonios, los fantasmas y el sacrificio humano.

Mientras reflexionaba, sentí su presencia antes de que pudiera oler su perfume, una calidez y energía que la rodeaban que había aprendido a reconocer durante el tiempo que habíamos pasado juntos. Susan se paró en la puerta de la sala de espera, mirando por encima de su hombro. La observé, nunca me cansaba de hacerlo. Susan tenía la piel oscura, más tostada porque el fin de semana anterior había estado en la playa, y el pelo negro como el azabache con un buen corte que le llegaba a los hombros. Era delgada pero tenía las curvas suficientes como para que el oficial que estaba detrás del mostrador desviara la vista para mirarla. Allí estaba con su pequeña y coqueta falda y su top que dejaba la tripa al aire. Mi llamada de teléfono la cogió justo cuando salía para ir a nuestra cita.

Se dio la vuelta hacia mí y sonrió, sus ojos de color chocolate denotaban preocupación, pero al mismo tiempo calidez. Inclinó la cabeza para mirar el pasillo que tenía a su espalda por el que Michael y Charity se habían ido.

—Son una pareja maravillosa, ¿verdad?

Intenté devolver la sonrisa pero no era fácil.

—Tuvieron un buen comienzo.

Los ojos de Susan se fijaron en mi cara, en las heridas que tenía y la preocupación se hizo más evidente en sus ojos.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

—La rescató de un dragón que echaba fuego —me dirigí hacia ella.

—Suena bien —dijo, y se reunió conmigo a mitad de camino, dándome un largo y amable abrazo que hizo que me dolieran las costillas por los hematomas—. ¿Estás bien?

—Sí.

—Más encontronazos con fantasmas acompañado de Michael. Cuéntame algo sobre él.

—Extraoficialmente. La publicidad podría hacerle daño porque tiene hijos.

Susan frunció el ceño pero asintió.

—De acuerdo —dijo en un tono melodramático—. Bueno, ¿qué es? ¿Algún tipo de soldado eterno? ¿Puede que sea un caballero de la corte del rey Arturo que está dormido y despierta en esta terrible época para luchar contra las fuerzas del mal?

—Por lo que yo sé, es carpintero.

Susan me miró arqueando una ceja.

—Un carpintero que lucha contra los fantasmas. ¿Es que tiene un arma mágica o algo así?

Intenté no sonreír porque me dolían los músculos de las comisuras de la boca.

—No exactamente. Es un hombre honrado.

—A mí me parece bastante majo.

—No, no es que sea superior moralmente hablando, es honrado. Es todo a la vez. Es honesto, leal, y fiel. Se identifica con sus ideales y eso le confiere poder.

Susan frunció el ceño.

—Parecía bastante normal. Esperaba… no estoy segura, algo. Una actitud distinta.

—Eso es porque también es humilde —dije—. Si le preguntaras si es honesto, se reiría. Supongo que es algo intrínseco. Nunca he conocido a nadie como él. Es un buen hombre.

Arrugó la boca.

—¿Y la espada?

Amoracchius —añadí.

—Le ha puesto nombre a su espada. ¡Qué freudiano por su parte! Pero su mujer casi coge al empleado por el gaznate para recuperarla.

—Para él es importante —dije—. Cree que es una de las tres armas que Dios entregó a la humanidad. Tres espadas. Cada una de las cuales tiene un clavo que se supone pertenece a la cruz que está labrada en ella. Solo los honrados pueden empuñarlas. Los que se hacen llamar los caballeros de la Cruz. Otros los llaman los caballeros de la Espada.

Susan frunció el ceño.

—¿La Cruz? —dijo—. ¿Cómo en la crucifixión, con C mayúscula?

Me encogí de hombros, me sentía incómodo.

—¿Cómo podría saberlo? Michael lo cree. Ese tipo de creencia es un poder en sí mismo. Puede que eso sea suficiente. —Tomé aliento y cambié de tema—. Bueno, se incautaron de mi coche. Tuve que correr y a la policía del distrito de Chicago no le gustó.

Sus ojos oscuros brillaron.

—¿Algo que merezca la pena para escribir una historia?

Me reí, cansado.

—¿Nunca te rindes?

—Tengo que ganarme la vida —dijo, y mientras salía, a mi lado, se tropezó, deslizando su brazo a través del mío.

—Puede que mañana. Solo quiero volver a casa y dormir un poco.

—Supongo que no se trata de ninguna cita. —Me sonrió pero yo noté que había tensión en su expresión.

—Lo siento. Yo…

—Lo sé —suspiró. Reduje el paso un poco y ella aceleró, aunque ninguno de nosotros se desplazaba con rapidez—. Harry, sé que lo que estás haciendo es importante pero es que algunas veces deseo que… —Se calló y frunció el ceño.

—El qué…

—Nada. De verdad. Es egoísta.

—El qué… —repetí. Cogí su mano con mis dedos llenos de hematomas y la apreté suavemente.

Firmó, y se paró en el vestíbulo, volviendo la cara hacia mí. Me cogió las dos manos y no miré cuando dijo:

—Solo me gustaría que yo pudiera ser tan importante para ti, también.

Sentí una punzada incómoda en medio del esternón. ¡Ay! Es que literalmente, duele escuchar eso.

—Susan —tartamudeé—. Oye, no pienses nunca que no eres importante para mí.

—Ah —dijo, sin levantar la vista todavía—. No es eso. Como ya te he dicho, solo es egoísmo. Lo superaré.

—Es que no quiero que te sientas… —fruncí el ceño y tomé aliento—. No quiero que pienses que no… Lo que quiero decir es que yo… —Te quiero. Debería haber sido más fácil de decir. Sin embargo, las palabras dolieron al pasar por mi garganta. Nunca se las había dicho a nadie a quien no hubiera perdido después y cada vez que le decía a mi boca que las articulase, algo ocurría que lo impedía.

Susan me miró, parpadeando. Levantó una mano y tocó la venda que llevaba en la frente, sus dedos eran ligeros, suaves, cálidos. El pasillo estaba en silencio absoluto. Me quedé mirándola fijamente como un tonto.

Al final, me incliné y la besé, con fuerza, como si estuviera intentando que mis palabras salieran de mi inútil boca a la suya. No sé si lo entendió pero se fundió conmigo, todo era calidez, la tensión se disipó, olía como a canela, sentí la dulzura de sus labios que se fundían con los míos. Una de mis manos se desvió hacia la zona baja de su espalda, a las suaves protuberancias que formaban los músculos redondos que tenía a cada lado de la columna, y la acerqué a mí un poco más.

Unos pasos que se oyeron en otra dirección hicieron que ambos sonriéramos y dejáramos de besarnos. Era una mujer policía, sus labios se retorcieron haciendo una pequeña mueca, y sentí que mis mejillas se ponían rojas.

Susan me quitó la mano de la espalda, inclinando la boca para darme un suave beso en mis dedos amoratados.

—No creas que te vas a ir así de fácil, Harry Dresden —dijo—. Voy a conseguir que hables a toda costa. —Pero no volvió a insistir y juntos pedimos que nos dieran mi bastón y nos fuimos.

En el camino de vuelta a casa me quedé dormido, pero me desperté cuando el coche pasó por la grava del aparcamiento junto a las escaleras de piedra que daban a mi guarida, en el sótano de una antigua pensión. Salimos del coche y me estiré, contemplando la noche de verano con el ceño fruncido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Susan.

Mister —dije—. Es que normalmente viene corriendo enseguida a verme cuando llego a casa. Me fui esta mañana muy pronto.

—Es un gato, Harry —dijo Susan sonriéndome—. Puede que tenga una cita.

—¿Y si le ha atropellado un coche? ¿Y si le ha cogido un perro?

Susan soltó una carcajada y vino hacia mí. Mi libido notó la inclinación de sus caderas bajo su pequeña falda con tal interés que hizo que mis doloridos músculos se encogieran.

—Es tan grande como un caballo, Harry. Pobre del perro que intente meterse con él.

Busqué en el coche mi bastón y mi varita y después la abracé con un solo brazo. La calidez de Susan detrás de mí, el aroma de canela que desprendía su pelo, me parecieron un final fantástico para un largo día. Pero el que Mister no viniera corriendo a recibirme y se lanzara a mis espinillas para saludarme, no me hacía sentirme bien. Eso debería haber sido una señal de aviso. Aduciría cansancio, dolor y distracción sexual. Sentí un fuerte estremecimiento al notar como una onda de energía fría se estrellaba contra mi cara junto con una forma fantasmagórica que subía por los escalones que daban a mi apartamento. Me quedé inmóvil y di un paso atrás, y entonces vi otra forma silenciosa que subía por la pared de la pensión y empezaba a andar hacia nosotros. Se me puso la carne de gallina.

Susan se dio cuenta un segundo o dos después de que mi instinto de mago me avisara.

—Harry —susurró—. ¿Qué es eso? ¿Quiénes son?

—Tranquila, saca las llaves del coche —dije mientras se nos acercaban las dos formas, y como consecuencia, las ondas de energía fría aumentaban. La luz de la farola lejana se reflejaba en los ojos de la figura que estaba más cerca, que brillaban enormes y negros.

—Vamos, son vampiros.