Capítulo 6
Mi madrina contempló el infierno que la rodeaba y sonrió:
—Esto me recuerda momentos ya vividos. ¿A ti no, mi cielo? —Se inclinó con pereza y acarició la cabeza de uno de los perros que estaban a su lado.
—¿Cómo has conseguido encontrarme tan rápidamente? —pregunté.
Ella le dedicó una sonrisa benévola al perro del infierno.
—¡Mmm…! Tengo pequeños secretos, corazón. Solo quería saludar a mi ahijado al que llevaba mucho tiempo sin ver.
—Vale. Hola, me alegro de verte, tenemos que volver a vernos alguna otra vez —dije. El humo me subió por la nariz y empecé a toser—. Tenemos un poco de prisa y…
Lea sonrió, un sonido como de campanas que desentonaba un poco.
—Vosotros los mortales tenéis siempre tanta prisa. Pero Harry, si no nos hemos visto en años. —Se acercó, su cuerpo se movía con agilidad, con una gracia sensual que podría haber resultado cautivadora en otras circunstancias. Los perros se dispersaron en silencio por detrás de ella—. Deberíamos pasar más tiempo juntos.
Michael levantó su espada de nuevo y dijo, tranquilo:
—Señora, ¿nos haría el favor de quitarse de en medio?
—No me apetece —espetó de repente y con malicia. Esos labios brillantes se retrajeron dejando ver unos impresionantes y afilados caninos, y al mismo tiempo los tres fantasmagóricos perros gruñeron nerviosos. Sus ojos dorados nos miraron primero a Michael y luego a mí otra vez—. Caballero, él es mío, por derecho sanguíneo, por ley, y por que no ha cumplido su palabra. Ha llegado a un acuerdo conmigo. Usted no tiene poder sobre eso.
—¿Harry? —Michael me echó una mirada rápida—. ¿Es verdad eso que dice?
Me humedecí los labios y agarré el bastón.
—Entonces yo era mucho más joven y bastante más tonto.
—Harry, si has hecho un pacto con ella por voluntad propia, entonces tiene razón, yo puedo hacer bastante poco para detenerla.
Se derrumbó otro edificio causando un imponente estruendo. A nuestro alrededor ardían fuegos que hacían que el calor fuese bastante fuerte, de hecho era tremendamente fuerte. Hacía mucho calor. La grieta se movió y se hizo más pequeña. No nos quedaba demasiado tiempo.
—C'mon, hurry[1] —susurró Lea casi sin voz, y perdón por el juego de palabras, y de nuevo se tornó sombría—. Deja que el buen caballero del Dios Blanco escoja su camino. Y permite que yo te lleve hasta las aguas que calmarán tus dolores y aliviarán tus enfermedades.
Parecía una buena idea. Sonaba realmente bien. Su propia magia se ocupaba de eso. Sentía que mis pies se movían hacia ella con un andar pesado, lentamente.
—Dresden —dijo Michael de repente—. ¡Por Dios bendito! ¿Qué haces?
—Vete a casa, Michael —dije. Mi voz era lenta, torpe, como si estuviera bebido. Vi la boca de Lea, su suave y encantadora boca que esbozaba una sonrisita triunfal. No intenté luchar contra el atractivo de la magia. En ningún caso podría haber detenido el avance de mis pies. Lea me conocía desde hacía años, y a mi entender seguiría siendo así durante muchos más. No pude recitar una oración para recuperar el control más que durante unos pocos segundos. El aire se hizo más frío a medida que me acercaba a ella. Podía olería… su cuerpo, su pelo, como las flores salvajes y la tierra con olor a almizcle, embriagadora—. No tenemos mucho tiempo antes de que se cierre la grieta. Ve a casa.
—¡Harry! —gritó Michael.
Lea colocó su esquelética mano de largos dedos en mi mejilla. Un estremecimiento de placer me corrió por todo el cuerpo. Mi cuerpo reaccionó ante ella, indefenso y exigente a la vez, y tuve que hacer un esfuerzo para conseguir dejar de pensar en su belleza.
—Sí, mi dulce hombre —susurró, con sus ojos dorados brillantes de júbilo.
»Corazón, corazón, corazón. Ahora, deja tu varita y tu bastón.
Yo miraba levemente como mis dedos los soltaban. Cayeron al suelo causando un gran estrépito. Las llamas se acercaron más, pero yo no las sentí. La grieta brilló y se estrechó, casi se cerró. Yo cerré los ojos reuniendo todas mis fuerzas.
—¿Vas a cumplir con ese acuerdo ahora, encantador niño mortal? —murmuró Lea, desplazando sus manos por mi pecho y subiéndolas después a mis hombros.
—Iré contigo —contesté, dejando que mi voz saliese espesa, lenta. Sus ojos brillaban de alegría malvada, echó la cabeza hacia atrás y rió, dejando ver algunas partes suaves de la garganta y el pecho.
—Cuando el infierno se congele —añadí, y saqué el saquito con el polvo para fantasmas por última vez. Lo tiré todo por encima del pecho que acabo de mencionar. No hay demasiada información sobre las hadas y el uranio empobrecido pero hay mucha sobre las hadas y el hierro frío. No les gusta y el contenido en hierro de la fórmula del polvo era bastante alto.
La impecable complexión de Lea se deshizo inmediatamente formando franjas encendidas de color rojo, la piel se secaba y se resquebrajaba ante mis ojos. La risa de triunfo se transformó en un grito agónico, y me liberó, arrancándose la túnica de seda del pecho con el susto, dejando ver como su espléndido cuerpo se rompía al contacto con el hierro frío.
—Michael —grité—, ¡ahora! —Le di a mi madrina un fuerte golpe, recogí mí bastón y la varita y me lancé hacia la grieta. Escuché un gruñido, y algo me agarró un pie tirando de mí hacia el suelo. Le lancé mi bastón a uno de los perros y la madera le dio en un ojo. Rugió de rabia y los otros dos se lanzaron corriendo hacia mí.
Michael intervino y golpeó con su espada a uno de ellos. El hierro golpeó a la bestia de la madrina, y de la herida brotaron sangre y fuego blanco. El segundo se lanzó sobre Michael y hundió las fauces en su muslo, desgarrándolo y tirando de él.
Le asesté a la bestia un fuerte golpe en el cráneo, apartándola de la pierna de Michael, y comencé a tirar de mi amigo hacia la grieta que iba disipándose rápidamente. De las ruinas que ardían a nuestro alrededor aparecieron más perros corriendo.
—¡Vamos! —grité—. ¡No hay mucho tiempo!
—¡Traidor! —espetó mi madrina. Se levantó del suelo, ennegrecida y chamuscada, con su fino vestido hecho trizas alrededor de la cintura, con el cuerpo y los miembros estirados, huesuda e inhumana. Apretó los puños a los lados y el fuego del edificio que nos rodeaba pareció reducirse, como si ella lo hubiera conducido a un par de puntos ardientes de luz violeta y esmeralda—. ¡Niño ponzoñoso, traidor! ¡Eres mío porque tu madre me lo prometió! ¡Y tú también!
—¡No deberías hacer pactos con un menor! —le respondí y tiré de Michael hacia la grieta. Él se tambaleó un momento hacia la grieta abierta, y después la atravesó y desapareció volviendo al mundo real.
—¡Si no me das tu vida, pequeña serpiente, entonces tendré tu sangre! —Lea dio dos zancadas hacia donde estaba yo y extendió sus dos manos. Un rayo de fuerza esmeralda y violeta entrelazada cayó sobre mi cara.
Me eché hacia atrás, hacia la grieta y recé por que todavía estuviera abierta lo suficiente para que pudiera atravesarla. Extendí mi bastón hacia mi madrina e intenté lanzar un escudo de protección con toda la fuerza de que disponía, a pesar de que era poca. El fuego de la madrina se estrelló contra el escudo, lanzándome hacia la grieta como una paja vuela antes de un tornado. Sentí como mi bastón ardía y estalló en llamas en mi mano mientras la atravesaba.
Aparecí otra vez en el suelo de la enfermería en el hospital de Cook County, con mi abrigo de piel arrastrando entre un velo de humo que rápidamente se convirtió en una fina y desagradable capa de ectoplasma residual, mientras mi bastón ardía con un extraño fuego verde y púrpura. A mí alrededor, los bebés, en sus pequeñas cunas de cristal, gritaban con mucha energía. De la sala contigua llegaba un parloteo de voces confusas.
Entonces se cerró la grieta y de nuevo nos encontramos en el mundo real, rodeados de bebés que lloraban. Las luces fluorescentes volvieron a lucir y pudimos oír a las enfermeras que hablaban, preocupadas, desde la sala contigua. Yo apagué el fuego de mi bastón y después me senté allí, jadeando, dolorido. Nada de lo existente en el Más Allá podría haber vuelto al mundo real, pero las heridas que tenía eran muy reales.
Michael se levantó, y miró a su alrededor a los bebés, asegurándose de que todos estaban bien. Después se sentó a mi lado, se limpió la pátina de ectoplasma de una ceja y con la tela de su capa empezó a presionar los cortes profundos que supuraban, los que le había hecho el perro con sus fauces a través de los pantalones. Después me miró meditabundo, con el ceño fruncido.
—¿Qué? —le pregunté.
—Tu madrina. Escapaste de ella —dijo.
Yo me reí apenas.
—Esta vez lo he conseguido. ¿Y qué es lo que te preocupa entonces?
—Le mentiste para hacerlo.
—La engañé —le repliqué—. Es la táctica habitual con las hadas.
Él pestañeó y después usó otro trozo de su capa para limpiar la porquería del ectoplasma de su Amoracchius.
—Es que pensaba que eras un hombre honesto, Harry —dijo con cara de estar molesto—. No puedo creer que le mintieras.
Yo empecé a reírme, estaba débil, demasiado agotado para moverme.
—No puedo creer que le hayas mentido.
—Bueno, no —dijo con la voz a la defensiva—. Se supone que somos los buenos, Harry, y que no ganamos así.
Me reí un poco más y me limpié un resto de sangre de la cara.
—¡Bueno, es que lo somos!
Empezó a sonar algún tipo de alarma. Una de las enfermeras entró en la sala de observación, nos echó una mirada y salió corriendo.
—¿Sabes lo que me molesta? —pronuncié.
—¿Qué?
Dejé a un lado mi bastón chamuscado y mi varita.
—Me pregunto cómo pudo estar mi madrina en ese otro mundo, ahí mismo, nada más entrar en el mundo de la fantasía. No es un mundo pequeño. No pasaron más de cinco minutos y ya había aparecido.
Michael envainó su espada y la dejó aparte con cuidado, fuera del alcance de mi brazo. Después se desabrochó la capa haciendo un gesto de dolor.
—Sí, parece una extraña coincidencia.
Cuando llegó una patrulla de la policía del distrito de Chicago, ambos pusimos las manos en la cabeza. El oficial llevaba la chaqueta y los pantalones manchados de café. Entró de golpe en la enfermería esgrimiendo el arma. Ambos nos quedamos allí sentados con las manos en la cabeza, e hicimos todo lo que pudimos para parecer amables y no tener aspecto amenazador.
—No te preocupes —dijo Michael en voz baja—. Déjame hablar a mí.