Capítulo 29

El miedo tiene multitud de aromas y texturas. Hay un miedo intenso y plateado que corre como un relámpago por los brazos y las piernas, y te impulsa a actuar, a moverte. Hay un miedo sombrío y pesado que viene en lingotes, y se acumula en el estómago en las horas vacías que hay entre la medianoche y la mañana, cuando todo está oscuro, tus problemas parecen mayores y todas las heridas y enfermedades cobran más importancia.

Y hay un miedo cobrizo, que es tenso como las cuerdas de un violín, que tiembla con cada nota, que seguramente no se pueda sostener durante más de un segundo, pero que continúa eternamente, la tensión previa al estruendo de los platillos, al desafío estridente de las trompetas, el amenazador ruido sordo de los timbales.

Ese es el tipo de miedo que sentí. Una tensión que me bloqueaba, terrible, me dejó el sabor de cobre de la sangre en la lengua. El miedo de las criaturas de la oscuridad que me rodeaban, de mi propia debilidad, el poder que la Pesadilla me había robado. Y el miedo por la gente que no tenía el poder que yo tenía. Por Susan, por Michael, por todos los jóvenes que había tumbados en la oscuridad, drogados y moribundos o ya muertos, demasiado estúpidos o inconscientes para haber evitado ir esa noche.

Sabía lo que estos seres podían hacerles. Eran predadores, destructores sanguinarios. Y me tenían muerto de miedo.

El miedo y el enfado siempre vienen juntos. El enfado es mi lugar oculto para evitar el miedo, el escudo y la espada que luchan contra él. Esperé a que el enfado me diese una mayor determinación, y me hiciese más duro. Esperé a la indignación y la fuerza, a sentir cómo su energía se fusionaba a mi alrededor como una nube.

Pero no llegó. Solo tuve una sensación de vacío bajo la hebilla del cinturón. Por un instante, sentí que volvían las fauces de la sombra demoníaca de mi sueño. Empecé a temblar.

Miré a mi alrededor. El gran patio estaba rodeado de setos altos, recortados en forma de cuadrados almenados, imitando los muros de los castillos. En las esquinas había árboles, recortados para que parecieran torres vigía. En el seto había pequeñas aberturas que conducían a la oscuridad de los cimientos de la casa, pero estaban cerrados con puertas de rejas de hierro. La única forma de salir de allí era por lo alto de las escaleras, donde Mavra estaba apoyada contra las puertas que llevaban a la entrada de la casa solariega. Me miró con esos ojos lechosos cadavéricos y con los labios rotos como si me estuviera dedicando una sonrisa helada.

Agarré mi bastón con ambas manos. Un bastón con forma de espada por supuesto, que era como la de Jack, el Destripador de Inglaterra, no una imitación como las que aparecen en una de esas revistas para hombres en las que anuncian lámparas de lava y punteros láser. Era de acero de verdad. Agarrarlo no me hizo sentir mucho mejor, todavía temblaba.

Me preguntareis por qué. Pues la razón era mi primera línea de defensa. El miedo se alimenta de la ignorancia. Por lo tanto, el conocimiento es un arma contra él, y la razón es la herramienta de la sabiduría. Me di la vuelta hacia delante mientras Bianca empezaba a hablar con la multitud, alguna sandez jactanciosa a la que no le prestaba atención. La razón. Los hechos.

Hecho primero: Alguien había tramado la resurrección de los muertos, el tormento de las almas inquietas. Probablemente, Mavra había sido la que había realizado la magia. La turbulencia espiritual había permitido a la Pesadilla, el fantasma que Michael y yo asesinamos, cruzar y venir a por mí.

Hecho segundo: La Pesadilla estaba por ahí para cogernos a mí y a Michael, personalmente, disparándonos a nosotros y a nuestros amigos. Mavra podía haber estado dirigiéndola y controlándola, utilizándola como un instrumento. Opcionalmente, Bianca podía haber estado recibiendo noticias de Mavra y utilizándolas ella misma. En cualquier caso, los resultados habían sido los mismos.

Hecho tercero: Estaba rodeado de monstruos, y solo contaba con una costumbre centenaria para evitar que me arrancaran el cuello. Y por ahora todo indicaba que seguía igual.

A menos que…

—¡Dios! —juré—. Odio cuando no puedo averiguar el misterio y es demasiado tarde.

Docenas de ojos ardientes se volvieron hacia mí. Susan me dio un codazo en las costillas.

—Calla, Dresden —susurró—. Estás haciendo que nos miren.

—¿Harry? —susurró Michael.

—Ese es su juego —dije en voz baja—. Es un montaje.

Michael gruñó.

—¿Qué?

—Todo esto —dije. Los hechos parecían ir encajando pero con dos horas de retraso—. Ha sido un montaje desde el principio. Los fantasmas. El demonio en forma de pesadilla. Los ataques a nuestra familia, todo.

—¿Para qué? —susurró Michael—. ¿Para qué sirve este montaje?

—Su intención desde el principio era obligarnos a venir aquí. Se está preparando para dar una lección que va a hacer historia —dije—. Tenemos que salir de aquí.

—¿Una lección de historia? —dijo Michael.

—Sí. ¿Te acuerdas de lo que hizo Vlad Tepesh en su inauguración?

—Ah, Señor —suspiró Michael—. Que Dios nos ampare.

—No lo entiendo —dijo Susan en voz baja—. ¿Qué hizo ese tío?

—Invitó a todos sus enemigos personales y políticos a una fiesta. Después los encerró y los prendió vivos. Quería empezar su mandato con notoriedad.

—Entiendo —dijo Susan—. ¿Y crees que es lo que está haciendo Bianca?

—Que Dios nos ampare —volvió a murmurar Michael.

—Me han dicho que Él ayuda a aquellos que se ayudan a sí mismos —dije—. Tenemos que salir de aquí.

La armadura de Michael crujió cuando miró a su alrededor.

—Han bloqueado las salidas.

—Lo sé. ¿De cuantos te puedes encargar tú sin la espada?

—Si solo fuera cuestión de controlarlos…

—Pero no lo es. Puede que tengamos que abrirnos paso a través de ellos.

Michael negó con la cabeza.

—No estoy seguro. Puede que dos o tres, Dios mediante.

Hice una mueca. Solo había un vampiro vigilando cada salida, pero había otras dos o tres docenas en el patio, sin mencionar a mi madrina ni a los otros invitados como Mavra.

—Vamos todos hacia esa puerta —dijo Michael, señalando una de las puertas de los setos.

Negué con la cabeza.

—Nunca lo conseguiremos.

—Tú deséalo —dijo—. Creo que yo puedo conseguirlo.

Ixnay on that upidstady anplay —dije—. Necesitamos una idea para que todos sigamos vivos.

—No, Harry. Se supone que yo debo estar entre la gente y los seres malignos de ese tipo. Incluso aunque me mataran, es mi trabajo.

—Se supone que tú tienes que tener la espada para que te sirva de ayuda. Es culpa mía que no la tengas, así que hasta que consiga recuperarla, deja ya de hacerte el mártir. No necesito cargar con la muerte de nadie más en mi conciencia —o, pensé que Charity venga a vengarse por la muerte de sus hijos—. Tiene que haber una forma de salir de esto.

—Déjame a mí —dijo Susan, tranquila, mientras comenzaba el discurso de Bianca—. No podemos irnos ahora porque sería un insulto hacia los vampiros.

—Y la excusa que esperan para reclamar una compensación instantánea.

—Compensación instantánea —dijo Susan—. ¿Qué es eso?

—Un duelo a muerte. Lo cual significa que uno de ellos me arrancaría los brazos y vería como me desangro hasta morir —dije—. Y eso con suerte.

Susan tragó saliva.

—Entiendo. ¿Y eso ocurre si nos quedamos por aquí?

—Bianca o algún otro encuentra una forma de hacer que crucemos la línea y nos da el primer golpe. Y después ellos nos matan.

—¿Y si no lanzamos el primer golpe nosotros? —preguntó Susan.

—Supongo que tendrá un plan de apoyo para hacernos desaparecer por si acaso.

—¿A nosotros? —preguntó Susan.

—Eso me temo. —Miré a Michael—. Necesitamos algo que los distraiga. Algo que haga que miren a otro lado.

Asintió y dijo.

—Puede que hagas eso mejor que yo, Harry.

Tomé aliento y miré a mi alrededor para ver lo que podía utilizar. No teníamos mucho tiempo. Bianca estaba terminando de hablar.

—Y así —dijo Bianca, cambiando su voz hábilmente—, estamos ante una nueva era de nuestra especie, la primera Corte reconocida hasta ahora en Estados Unidos. Ya no tenemos que tener miedo de la ira de nuestros enemigos. Ya no inclinaremos la cabeza dócilmente y ofreceremos nuestras gargantas a aquellos que exigen tener poder sobre nosotros. —En ese momento, sus ojos se fijaron directamente en mí—. Al final, con la fuerza de toda la Corte de nuestra parte, con la ayuda de los señores de la noche, plantaremos cara a nuestros enemigos. Y haremos que se arrodillen ante nosotros. —Su sonrisa se hizo más grande, frunció las fauces que se pusieron rojas.

Se pasó la punta de un dedo por la garganta y después levantó la sangre hasta su boca para chuparla del dedo. Se estremeció.

—Mis queridos súbditos. Esta noche, tenemos invitados entre nosotros. Invitados que han venido a presenciar nuestra ascensión al poder verdadero. Por favor, amigos míos. Ayudadme a darles la bienvenida.

Los focos giraron. Uno de ellos iluminó a nuestro pequeño grupo; yo, Michael, Susan, Thomas y Justine un poco más allá. El segundo iluminó a Mavra, en lo alto de las escaleras, destacando su fuerte y nada terrenal palidez. Un tercero a mi madrina, quien con su luz estaba deslumbrante, moviendo el pelo hacia atrás con indiferencia y lanzando una sonrisa rutilante que resonó en todo el patio. Al lado de mi madrina estaba el señor Ferro, con un cigarrillo sin encender entre los labios, el humo salía por sus senos nasales, parecía marcial e insulso con su equipo de centurión y completamente despreocupado por todo lo que estaba pasando.

De la oscuridad que se cernía a nuestro alrededor salieron aplausos apáticos y en cierta medida siniestros. Debería haber algún tipo de ley. Algo que hiciera que un aplauso tan siniestro fuera prohibido a escala global. O puede que solo estuviera nervioso. Tosí y saludé con educación.

—A la Corte Roja le gustaría aprovechar esta oportunidad para hacer obsequios a sus invitados —dijo Bianca—, para que sepan cuánto valoramos su buena voluntad. Así que sin mayor dilación, señor Ferro, ¿me haría el honor de subir aquí y aceptar este símbolo de buena voluntad por mi parte y por parte de mi Corte?

El foco siguió a Ferro mientras se acercaba. Llegó a los pies del escenario, inclinó la cabeza de forma deliberada pero superficial y subió para ponerse ante Bianca. El vampiro respondió inclinando también la cabeza e hizo un gesto con una mano. Una de las figuras con capucha detrás de ella dio un paso adelante, llevaba un pequeño barril casi tan grande como una panera. La figura lo abrió y las luces alumbraron algo que centelleaba y brillaba.

Los ojos de Ferro emitieron destellos y metió la mano en el barril, hasta la muñeca. Sus labios esbozaron una pequeña sonrisa y retiró su mano con cierto rechazo.

—Es un regalo bonito —murmuró—, sobre todo en esta época de pobreza. Gracias.

Él y Bianca intercambiaron saludos en los que ella inclinó la cabeza un poco menos que él. Ferro cerró el barril y lo cogió bajo un brazo, retirándose a un ritmo correcto antes de darse la vuelta y bajar por las escaleras.

Bianca sonrió y se colocó cara al patio.

—Thomas, de la Casa Raithe, de nuestros hermanos y hermanas de la Corte Blanca. Por favor, da un paso adelante, para que pueda entregarte el símbolo de nuestro reconocimiento.

Miré a Thomas. Dio un suspiro y me dijo.

—¿Te quedas con Justine mientras subo allí arriba?

Miré a la chica. Ella estaba mirando a Thomas con una mano en su brazo y cara de preocupación, una sonrisa entre dientes. Parecía pequeña, joven y asustada.

—Sí, claro —dije.

Extendí mi brazo con bastante rigidez. Las manos de la chica se agarraron mi antebrazo, mientras Thomas se daba la vuelta sonriendo con ganas, y caminaba con aire arrogante hacia el foco subiendo por las escaleras. Olía fenomenal, como a flores o cerezas, despedía un olor a almizcle embriagador, sensual, que provocaba distracción.

—Le odia —susurró Justine. Sus dedos me cogieron el brazo con fuerza por la manga—. Todos le odian.

Fruncí el ceño y miré a la chica. A pesar de estar preocupada era tremendamente bella, aunque su proximidad a mí lo atenuaba. Me concentré en su cara y dije:

—¿Por qué le odian?

Tragó saliva y susurró.

—Lord Raithe es el de más alta alcurnia de la Corte Blanca. Bianca le mandó la invitación. El Señor envió a Thomas en su lugar. Thomas es su hijo bastardo. De la Corte Blanca, él es el miembro de menor rango, el que está menos considerado. Su presencia aquí es un insulto para Bianca.

Me sobrepuse a la impresión que me produjo el que la chica hubiera pronunciado todas aquellas palabras juntas.

—¿Hay algún tipo de rencilla entre ellos?

Justine asintió mientras en el escenario Thomas y Bianca intercambiaban saludos. Ella le entregó un sobre, hablando demasiado bajo para que la multitud lo oyera. Él la respondió amablemente. Justine dijo.

—Soy yo, yo tengo la culpa. Bianca quería que estuviera con ella pero Thomas me encontró primero. Ella no le ha perdonado por eso. Le llama cazador furtivo.

Lo cual en cierto modo tenía sentido. Bianca había llegado donde estaba por ser la Madame de más triste fama de Chicago. Su local, el Velvet Room, ofrecía los servicios de chicas que la mayoría de los hombres solo podían soñar, y el precio era alto. Tenía suficientes asuntos turbios que esconder y también buenas conexiones políticas como para protegerse de la persecución legal sin hacer uso de ningún truco de vampiro y siempre había tenido más de lo que debía. Bianca querría a alguien como Justine, de aspecto dulce, maravillosa, inconscientemente sexi para vestirla con una falda de cuadros escoceses y una camisa blanca almidonada con…

Abajo, Harry. Madre mía.

—¿Es por eso por lo que estás con él? —le pregunté—. ¿Por qué crees que es culpa tuya que tenga enemigos?

Me miró un momento y después apartó la vista, su expresión era más de tristeza que de otra cosa.

—No lo entenderías.

—Mira. Es un vampiro. Sé que tienen poderes sobre la gente, pero podrías estar en peligro.

—No necesito que me rescaten, señor Dresden —dijo. Sus maravillosos ojos brillaron, tenía una mirada dura, de determinación—. Pero hay algo que puede hacer por mí.

Me sentí tenso y miré a la gente con precaución.

—¿Sí? ¿El qué?

—Puedes llevarnos a Thomas y a mí cuando te vayas.

—Pero vosotros aparecisteis en una limusina, ¿queréis que os lleve yo a casa?

—No sea evasivo, señor Dresden —dijo—. Sé de lo que hablabais tú y tus amigos.

Noté que los hombros me crujían por la tensión.

—Nos has oído. Tú tampoco eres humana.

—Yo soy muy humana, señor Dresden, pero leo los labios. ¿Le va a ayudar o no?

—Protegerle no es asunto mío.

Su delicada boca se comprimió formando un gesto duro.

—Yo estoy haciendo que sea asunto suyo.

Su cara se puso tan sonrosada como el vestido que no llevaba, pero se mantenía firme.

—Necesitamos amigos, señor Dresden. Si no nos ayuda, intentaré comprar el favor de Bianca vendiendo sus planes para escapar y diciendo que he oído que usted quiere matarla.

—Eso es mentira —susurré.

—Es una exageración —dijo en voz suave. Bajó los ojos—. Pero será suficiente para que ella solicite un duelo. O para obligarle a derramar sangre. Y si eso ocurre, morirán. —Tomó aliento—. No quiero que ocurra eso. Pero si no hacemos algo para protegernos, ella le matará. Y me convertirá en una de sus prostitutas.

—No dejaría que ocurriera eso —dije. Las palabras salieron de mi boca antes de tener tiempo para pasarlas por la parte de mi cerebro dedicada a pensar, pero sonaban a verdaderas. ¡Mierda!

Me miró, insegura, mordiéndose uno de los labios con los dientes.

—¿De verdad? —susurró—. Lo dices en serio ¿verdad?

Hice una mueca.

—Sí, sí, supongo que sí.

—Entonces, ¿vas a ayudarme? ¿Nos vas a ayudar?

Michael, Susan, Justine, Thomas. Hacía tiempo que necesitaba una secretaria para localizar a todos los que se supone que tenía que proteger.

—A ti, pero Thomas puede cuidarse de sí mismo.

Los ojos de Justine se llenaron de lágrimas.

—Señor Dresden, por favor. Si puedo hacer o decir algo para convencerle, yo…

—Maldita sea —dije. Michael me miró—. Maldita, maldita, maldita mujer. Malditas todas ellas. —Eso hizo que Susan me mirara—. Es un vampiro, Justine. Se está alimentando de ti. ¿Por qué ha de importarte que le pase algo?

—También es una persona, señor Dresden —dijo Justine—. Una persona que nunca ha hecho daño a nadie. ¿Por qué no iba a importarme lo que le pase?

Odio cuando una mujer me pide ayuda y yo decido hacerlo como un estúpido, sin importar las docenas de razones que tengo para no hacerlo. Odio cuando me amenazan con manó dura para que haga algo estúpido y arriesgado. Y odio cuando alguien esgrime un argumento moral y acaba ganando la partida.

Justine acababa de hacer las tres cosas, pero no podía luchar contra ella. Parecía tan dulce e indefensa…

—De acuerdo —dije, contra mí propia decisión—. De acuerdo, quédate cerca. Quieres mi protección, ¿no? Pues entonces haz lo que diga, cuando lo diga y puede que salgamos todos de aquí con vida.

Sintió un escalofrío por el cuerpo, y se pegó a mí.

—Gracias —murmuró, acariciándome el cuello con su cara de tal manera que sentí cómo me bajaba por la espalda una sensación de cosquilleo—. Gracias, señor Dresden.

Tosí, incómodo y deseché todas las ideas que se me ocurrían sobre cómo cobrarme el favor más adelante, a pesar de lo que mi impulso sexual me dictaba. Llegué a la conclusión de que probablemente el veneno del vampiro fuese la causa de la exacerbación de esos sentimientos. Seguro. Aparté suavemente a Justine y miré a Thomas mientras volvía de su visita al escenario, con un sobre en la mano.

—Bueno —lo saludé con tranquilidad cuando volvía—. Eso parece que ha ido bien.

Me puso una sonrisa bastante pálida.

—Esa… ella puede ser bastante espeluznante cuando quiere, ¿verdad?

—No dejes que te afecte —le aconsejé—. ¿Qué te ha dado?

Thomas rodeó a Justine con el brazo y ella apretó su cuerpo contra el de él como si quisiera fundirse y crear una de esas formas angelicales. Levantó el sobre y dijo.

—Un apartamento en Hawai. Y un billete para llegar esta noche en un vuelo nocturno. Sugirió que quizá me apeteciese irme de Chicago para siempre.

—Un billete —dije, y miré a Justine.

—Bueno.

—Qué amable —comenté—. Mira, Thomas. Ambos queremos salir de aquí esta noche. Solo quédate junto a mí y haz lo que te diga. ¿Vale?

Frunció un poco el ceño y después miró a Justine en tono de reproche.

—Justine, te he dicho que no…

—Tuve que hacerlo —dijo con seriedad y miedo en su rostro—. Tenía que hacer algo para ayudarte.

Tosió.

—Lo siento, señor Dresden. No quería involucrar a nadie más en mis problemas.

Me froté la nuca.

—No pasa nada. Nos podemos ayudar unos a otros.

Thomas cerró los ojos un momento y después dijo muy sencilla y abiertamente.

—Gracias.

—Vaya —dije. Miré a Bianca que estaba hablando con una de las sombras vestidas y con capucha. Los dos desaparecieron por la parte trasera del escenario mientras Bianca miraba y después volvieron, arrastrando algo cuyo extremado peso resultaba obvio. Colocaron el objeto de considerables dimensiones, escondido bajo un trapo rojo oscuro en el escenario delante de Bianca.

—Harry Dresden —susurró Bianca—. Mi viejo y estimado conocido y mago del Consejo Blanco. Por favor, dé un paso adelante para que pueda darle algo que llevo mucho tiempo deseando entregarle.

Tragué saliva y miré a Michael y a Susan.

—Vigila bien —dije—. Si intenta hacer algo, va a ser ahora, cuando estemos separados.

Puso la mano en el hombro de ella y dijo.

—Que Dios te acompañe, Harry. —La energía recorrió mi cuerpo y los vampiros que estaban más cerca se removieron incómodos y retrocedieron unos pasos. Observó que me había dado cuenta y me sonrió levemente como avergonzado.

—Tenga cuidado, señor Dresden —dijo Susan.

Moví las cejas señalándolos, señalé a Thomas y Justine y después caminé hacia delante con mi bastón en una mano; mi capa de tela barata volaba con el aire de la noche mientras subía por las escaleras del escenario. Por el rabillo del ojo me goteó un poco de sudor que seguramente hizo que el maquillaje se corriera. Sin embargo, lo ignoré al encontrarme con la mirada de Bianca cuando estuve a su altura.

Los vampiros no tienen alma. No tenía miedo a mi mirada. Y no era lo suficientemente buena para embaucarme con la suya. O por lo menos no lo era hace un par de años. Se encontró con mi mirada, firme, sus ojos oscuros y encantadores eran muy, muy profundos.

Me armé de todo el valor que puede y me concentré en la punta de su nariz respingona. Vi como sus pechos subían y bajaban de placer bajo las llamas que la cubrían y dejó escapar un susurro de satisfacción.

—Ah, Harry Dresden. Llevo toda la noche con muchas ganas de verle. Es usted un hombre muy guapo, pero tiene un aspecto totalmente ridículo.

—Gracias —dije. Nadie, excepto quizá la pareja de ayudantes vestidos en la parte de atrás del escenario podía oírnos—. ¿Qué plan tiene para matarme?

Se quedó callada un momento, pensativa y después me preguntó mientras inclinaba la cabeza en actitud formal, ante la multitud que había abajo.

—¿Se acuerda de Paula, señor Dresden?

Le devolví el gesto, pero más sardónicamente, lo justo para devolver el insulto.

—Sí, me acuerdo. Era muy bonita, educada. Realmente no la conocía demasiado.

—No. Murió una hora después de que usted entrara en mi casa.

—Sabía que terminaría así —dije.

—¿Quiere decir que tendría que haberla matado?

—No es culpa mía que perdieras el control y te la comieras, Bianca.

Sonrió, sus dientes eran de un blanco cegador.

—Ah, pero fue culpa suya, señor Dresden. Había venido a mi casa, me provocó casi hasta la locura, me obligó a ir con usted bajo amenaza de destruirme. —Se inclinó hacia delante, dejándome ver su vestido de llamas. Debajo no llevaba nada—. Ahora me toca devolverle el favor. No soy alguien a quien se pueda pisotear o dejar de lado cuando apetece. Ya no. —Se calló y dijo—: En cierta medida, le estoy agradecida. Si no hubiera tenido tantas ganas de matarle, nunca habría conseguido reunir el poder y los contactos con los que hoy cuento. Nunca me habrían ascendido a la Corte —hizo un gesto a la multitud de vampiros que había abajo en el patio, en la oscuridad—. En cierta medida todo esto es obra suya.

—Eso es mentira —dije en voz baja—. Yo no obligué a Mavra a que trabajara para ti. No fui yo el motivo de que le ordenaras que torturara a esos pobres fantasmas, agitara el Más Allá y trajera al demonio de Kravos para enviarle a perseguir a un grupo de inocentes mientras intentaba cogerme a mí.

Sonrió de forma más profunda.

—¿Es eso lo que cree que pasó? Ah, mi señor Dresden. Le espera una sorpresa desagradable.

El enfado hizo que levantara la vista y le mirase a los ojos, me dio la fuerza para no dejarme arrastrar, no debía cometer ningún error. Ella se había fortalecido en los dos últimos años.

—¿No podemos acabar esto?

—Todo lo que merece la pena hay que hacerlo despacio —murmuró, pero estiró una mano y tiró del trapo rojo oscuro, destapando lo que allí había—. Para usted, señor Dresden, con cariño.

El trapo cayó y se vio una lápida de mármol blanco, en cuyo centro había un pentágono dorado. Las letras en mayúscula grabadas encima del pentágono decían: «Aquí yace Harry Dresden». Y debajo estaba escrito: «Murió haciendo el bien». En el lateral de la tumba había un sobre pegado.

—¿Le gusta? —susurró Bianca—. Encaja perfectamente con Graceland, cerca de su querida pequeña Inez. Estoy seguro de que tendrá muchas cosas que hablar con ella, cuando llegue el momento, por supuesto.

Miré a la tumba y luego a ella.

—Adelante —dije—. Le toca mover pieza.

Se rió, fue un sonido fuerte que rebotó en la multitud que había abajo.

—Ah, señor Dresden —dijo bajando el tono de voz—. No lo entiende, ¿verdad? No puedo acabar con usted de forma descarada, a pesar de lo que me ha hecho, pero puedo defenderme. Puedo esperar mientras mis invitados se defienden, puedo ver como muere. Y si las cosas se ponen muy feas, y mueren unos cuantos más aparte de usted, de eso no me pueden acusar.

—Thomas —dije.

—Y su pequeña prostituta. Y el caballero y su amiga la periodista. Voy a disfrutar el resto de la tarde, Harry.

—Mis amigos me llaman Harry, pero usted no —dije.

Sonrió y dijo.

—La venganza es como el sexo, señor Dresden. Es mejor cuando llega lento, tranquilo, hasta que parece inexorable.

—Usted sabe lo que dicen sobre la venganza. Espero que tenga una segunda tumba, Bianca. La suya.

Mis palabras le dolieron y se puso rígida. Entonces. Hizo una señal a los ayudantes para que levantaran mi tumba con sus manos enguantadas y se la llevaran.

—Haré que la lleven a Graceland, señor Dresden. Le prepararán la cama para antes de que amanezca. —Movió su muñeca hacia mí, una despedida maleducada.

Incliné la cabeza, fue un movimiento frío.

—Ya nos veremos —¿qué tal esa respuesta como réplica? Después me giré y bajé las escaleras, las piernas me temblaban un poco y tenía la espalda rígida.

—Harry —dijo Michael y se acercó—. ¿Qué ha pasado?

Levanté la mano y negué con la cabeza intentando pensar. La trampa se estaba cerrando en torno a mí. Podía notarlo. Pero si podía averiguar cuál era el plan de Bianca, podría pensar cómo salir de allí delante de ella.

Confié en Michael y los demás para que vigilaran si las cosas se ponían mal mientras reflexionaba, intenté pensar con la lógica de Bianca. Mi madrina llegó volando ante la oferta de Bianca, y yo me detuve un momento, para mirar el escenario.

Bianca le regaló una caja negra pequeña. Lea la abrió y un temblor lento le corrió por todo el cuerpo, hizo que su pelo de llamas rojas se moviera y brillara. Mi madrina la volvió a cerrar y dijo:

—Un regalo magnífico. Por suerte, como es costumbre entre nosotros, he traído un regalo de igual valía para ti.

Lea hizo una seña al ayudante de que se acercara y le dio una caja grande y larga. La abrió y se la enseñó un momento a Bianca y después se dio la vuelta enseñándosela a la Corte allí reunida.

Amoracchius. La espada de Michael. Brillaba en la caja oscura y reflejaba la luz rojiza con un resplandor plateado puro. Michael se puso rígido delante de mí, sofocando un grito.

De los vampiros y las diversas criaturas reunidas surgió un murmullo que denotaba que también habían reconocido la espada. Lea disfrutó de ella un momento, hasta que cerró la caja y se la dio a Bianca. Bianca se la colocó en su regazo y me miró sonriendo y pensé que también a Michael.

—Un buen regalo en respuesta al mío —dijo Bianca—. Se lo agradezco, señora Leanandsidhe. Permita que se acerque Mavra del Consejo Negro.

Mi madrina se retiró. Mavra salió de la oscuridad hacia el escenario.

—Mavra, has sido el invitado más elegante y honorable que ha venido a mi casa —dijo Bianca—. Y confío en que te hayan tratado con justicia y equidad.

Mavra se inclinó ante Bianca, en silencio, sus ojos legañosos brillaban mientras miraba a Michael.

—Ah, Dios —susurré—. Hija de puta.

—No lo decía en serió, Señor —dijo Michael—. ¿Harry? ¿Qué has querido decir?

Apreté los dientes parpadeando mientras miraba alrededor. Todos estaban mirándome, todos los vampiros, el señor Ferro, todos. Todos sabían lo que iba a ocurrir.

—La lápida. Estaba escrito en mi maldita tumba.

Bianca comprobó como todo se iba a cumplir según sus predicciones, todavía sonriendo.

—Entonces por favor, Mavra, acepta estos símbolos sin importancia de mi buena voluntad, y con ellos mis esperanzas de que la venganza y la prosperidad te pertenecerán a ti y a los tuyos. —Le ofreció la caja con la espada y Mavra aceptó. Bianca señaló el fondo y los ayudantes trajeron otro paquete tapado.

Los ayudantes quitaron la tapa… Lydia. Le habían cortado su pelo oscuro despeinado y tenía un corte elegante, llevaba un vestido y unos pantalones cortos de lycra negra que marcaban las caderas, la belleza de sus miembros pálidos. Sus ojos brillaban con las luces, vidriosos y drogados e iba arrastrándose sin poderlo evitar entre los ayudantes.

—Dios mío —dijo Susan—. ¿Qué van a hacer con esta chica?

Mavra se dio la vuelta hacia Lydia buscando en la caja mientras decía.

—Cielo —bramó con su sibilante voz. Sus ojos se fijaron otra vez en Michael—. Ahora vamos a abrir mi regalo. Puede manchar un poco el acero pero estoy segura de que lo superaré.

Michael suspiró de repente.

—¿Qué está ocurriendo? —dijo Susan.

—La sangre de los inocentes —gruñó—. La espada es vulnerable y quiere dejarla sin poder. Harry, no podemos permitirlo.

A mi alrededor, los vampiros dejaron caer sus copas de vino, se quitaron las chaquetas, y dejaron ver sus fauces manchadas de rojo mientras me sonreían. Bianca empezó a reírse desde allí arriba mientras Mavra abría la caja y sacaba a Amoracchius. Cuando la tocó el vampiro, parecía casi como si la espada emitiera un ruido, como quejándose, pero Mavra solo la miró con aire despectivo al levantarla.

Thomas se acercó a nosotros, poniendo a Justine detrás de él mientras sacaba su espada.

—Dresden —susurró—. No seas tonto. Solo es una vida, la de una niña y una espada contra la de todos nosotros. Si actúas ahora, nos condenas a todos.

—¿Harry? —preguntó Susan con voz temblorosa.

Michael también se dio la vuelta para mirarme con cara seria.

—Fe. Dresden. No está todo perdido.

A mí todo me parecía perdido. Pero no tenía que hacer nada, ni mover un dedo. Lo único que tenía que hacer, para salir de allí con vida, era quedarme sentado tranquilo. No hacer nada. Estar allí de pie viendo cómo asesinaban a una chica que había venido a verme hacía unos días pidiéndome protección. No hacer caso de sus gritos mientras Mavra la asesinaba. Dejar que los monstruos destrozaran uno de los mejores bastiones que tenían ante sí. Dejar que Michael muriera, solicitar la protección de las leyes de la hospitalidad para Susan e irme.

Michael me miró asintiendo, sacó ambos cuchillos y se giró hacia el escenario.

Cerré los ojos. Dios, perdóname lo que voy a hacer.

Agarré el hombro de Michael antes de empezar a andar. Entonces saqué la espada de la funda, sujetándola con la mano izquierda, dándole la vuelta mientras reunía todas mis fuerzas y las enviaba por la empuñadura del bastón, haciendo que se encendiera una luz blanquiazul que iluminó las runas grabadas.

Michael me miró con un gesto de lucha y se colocó a mi izquierda. Thomas me miró y susurró:

—Estamos muertos —pero se colocó a mi izquierda con una espada cristalina brillando en su mano. Los vampiros emitieron un aullido, un ruido repentino que era ensordecedor. Mavra desvió la vista hacia nosotros, volviendo a recoger la noche con los dedos de la mano que tenía libre. Bianca se levantó lentamente, con los ojos oscuros brillantes por el triunfo. A un lado, Lea puso su mano sobre el brazo del señor Ferro, frunciendo el ceño débilmente.

Mavra susurró, levantando a Amoracchius en lo alto.

—¿Harry? —preguntó Susan. Su mano temblorosa tocó mi hombro—. ¿Qué vamos a hacer?

—Ponte detrás de mí —apreté los dientes—. Supongo que voy a hacer lo que debo.

Pensé: Aunque me mate a mí y a todos vosotros también.