Capítulo 5

Michael y yo descendimos por el agujero que había abierto en la realidad para entrar en el Más Allá. Me sentí como si estuviera pasando de una sauna a un despacho con aire acondicionado, salvo que no noté el cambio en mi piel sino en mis pensamientos y sentimientos y en la médula que corría por la base de mi cerebro. Estaba en un mundo distinto del nuestro.

El pequeño saco de piel de polvo para fantasmas que estaba en mi abrigo de repente incrementó su peso, haciéndome perder el equilibrio y cayendo al suelo. Solté una maldición. Lo que ocurría con el polvo para fantasmas era que era algo no real, pesado e inerte y dejaba inmóvil al mundo espiritual cuando lo tocaba. Incluso dentro de la bolsa, se había convertido en una repentina fuente de estrés en el Más Allá. Si abría aquí la bolsa, en el mundo de los espíritus, podría abrirse un agujero en el suelo. Tendría que tener cuidado. Resoplé por el esfuerzo y saqué la pequeña bolsa del bolsillo. Sentía que pesaba entre quince y veinte kilos.

Michael frunció el entrecejo mirándome las manos.

—Ya sabes, hasta ahora nunca he pensado en preguntarlo, pero ¿cuál es la composición de este polvo?

—Uranio empobrecido —le dije—. Por lo menos, ese es el ingrediente básico. Tuve que añadir un montón de cosas más. Hierro puro, albahaca, estiércol de…

—No importa —dijo—. No quiero saberlo. —Se apartó de mí, sujetando con los brazos la enorme espada. Recuperé el bastón y la varita y me puse ante él, estudiando la estructura de la zona, por así decirlo.

Esta parte del Más Allá se parecía a Chicago, a finales del siglo XIX, no, en realidad no: era la zona que habitaba el fantasma. Parecía una mezcla de recuerdos del Chicago de Agatha Hagglethorn al final de su vida. En algunas farolas había bombillas como las primeras que se hicieron y en otras había llamas centelleantes de luz de gas. De todas salían haces difusos, que no iluminaban más allá de la zona circundante. Los edificios estaban situados en ángulos relativamente desiguales unos respecto a otros, y faltaban algunas partes. Todo, las calles, las aceras, los edificios eran de madera.

—¡Madre mía! —murmuré—. No es extraño que el Chicago de verdad quedara reducido a cenizas. Este lugar es un polvorín.

Las ratas se movían por las sombras pero aparte de eso la calle estaba vacía y tranquila. La fisura que nos comunicaba con nuestro mundo se tambaleaba y temblaba, la luz fluorescente y el aire estéril del hospital se extendía por las viejas calles de Chicago. A nuestro alrededor, en el aire, se percibía el latido de unas doce vibraciones, las intensas fuerzas vitales de los niños que había en la enfermería, que llegaban hasta el Más Allá.

—¿Dónde está? —preguntó Michael en voz baja—. ¿Dónde está el fantasma?

Me di la vuelta lentamente, mirando las sombras y negué con la cabeza.

—No lo sé, pero más vale que la encontremos rápidamente. Y tenemos que echar un vistazo por aquí si podemos.

—Para intentar averiguar lo que la ha incitado —dijo Michael.

—Exacto, no sé tú, pero yo me estoy empezando a cansar un poquito de buscar todas las noches por toda la ciudad.

—¿No pudiste verla bien?

—No pude verla como debía —dije con una mueca—. Puede que le hubieran echado algún hechizo, algún tipo de magia para informarme de lo que está pasando. No tengo que estar en peligro mortal para examinarla.

—De acuerdo, siempre que no nos mate ella primero. —Michael asintió—. Pero contamos con poco tiempo, y no la veo por ninguna parte. ¿Qué tengo que hacer?

—Odio tener que decirlo —dijo—, pero creo que deberíamos…

Iba a decir: «dividámonos», pero no tuve oportunidad. Las pesadas tablas de madera de la carretera que había debajo de nosotros saltaron por los aires formando una nube mortífera de astillas. Me tapé los ojos con un brazo, protegido por la piel del abrigo, y fui tambaleándome hacia un lado y Michael hacia el otro.

—¡Mis pequeños ángeles! Mío, mío, ¡Mío! —gritó una voz que rugía delante de mi cara y pecho. Mi abrigo volaba como si fuera de gasa.

Levanté la vista para ver al fantasma, que ahora era bastante sólido y real, abriéndose paso con su brazo manco desde el callejón. La cara de Agatha era delgada y huesuda, contraída por la rabia, y el pelo le caía por los lados en una melena enmarañada, que no pegaba nada con su camisa blanca ceñida. Le faltaba el brazo desde el hombro, y la tela que había debajo estaba manchada con un líquido oscuro.

Michael se puso de pie dando un grito. Tenía un corte en una de sus mejillas, estaba sangrando y echó a correr detrás de ella con Amoracchius. El espíritu le dio un revés con el brazo que le quedaba como si no pesara más que una muñeca. Michael gruñó y salió volando, rodando por la calle de madera.

Y entonces, gruñendo y babeando, con los ojos muy abiertos por aquella locura desenfrenada, el fantasma se volvió hacia mí.

Me puse de pie y extendí mi bastón frente a mi cuerpo, una barrerá delgada entre yo y el fantasma en su territorio.

—Supongo que es demasiado tarde para mantener una conversación razonable, Agatha.

—¡Mis niños! —gritó el espíritu—. ¡Míos! ¡Míos! ¡Míos!

—Sí, eso es lo pensaba. —Suspiré. Reuní todas mis fuerzas y empecé a canalizarlas a través del bastón. La madera pálida empezó a brillar con una luz dorada y naranja, se extendía delante de mí describiendo una sombra con forma de un cuarto de cúpula.

El fantasma volvió a gritar y se lanzó contra mí a toda velocidad. Yo me levanté con rapidez y grité:

¡Reflettum! —con toda la fuerza de mis pulmones. El espíritu impactó contra mi escudo protector con la rabia de un rinoceronte tratado con esteroides. Hasta ese momento había parado balas y cosas peores con este escudo, pero eso había sido en territorio favorable, en el mundo real. Aquí en el Más Allá, el fantasma de Agatha sobrecargaba mi escudo que estalló causando un inmenso estruendo y me mandó al suelo de un golpe. Una vez más.

Clavé mi bastón chamuscado en el suelo y me quejé por el dolor que sentía mientras me levantaba. Mis temblorosos dedos estaban manchados de sangre, la piel estaba llena de hematomas y de vasos sanguíneos rotos.

Agatha estaba unos pasos más allá, temblando de rabia, o con suerte para mí, de confusión. Sobre su sombra había trozos de mi escudo de fuego que lentamente fueron apagándose. Busqué a tientas mi varita, pero se me habían dormido los dedos y se me cayó. Me incliné para recogerla, me balanceé y volví a levantarme, momento en el que vi una nube roja y puntos brillantes.

Michael rodeó al espíritu aturdido y llegó a donde estaba yo. Tenía cara de preocupación, más que de susto.

—Tranquilo, Harry, tranquilo. Dios bendito, ¿estás bien?

—Lo conseguiré —dije con voz ronca—. Hay buenas y malas noticias.

El caballero volvió a ponerse en guardia con la espada.

—Siempre he preferido las buenas noticias.

—No creo que siga teniendo interés por esos bebés.

Michael esbozó una sonrisa rápida.

—Eso son buenas noticias.

Me limpié el sudor de los ojos. Tenía la mano roja porque en algún momento debía de haberme cortado.

—Las malas noticias son que va a volver y a destrozarnos en un par de segundos.

—No quiero ser negativo pero me temo que las noticias son incluso peores —dijo Michael—. Escucha.

Le miré, e incliné la cabeza a un lado. A lo lejos, pero cada vez más fuerte, podía oír un aullido musical, evocador e inquietante, que resultaba fantasmagórico en mitad de la noche.

—¡Hostias! —musité—. Perros demoníacos, la madrina ha salido a cazar. ¿Cómo demonios nos ha encontrado tan rápido?

Michael me miró haciendo una mueca.

—Ya debía de estar cerca. ¿Cuánto tiempo tardará en venir?

—No mucho. Mi escudo hizo mucho ruido al doblarse. Se habrá guiado por el estruendo.

—Si quieres, Harry —dijo Michael— puedes irte. Yo controlaré al fantasma hasta que atravieses la grieta.

Estuve tentado. No hay muchas más cosas que me asusten más que el Más Allá y mi madrina juntos. Sin embargo, también estaba enfadado. Odio que me pongan en evidencia. Además, Michael era un amigo, y no suelo dejar que los amigos solucionen mis problemas por mí.

—No —dije—. Vamos a darnos prisa.

Michael me sonrió, y se puso en marcha, justo cuando el fantasma de Agatha deshacía los últimos retazos que quedaban de mi magia que había estado acosándola. Michael intentó asestar un golpe al fantasma con Amoracchius, pero ella era increíblemente rápida, y eludía cada golpe describiendo una elegante caída en picado. Levanté mi varita y me concentré. Dejé de escuchar el aullido de los perros demoníacos, que ahora estaban bastante más cerca, así como el ruido de cascos al galope que hicieron que mi pulso se acelerara. Borré metódicamente todo excepto al fantasma, a Michael y a la energía que canalizaba hacia la varita.

El fantasma debió de notar que estaba preparando el ataque porque se dio la vuelta y salió volando hacia mí como una bala. Su boca se abrió para gritar y pude ver los dientes recortados y afilados de sus mandíbulas, el fuego blanco y vacío de sus ojos.

¡Fuego! —grité, y en ese momento el espíritu me atacó con todas sus fuerzas. Un rayo de fuego blanco salió despedido de mi varita y atravesó las fachadas de madera. Ardieron como si estuvieran empapadas en gasolina. Yo caí rodando y el espíritu fue a por mi garganta con sus dientes. Metí el extremo de la varita en su boca y me preparé para volver a disparar, pero ella me lo quitó de las manos con un preocupante movimiento feroz, como el de un perro, y cayó. Yo le di un golpe con mi bastón torpemente y en vano. Se tiró de nuevo a mi garganta.

Le metí mi antebrazo protegido por la piel en la boca y grité:

—¡Michael! —El fantasma se lanzó con sus uñas a mi antebrazo. Lancé el polvo y la busqué a tientas furiosamente con la mano que me quedaba, intentando apartarla, pero conseguí poco más que desordenarle la ropa.

Ella consiguió agarrarme la garganta con la mano y dejarme sin respiración. Yo me retorcí e intenté escapar, pero el fantasma era mucho más fuerte y rápido que yo. Se me nubló la vista y empecé a ver estrellitas.

Michael gritó y le dio al espíritu un golpe con Amoracchius. La gran hoja le dio en la espalda, sonó como si tocara madera, lo que le obligó a arquearse hacia arriba gritando de dolor. Fue un golpe mortal. La luz blanca de la hoja tocó la carne de su espíritu y lo encendió, salían chispas de los bordes de la herida. Ella se retorció, gritando furiosa, y el movimiento hizo que la espada cayera de las manos de Michael. El fantasma en llamas se preparó para lanzarse a su garganta.

Me levanté, cogí la bolsa de polvo para fantasmas y murmurando por el esfuerzo se lo lancé a la nuca. Se oyó un ruido agudo cuando la improvisada porra la golpeó, el pesado artilugio sobre el que yo había lanzado un hechizo golpeó como un mazo en la porcelana. El fantasma se quedó inmóvil un momento, con su brutal boca abierta, y después cayó de lado.

Levanté la vista para mirar a Michael que respiraba con dificultad y me miraba fijamente.

—Harry —dijo—. ¿Has visto?

Levanté una mano para señalarme la garganta dolorida y miré a mi alrededor. Los sonidos de los aullidos de los perros y del golpeteo de los cascos habían desaparecido.

—¿Ver el qué? —pregunté.

—Mira —señaló el cuerpo del fantasma en llamas.

Miré. En mi lucha con el fantasma de Agatha, había roto la impoluta camisa blanca, y ella debía de haberse roto el vestido al golpearse con el pavimento de las aceras mientras estrangulaba a los magos. Me acerqué un poco más al cuerpo arrastrándome. Estaba ardiendo, no despedía llamas, pero Amoracchius lo estaba consumiendo poco a poco con su fuego blanco, como si fuera papel de periódico que se va curvando al quemarse. Sin embargo, el fuego no escondía a lo que Michael se refería.

Alambres. Filamentos de mordaces alambres que recorrían la carne del fantasma, por debajo de su ropa rasgada. Las púas se habían clavado en la carne aproximadamente cada cinco centímetros y su cuerpo estaba cubierto de pequeñas y atroces heridas. Hice una mueca, apartándome de la ropa que ardía poco a poco, como a impulsos. Era un único alambre que empezaba en su garganta e iba envolviendo su torso, por debajo de los brazos, dando vueltas y bajando por la pierna hasta el tobillo. En cada extremo, el alambre desaparecía en su interior.

—Cielo santo —suspiré—. No es extraño que se volviera loca.

—El alambre —preguntó Michael, poniéndose en cuclillas junto a mí—. ¿Le estaba haciendo daño al fantasma?

Asentí.

—Eso parece. Lo estaba torturando.

—¿Por qué no vimos esto en el hospital?

Negué con la cabeza.

—Sea lo que sea… no estoy seguro de que fuera visible en el mundo real. No creo que lo hubiéramos visto si no hubiéramos venido aquí.

—Dios está de nuestra parte —dijo Michael.

Me vi mis propias heridas, y después miré con el ceño fruncido los hematomas que ya se estaban formando en el brazo y la garganta de Michael.

—Si, sea lo que sea. Mira, Michael, este tipo de cosas no ocurren solas. Alguien tuvo que hacerle esto al fantasma.

—Lo cual implica —dijo Michael— que tenían una razón para querer que este fantasma hiciese daño a estos niños —su cara se ensombreció con incredulidad.

—Fuera o no fuera este su objetivo, ha hecho patente que alguien está detrás de esto que acaba de ocurrir, que ni es una cosa ni un estado concreto. Alguien está haciendo esto a los fantasmas de la zona a propósito. —Me levanté y no preste demasiada atención a mí mismo, mientras el cuerpo seguía ardiendo, al igual que los edificios que nos rodeaban. El fuego ardía con furia extendiéndose a todo lo que se alzaba en sentido vertical, y empezó a abrirse paso también por las calles y las aceras. El aire se llenaba de humo, a medida que los dominios del espíritu del Más Allá se hundían junto con sus restos.

—¡Ay! —me quejé. Esa fue toda mi protesta.

Michael cogió el mango de su espada y la sacó de las llamas, moviendo la cabeza.

—La ciudad está ardiendo.

—Gracias, Señor Obviedad.

Sonrió.

—¿Pueden herirnos las llamas?

—Sí —dije poniendo especial énfasis—, es el momento de irse.

Juntos volvimos por la grieta rápidamente. En un momento dado, Michael me apartó para que no me cayera encima de una chimenea, y tuvimos que bordear el montón de ladrillos esparcidos y las maderas ardiendo.

—Espera —dije de repente—. Espera. ¿Has oído eso?

Michael siguió moviéndose deprisa por el suelo camino de la grieta.

—¿El qué? Yo no oigo nada.

—Sí. —Tosió—. Ya no se oyen los aullidos de los perros.

Una mujer muy alta, delgada, de una belleza inhumana, surgió del humo. Su pelo, pelirrojo, caía en ondas hasta más allá de las caderas formando una cascada descontrolada, que hacía juego con su piel impecable, sus altos pómulos, unos labios exuberantes, gruesos, encarnados. Su cara parecía eternamente joven, y sus ojos dorados tenían hendiduras verticales como un gato, en lugar de pupilas. Su túnica era un vestido largo y suelto de color verde fuerte.

—Hola, hijo mío —susurró Lea, evidentemente impávida ante el humo e indiferente ante el fuego. Tres grandes sombras, como mastines surgidos de la oscuridad y el hollín, estaban acurrucadas en torno a sus pies, mirándonos con sus ojos negros fijos. Estaban entre nosotros y la grieta que nos conducía a casa.

Tragué saliva y acallé un sentimiento repentino de pánico infantil que comenzó en mi estómago y amenazaba con salirme por la garganta. Di un paso adelante entre el hada y Michael y dije, con una voz áspera.

—Hola, madrina.