Capítulo 2
Subimos por la escalera de incendios. Michael sabe como reacciono ante la tecnología, y lo último que cualquiera de nosotros querría, sería quedar atrapado en un ascensor roto mientras se pierden las vidas de unos inocentes. Michael iba el primero, con una mano en el pasamanos y la otra en la empuñadura de su espada, las piernas le temblaban sin parar.
Le seguí, resoplando. Michael se paró en la puerta y volvió la vista para mirarme, con la capa arremolinada en torno a las pantorrillas. Tardé unos segundos en llegar a su altura, jadeando.
—¿Preparado? —me preguntó.
—Hrkghngh —contesté y asentí, con la bolsa de piel todavía entre los dientes, y dejé caer una vela blanca del bolsillo de mi abrigo, junto con una caja de cerillas. Tuve que apartar la varita y el bastón para encender la vela.
Michael arrugó la nariz al oler el humo y abrió la puerta empujándola. Con la vela en una mano, y la varita y el bastón en la otra, le seguí, miraba alternativamente a la vela y a nuestro alrededor.
Lo único que pude ver fueron otras zonas del hospital. Paredes y vestíbulos limpios, montones de azulejos y de luces fluorescentes. Los largos tubos parpadeaban débilmente, como si de repente todos fuesen muy antiguos y el vestíbulo quedó iluminado solo por una luz tenue. Una silla de ruedas aparcada al lado de una puerta formaba una larga sombra que se juntaba bajo una fila de sillas de plástico de aspecto poco cómodo situadas en una intersección de pasillos. El cuarto piso era un cementerio, estaba en silencio como el fondo de un pozo. No se oía ningún ruido de televisión ni de radio. No vibraba ningún interfono ni se sentía el motor de ningún aparato de aire acondicionado. Nada.
Bajamos por un largo vestíbulo, nuestros pasos resonaban con fuerza, a pesar de los esfuerzos que hacíamos por no hacer ruido. En la pared había un cartel decorado con un payaso de plástico pintado con colores vivos en el que ponía: «Neonatología/Maternidad», y señalaba en dirección a otro vestíbulo.
Pasé delante de Michael y miré por ese pasillo. Acababa en un par de puertas batientes. Este también estaba en calma. El control de enfermería estaba vacío.
Allí las luces no parpadeaban, sencillamente no había. Estaba totalmente a oscuras. Por todas partes se veían sombras y formas difusas. Di un paso adelante, por delante de Michael, y en ese momento, la llama de mi vela quedó reducida a un puntito claro y frío de luz azul.
Solté la bolsa de la boca y me la guardé en el bolsillo.
—Michael —dije con la voz ahogada por la prisa—. Está aquí. —Me di la vuelta para que pudiera ver la luz.
Sus ojos parpadearon mirando la vela y volvió a mirar hacia la oscuridad que había al fondo.
—Ten fe, Harry. —Después se palpó el costado con su gran mano derecha y lentamente y en silencio, sacó su espada Amoracchius de la funda, lo cual a mí me pareció algo más esperanzador que sus palabras. El acero de la gran hoja pulida desprendió un brillo tenue cuando Michael dio un paso adelante para ponerse junto a mí en la oscuridad. El poder de la espada rasgó el aire, era la fe de Michael amplificada mil veces.
—¿Dónde están las enfermeras? —me preguntó en un susurro ronco.
—Supongo que habrán salido corriendo del susto —contesté también en silencio—. O puede que hayan sufrido algún tipo de encantamiento. Por lo menos se han quitado de en medio.
Miré la espada y la larga y fina punta de metal que había colocado en forma de cruz para protegerse. Quizá fuera mi imaginación pero creí ver que todavía tenía motas rojas. Llegué a la conclusión de que probablemente fueran de óxido, sí, seguro que era óxido.
Coloqué la vela en el suelo, donde siguió ardiendo con la punta bien definida, como señalando la presencia de un espíritu. Uno grande. Bob no mentía cuando dijo que el fantasma de Agatha Hagglethorn no era una sombra cualquiera.
—Atrás —le dije a Michael—. Dame un minuto.
—Si lo que te dijo el espíritu es cierto, esta criatura es peligrosa —contestó Michael—. Déjame qué vaya primero. Será más seguro.
Señalé la espada brillante con la cabeza.
—Confía en mí, un fantasma notará que la espada se acerca mucho antes de que te acerques a la puerta. Primero déjame que vea lo que puedo hacer. Si puedo encontrar al fantasma, esta competición termina antes de empezar.
No esperé a que Michael me contestase. Al contrario, cogí mi varita y el bastón con la mano izquierda y con la derecha la bolsa. Desaté el nudo sencillo que la cerraba y me adentré en la oscuridad.
Cuando llegué a las puertas batientes, empujé una de ellas lentamente para abrirla. Me quedé quieto un momento escuchando.
Oí como alguien cantaba una nana. Era la voz de una mujer. Suave. Encantadora.
—Hush little baby, don’t say a word. Mama s gonna buy you a mockingbird.
Miré hacia atrás a Michael y después me adentré en la más absoluta oscuridad. No veía nada, pero para algo soy un mago. Me acordé del pentágono que llevaba en el pecho, sobre el corazón, el amuleto dorado que había heredado de mi madre. Era una joya ya estropeada, con marcas y mellada por haber sido utilizada para cosas para las que no fue diseñada, pero aún así la llevaba. La estrella de cinco puntas que había dentro del círculo era el símbolo de mi magia, de lo que creía; encarnaba las cinco fuerzas del universo que trabajaban conjuntamente, sometidas al control humano.
Me concentré en ella y desvié hacia ella una parte de mi voluntad. El amuleto empezó a emitir una luz azul tenue y plateada, que se extendía ante mí describiendo una sutil onda, mostrándome las formas de una silla caída y un par de enfermeras que respiraban hondo. Estaban en una mesa detrás de un mostrador, desplomadas sobre sus puestos.
La relajante y tranquila nana continuó mientras observaba a las enfermeras. Un sueño producto de un encantamiento. No era nada nuevo. Estaban fuera de juego, no iban a ningún sitio, y no tenía mucho sentido gastar tiempo ni energía en intentar romper el hechizo en el que habían caído. El suave cántico siguió sonando e intenté coger una silla caída con la intención de levantarla para poder tener un lugar cómodo en el que sentarme a descansar un poco.
Me quedé inmóvil y tuve que recordarme a mí mismo que sería un idiota si me sentaba y me exponía a la influencia de una canción sobrenatural, aunque fuera por unos instantes. Magia sutil y fuerte. A pesar de saber lo que podía ocurrir, casi no había notado su efecto.
Esquivé la silla y avancé, entré en una habitación llena de perchas de las que colgaban pequeñas batas médicas de tono pastel en filas. Aquí, el cántico se hizo más fuerte, aunque aquel fantasmagórico sonido sin una clara procedencia seguía dispersándose por la habitación. Una de las paredes era poco más que una lámina de plexiglás, y detrás había una sala que parecía ser al mismo tiempo estéril y cálida.
En la habitación había una fila detrás de otra de pequeñas cunas de cristal colocadas sobre soportes con ruedas. Había minúsculos ocupantes, en cuyos dedos llevaban minúsculos mitones de hospital para tapar esas manos diminutas, y en las cabezas sin pelo llevaban gorros con pompones en las puntas, que dormían soñando con cosas propias de niños.
Paseando entre ellos, con mi luz de mago percibí el brillo que despedía quien estaba cantando.
Agatha Hagglethorn murió bastante joven. Llevaba una camisa limpia de cuello alto, como llevaban las mujeres de su condición en el Chicago del siglo XIX, y una falda larga, oscura, seria. A través de ella veía una pequeña cuna que tenía detrás, que parecía real. Era hermosa, con una belleza estática, huesuda y su mano derecha acababa alrededor de un muñón, en su muñeca izquierda.
—If that mockingbird don't sing, mama's going to buy you…
Tenía una voz cautivadora cuando cantaba. Literalmente, cantaba con tono musical, hacía girar la energía del aire de forma que acunaba a los oyentes produciéndoles una sensación de somnolencia cada vez más profunda. Si la dejaban continuar, podía hacer que tanto los niños como las enfermeras se sumieran en un sueño del que nunca despertarían, y las autoridades lo achacarían al monóxido de carbono o a algo un poco más normal que la presencia de un fantasma.
Me acerqué. Tenía suficiente polvo de fantasma para inmovilizar a Agatha y a una docena más como ella, y dejar que Michael se hiciera cargo de ella rápidamente, sin armar demasiado escándalo, mientras yo no fallara.
Me agaché, con el pequeño saco de polvo en la mano derecha sin apretarlo, y me deslicé hasta la puerta que daba a la habitación llena de bebés que estaban durmiendo. No parecía que el fantasma se hubiera dado cuenta de mi presencia, los fantasmas no son demasiado observadores. Supongo que el hecho de estar muerto te da una perspectiva de la vida totalmente distinta.
Entré en la habitación y la voz de Agatha Hagglethorn me envolvió como una droga, haciéndome parpadear y temblar. Tuve que mantenerme atento, concentrado en el poder de la magia que emanaba de mi pentágono y de su luz espectral.
—If that diamond ring don't shine…
Me humedecí los labios y observé al fantasma mientras se inclinaba sobre una de las cunas que estaba balanceándose. Sonrió, con los ojos llenos de ternura y le susurró la canción al bebé.
El bebé exhaló un minúsculo aliento, con los ojos cerrados por el sueño y no aspiró.
—Hush little baby…
No quedaba tiempo. En un mundo perfecto me habría limitado a echar el polvo sobre el fantasma. Pero este mundo no es perfecto. Los fantasmas no se rigen por las normas de la realidad, y hasta que no reconocen que estás allí, es difícil, muy, muy difícil que los afecte. La lucha es el único medio y a pesar de ello, la única forma de conseguir que se enfrente a ti es conocer la identidad de la sombra y pronunciar su nombre en voz alta. Y en el mejor de los casos, la mayoría de los espíritus no oyen… con lo que le toca a la magia conectar directamente con el Más Allá.
Me puse de pie, con la bolsa en la mano y grité, con todas mis fuerzas.
—¡Agatha Hagglethorn!
El espíritu se sobresaltó, como si una voz lejana hubiera llegado hasta ella, y se volvió hacia mí. Sus ojos se abrieron más. De repente, la canción se interrumpió.
—¿Quién eres? —dijo—. ¿Qué haces en mi guardería?
Intenté con todas mis fuerzas recordar los detalles que Bob me había contado sobre el fantasma.
—Esta no es tu guardería, Agatha Hagglethorn. Ya han pasado más de cien años de tu muerte. No eres real, eres un fantasma, y estás muerta.
El espíritu se transformó en un ser altanero y frío.
—Debería haberlo sabido. Benson te envió, ¿verdad? Benson siempre está haciendo cosas crueles y mezquinas de este tipo, y luego dice que yo estoy loca. ¡Loca! Quiere llevarse a mi niño.
—Hace mucho que Benson Hagglethorn murió —respondí, y eché hacia atrás mi mano derecha para lanzarlo—. Eres igual que tu hijo. Estos pequeños no son tuyos ni para cantarles ni para llevártelos. —Me armé de valor para lanzarlo y comencé a echar el brazo hacia delante.
El espíritu me observó con la mirada perdida, desconcertado. Esta era la parte difícil de tratar con fantasmas tan sustanciales y peligrosos; son casi humanos. Parecían capaces de sentir emociones, de tener un cierto grado de conciencia. Los fantasmas no estaban vivos, en realidad no lo estaban, eran una huella en la piedra, un esqueleto fosilizado. Tienen la misma forma que los originales pero no lo son.
Pero cuando una mujer está en peligro, soy un imbécil. Siempre lo he sido. Es un punto débil de mi carácter, un matiz de caballerosidad de inmensas magnitudes. Vi el dolor y la soledad en la cara del fantasma de Agatha y noté que me tocaba la fibra sensible. Bajé el brazo. Quizá si tenía suerte podía hacer que se fuera hablando con ella. Los fantasmas son así. Si te enfrentas a ellos con la realidad de su situación, desaparecen.
—Lo siento, Agatha —dije—, pero no eres quien crees que eres. Eres un fantasma, un reflejo. La verdadera Agatha Hagglethorn murió hace más de cien años.
—No, no —dijo con la voz temblorosa—. Eso no es verdad.
—Es verdad —dije—. Murió la misma noche que su marido y su hijo.
—No. —El espíritu gimió, cerrando los ojos—. No, no, no, no. No quiero escuchar esto. —Empezó a cantar para sus adentros otra vez, en un tono bajo y desesperado, esta vez sin encantamiento, ya no era un acto de destrucción inconsciente. Pero la niña todavía no había aspirado, y los labios se le estaban poniendo azules.
—Escúchame, Agatha —dije, imprimiendo más fuerza en mi voz al hablar, con una buena dosis de magia para que el fantasma me pudiera oír—. Lo sé todo sobre ti. Falleciste; lo recuerdas. Tu marido te golpeó. Estabas aterrorizada de que pudiera pegar a tu hija. Y cuando ella empezó a gritar, tú le tapaste la boca con tu mano. —Me sentía como un cabrón recordando el pasado de la mujer con tanta frialdad. Fuera o no fuera un fantasma, el dolor de su cara era real.
—No lo hice —gimió Agatha—. No le hice daño.
—No querías hacerle daño —dije, haciendo uso de la información que Bob me había proporcionado—. Pero él estaba bebido y tú estabas aterrorizada, y cuando bajaste la vista, ella ya había muerto. ¿Verdad? —me humedecí los labios, y volví a mirar a la niña pequeña. Si no conseguía hacer esto con rapidez, moriría. Era raro, lo tranquila que estaba, como una pequeña muñeca de goma.
Algo, algo que recordó hizo brillar los ojos del fantasma.
—Ya lo recuerdo —dijo entre dientes—, el hacha, el hacha, el hacha. —Las proporciones de la cara del fantasma cambiaron, se alargaron, se hicieron más huesudas, más delgadas—. Cogí mi hacha, mi hacha, mi hacha y le asesté a Benson veinte golpes. —El espíritu se hizo más grande, creció y por la habitación comenzó a soplar un viento fantasmagórico que partía del fantasma, impregnado del olor a hierro y sangre.
—Ah, mierda —mascullé y me preparé para intentar coger a la niña.
—Mi ángel se ha ido —gritó el fantasma—. Benson se ha ido. Y después la mano, la mano que los mató a los dos. —Levantó el tocón de su mano al aire—. ¡Se ha ido, se ha ido, se ha ido! —Se dio la vuelta y gritó. El grito sonó como un gruñido bestial y ensordecedor que hizo vibrar las paredes de la guardería.
Me lancé hacia delante, hacia la niña que estaba sin respiración y cuando lo hice el resto de los bebés rompieron a llorar de forma aterradora. Cogí a la niña y le di un pequeño azote en las nalgas ligeramente levantadas. Asustada de repente, entreabrió los ojos, tomó aliento y rompió a llorar como el resto de sus compañeros de guardería.
—No —gritó Agatha— ¡No, no, no! ¡Te va a oír! ¡Te va a oír! —El muñón de su brazo izquierdo señaló hacia mí, y sentí el impacto tanto contra mi cuerpo como contra mi alma, como si me hubiera metido un trozo de hielo en el pecho. La fuerza del puñetazo me lanzó contra la pared como un juguete, con la fuerza suficiente para que mi bastón y la varita se estrellasen contra el suelo. Gracias a un milagro o algo parecido, agarré con fuerza mi saco de polvo para fantasmas, pero mi cabeza vibró como una campana en la que un martillo acaba de percutir, y mi cuerpo se sacudió con estremecimientos fríos.
—Michael —dije casi sin aliento, tan alto como pude, pero ya podía oír como las puertas se iban abriendo a golpes, y las pesadas botas de trabajo iban avanzando hacia mí. Intenté ponerme de pie y moví la cabeza para despejarme. El viento empezó a ser huracanado, lo que provocó que las cunas se movieran por la habitación sobre sus pequeñas ruedas, y que me picaran los ojos por lo que tuve que protegerlos con una mano. Maldita sea. El polvo sería inútil con un vendaval de esas características.
—Hush little baby, hush little baby, hush little baby.
El fantasma de Agatha volvió a inclinarse sobre la cuna del bebé y lanzó el muñón de su mano izquierda hacia la boca del niño, su carne traslúcida atravesaba la piel del bebé. La niña se estremeció y dejó de respirar, aunque seguía intentando llorar.
Grité, desafiándola sin poder articular palabra y cargué contra el espíritu. Si no podía echarle el polvo encima desde el otro lado de la habitación, al menos podía lanzar la bolsa de piel hacia su cara fantasmal e inmovilizarla desde dentro, agonizando, pero de forma indudablemente efectiva.
La cabeza de Agatha se volvió con fuerza hacia mí a medida que me acercaba y se apartó del bebé con un gruñido. El vendaval le había soltado el pelo y le caía por la cara en una melena feroz que encajaba bien con los rasgos salvajes que habían sustituido su amable expresión. Echó hacia atrás su mano izquierda, y allí apareció de repente, flotando por encima del muñón, un hacha pequeña de cabeza gruesa. Chilló y me apuntó con el hacha.
El acero del hacha del fantasma sonaba como el hierro de verdad, y la luz de Amoracchius emitió un brillo blanco. Michael deslizó sus pies por el suelo, apretando los dientes con esfuerzo y evitó que el arma del espíritu me tocara la carne.
—Dresden —dijo—. ¡El polvo!
Me abrí paso hacia delante, a través del viento, llevé mi muñeca hacia el brazo del arma de Agatha, y espolvoreé algo del polvo para fantasmas de la bolsa de piel.
Al contacto con su carne inmaterial, el polvo de fantasmas brilló con motas abrasadoras de luz roja. Agatha gritó y se echó hacia atrás, pero su brazo siguió en su sitio con tanta fuerza como si estuviera metido en cemento.
—¡Benson! —gritó Agatha—. ¡Benson! ¡Hush little baby! —Y entonces simplemente se desprendió de su brazo a la altura del hombro, y desapareció dejando allí su carne espiritual. El brazo y el hacha cayeron al suelo esparciendo de repente una gelatina clara semilíquida, los restos de carne que quedaban cuando su espíritu ya no estaba, el ectoplasma que rápidamente se evaporaría.
El vendaval cesó, aunque las luces siguieron parpadeando. Mi luz de mago blanquiazul y el brillo tenue de la espada de Michael eran las únicas fuentes de iluminación fiables que había en la habitación. Me pitaron los oídos al percibir un repentino silencio, seguido de un coro de pequeños y aterrorizados gemidos.
—¿Están bien los niños? —preguntó Michael—. ¿Adónde ha ido?
—Eso creo. El fantasma debe de haber atravesado la frontera entre los dos mundos —supuse—. Sabía que lo conseguiría.
Michael se dio la vuelta describiendo un círculo con lentitud, con la espada todavía preparada.
—Entonces ¿se ha ido?
Negué con la cabeza, mirando por la habitación.
—No lo creo —respondí, y me incliné sobre la cuna del bebé que casi se había asfixiado. El nombre que llevaba en la pulsera de la muñeca era Alison Ann Summers. Le di un golpecito en su pequeño moflete y ella se dio la vuelta hacia mi dedo, cogiéndome la punta con sus pequeños labios y acallando así sus gemidos.
—Saca el dedo de la boca de la niña —me regañó Michael—, está sucio. ¿Y ahora que hacemos?
—Vigilaré la habitación —creo—. Y después saldremos de aquí antes de que aparezca la policía y nos detenga…
Alison Ann se estremeció y dejó de respirar. Sus pequeños brazos y piernas se quedaron rígidos. Sentí como algo frío pasaba por encima de ella, escuché el zumbido lejano de la nana demencial.
«Hush little baby…»
—Michael —gritó—. Todavía está aquí. El fantasma ha llegado aquí desde el Más Allá.
—Que Dios nos proteja —dijo Michael—, Harry, tenemos que perseguirla.
El mero hecho de pensar en ello hizo que me diera un vuelco el corazón.
—No —dije—. De ninguna manera. Este es un fantasma en toda regla, Michael. No me voy a meter en su terreno y a exponerme a que me ataque.
—No tenemos opción —dijo Michael con brusquedad—. Mira.
Miré: Los niños se estaban callando, uno por uno, esos llantos comenzaron de repente a calmarse y fueron transformándose en respiraciones calmadas.
«Hush little baby…»
—Michael, nos va a destrozar. Y si no lo hace ella, lo hará mi madrina.
Michael negó con la cabeza, frunciendo el ceño.
—No, por Dios, no dejaré que eso ocurra. —Se dio la vuelta para mirarme fijamente—. Y tú tampoco, Harry Dresden. En tu corazón hay demasiada bondad para dejar que estos niños mueran.
Inseguro, le devolví la mirada. Michael había insistido en que le mirara a los ojos cuando nos conocimos por primera vez. Cuando un mago te mira a los ojos es de verdad. Puede ver tu interior, todos los secretos oscuros y los miedos escondidos en tu alma, y tú también ves los suyos. El alma de Michael me había hecho llorar. Deseé que mi alma le pareciera como a mí la suya. Pero estaba bastante seguro de que no sería así.
Se hizo el silencio. Los niños se callaron.
Cerré el saco de polvo para fantasmas y me lo metí en el bolsillo. En el Más Allá ya no valdría para nada.
Me giré hacia el bastón y la varita que se habían caído, extendí la mano, y solté:
—Ventas servitas. —El aire se movió y la varita y el bastón volaron hacia mis manos abiertas antes de desaparecer de nuevo—. De acuerdo —dije—. Voy a abrir una rendija que nos dará cinco minutos. Espero que a mi madrina no le dé tiempo a encontrarme. Si nos encontramos con alguna otra sorpresa, nos podemos dar por muertos o en mi caso, regresar aquí.
—Tienes un buen corazón, Harry Dresden —dijo Michael, con la boca abierta mientras sonreía con fuerza. Se acercó a mí—. A Dios le agradará esto.
—Sí. Pídele que mi piso no se convierta en Sodoma y Gomorra y estaremos en paz.
Michael me echó una mirada que denotaba decepción y yo le miré con mal genio. Me puso una mano en el hombro y continuó.
Después, extendí la mano, con las puntas de los dedos tomé contacto con la realidad y con todas mis fuerzas susurré.
—Aparturum. —Y abrí un hueco entre este mundo y el otro.