Capítulo 9

Soñé.

La pesadilla me resultaba conocida, casi me sentía cómodo a pesar de que habían pasado años desde la última. Empezaba en una cueva cuyas paredes eran de cristal translúcido, que brillaban a la tenue luz del fuego que ardía bajo el caldero. Las esposas de plata me apretaban las muñecas y estaba demasiado mareado para mantener el equilibrio. Miré a izquierda y derecha y observé como la sangre me bajaba por las esposas que me atravesaban las muñecas como espinas y después caían en un par de cacharros de barro que estaban colocados debajo.

Llegaba mi madrina, pálida e imponente a la luz del fuego, el pelo le caía por los lados como una nube de seda. La señora era hermosa más allá de lo tolerable por los mortales, sus ojos eran cautivadores, su boca era más tentadora que la fruta más exquisita. Me besó el pecho desnudo. Sentí estremecimientos de placer por todo mi cuerpo.

—Enseguida —susurró entre besos—, solo un par de noches más de luna llena, mi cielo y recuperarás las fuerzas suficientes.

Siguió besándome y mi visión empezó a nublarse. Un placer frío, magia de hadas, una maldición procedente de sus labios como una droga tan dulce que casi era una agonía en sí misma, entonces hizo que el tormento de los vínculos, la pérdida de sangre, casi mereciera la pena. Casi. Sentí que estaba jadeando, y me quedé mirando fijamente al fuego, concentrado, intentando evitar caer en la oscuridad.

El sueño cambió. Soñé con fuego. Alguien a quien una vez amé como un padre estaba en medio del fuego, gritando de dolor. Eran gritos sombríos, horribles, insoportables para el oído humano y exentos de orgullo y dignidad humana. En el sueño, como en la vida, me obligué a ver cómo la carne se ennegrecía y caía del músculo crepitante y del hueso que se estaba asando, vi cómo los músculos se contraían a espasmos mientras estaba sobre el fuego y hablando metafóricamente, desaparecía entre los carbones.

—Justin —susurré. Al final, ya no pude seguir mirando. Cerré los ojos e incliné la cabeza, escuchando el latido de mi corazón en mis propios oídos, latía con fuerza, mi corazón latía con fuerza.

Me desperté del sueño, abrí los ojos. El marco de la puerta vibraba debido a los golpes que algo le estaba propinando, algo que sonaba como un martillo. Susan se levantó al mismo tiempo, se incorporó, la manta en la que estábamos enrollados colgaba de las curvas de su pecho. Todavía estábamos a oscuras. La vela más larga todavía no se había apagado pero el fuego había quedado reducido a ascuas.

Me dolía todo el cuerpo, el dolor típico de las articulaciones y los músculos cansados que piden un tiempo de recuperación. Me levanté, seguía oyendo como llamaban y me dirigí al cajón de la cocina. Mi revolver del 38 se había perdido en la batalla con los licántropos medio locos del año pasado, y lo había sustituido por uno de cañón medio del 357. Aquel día debía de sentirme inseguro.

En mi mano, el arma pesaba unos mil kilos. Me aseguré que estaba cargada y me dirigí a la puerta. Susan se quitó el pelo de los ojos, pestañeó mirando el arma y se echó hacia atrás, asegurándose completamente de que estaba fuera de la línea de tiro. Chica inteligente, Susan.

—No vas a tener demasiada suerte si echas abajo esa puerta —grité. Todavía no había apuntado con el arma a la puerta. Nunca se debe apuntar con un arma a nada que no estés seguro de que quieras que muera—. Sustituí la original por una puerta de acero y un marco también de acero. Ya sabes, los demonios.

Dejaron de llamar.

—Dresden —dijo Michael desde el otro lado de la puerta—. He intentado hablar contigo por teléfono pero debía de estar descolgado. Tenemos que hablar.

Fruncí el ceño y volví a poner el arma en el cajón.

—Vale, vale, Michael. ¿Sabes que hora es?

—Hora de ir a trabajar —contestó. Enseguida saldrá el sol.

—Lunático —dije entre dientes.

Susan observó que nuestra ropa estaba tirada por todos lados, las mantas, almohadas y cojines estaban por el suelo.

—Creo que quizá debería esperar en tu habitación —dijo.

—De acuerdo. —Abrí el armario de la cocina y saqué la bata gruesa, la que utilizo para trabajar en el laboratorio y me la puse—. Tápate bien, ¿vale? No quiero que caigas enferma.

Me dedicó una sonrisa somnolienta y se levantó desplazándose con gracilidad, dejando ver las líneas del bronceado y después desapareció en mi pequeña habitación y cerró la puerta. Yo crucé la habitación y abrí la puerta para Michael.

Allí estaba, con pantalones vaqueros azules, una camisa de franela y una chaqueta de algodón de forro polar. Llevaba colgada del hombro su enorme bolsa de deporte, y en su interior, Amoracchius despedía una tensión mínima que casi no podía notar. Desvié la mirada de la bolsa a su cara y pregunté.

—¿Problemas?

—Podría ser. ¿Enviaste anoche a alguien a ver al padre Forthill?

Me froté los ojos, intentando despertarme. Café. Necesito café. O una Coca-Cola. Algo que tenga cafeína.

—Sí, una chica llamada Lydia. Estaba preocupada porque un fantasma la perseguía.

—Esta mañana me llamó. Algo estuvo toda la noche intentando entrar en la iglesia.

Le miré pestañeando.

—¿Qué? ¿Y entró?

Negó con la cabeza.

—No tuvo tiempo de decirme mucho más. ¿Puedes ir conmigo y echar un vistazo?

Asentí y volví a entrar.

—Dame un par de minutos. —Me dirigí al refrigerador y saqué una lata de cola. Por lo menos, pude abrirla con los dedos a pesar de que estaban rígidos. Mi estómago me recordaba que me había olvidado de él y cogí un plato con un poco de fiambre.

Bebí un trago y me preparé un gran sándwich. Levanté la vista un minuto más tarde y vi como Michael contemplaba el desastre en el que se había convertido el salón. Le dio una patada a uno de los zapatos de Susan y levantó la vista como pidiéndome perdón.

—Lo siento. No sabía que había alguien.

—No pasa nada.

Michael sonrió brevemente y después asintió.

—Bueno. ¿Tengo que darte una clase sobre las relaciones sexuales prematrimoniales?

Mascullé algo sobre visitas matutinas, visitantes incómodos y tipos odiosos. Michael se limitó a negar con la cabeza, sonriendo mientras yo devoraba la comida.

—¿Se lo has contado?

—¿Contarle el qué?

Levantó una ceja y me miró.

Yo puse los ojos en blanco.

—Casi.

—Casi se lo cuentas.

—Sí, me distraje.

Michael empujó con el pie el otro zapato de Susan y tosió suavemente.

—Entiendo.

Terminé el sándwich y parte de la bebida, y después atravesé el salón y entré en el dormitorio. Vi que Susan estaba helada, hecha una bola bajo las gruesas mantas de mi cama. Mister se había tumbado con la espalda pegada a la suya y cuando entré me miró con ojos somnolientos y ufano.

—Encima restriégamelo, bola de pelo —le gruñí, y me vestí rápidamente. Calcetines, pantalón vaquero, camiseta, y encima de todo una camisa gruesa de franela de trabajo. El amuleto de mamá en el cuello y un pequeño brazalete de plata del que colgaban media docena de escudos, me lo coloqué en la muñeca izquierda en sustitución del fetiche que le había dado a Lydia. Un anillo sencillo de plata, en cuya superficie interna llevaba inscritas unas cuantas runas, en la mano derecha. Ambas piezas de joyería se estremecían por los conjuros que yo había lanzado hacía aún relativamente poco.

Me apoyé en la cama y le di un beso a Susan en la mejilla. Ella emitió un sonido como un murmullo, somnolienta todavía y se hundió todavía más bajo las mantas. Pensé en meterme allí con ella y asegurarme que estaba caliente y cómoda antes de marcharme, pero en lugar de eso me fui, cerrando la puerta con cuidado al salir.

Michael y yo salimos, subimos a su camión, una furgoneta Ford (blanca, por supuesto) con ruedas de repuesto y con fuerza suficiente para mover montañas y nos dirigimos hacia Santa María de los Ángeles.

Santa María de los Ángeles es una gran iglesia. Desde hace más de ochenta años, sobresale por encima de cualquier otro edificio de la zona del parque Wicker, y ha presenciado el aumento de la vecindad desde que en sus inicios, cuando no era más que un grupo de casas baratas para los inmigrantes hasta las mansiones de los ricos de la Little Bohemia de hoy en día, llena de yuppies y artistas bohemios, historias de éxito y de principiantes. Me han dicho que la iglesia se hizo a imagen y semejanza de la Basílica de San Pedro de Roma, lo que es lo mismo, enorme, distinguida y puede que un poco recargada. Ocupa una manzana entera.

El sol salió cuando entrábamos en el aparcamiento. Sentí como sus rayos dorados se desplegaban por el cielo matutino, el repentino y sutil cambio de fuerzas que tenía lugar en el mundo. En términos de magia, el amanecer es importante. Es un momento en el que todo comienza. La magia no es tan sencilla como decir que hay buenos y malos, luz y oscuridad, sino que hay un montón de correlaciones entre los poderes relacionados con la noche y el uso de la magia negra.

Fuimos conduciendo por el aparcamiento de la iglesia y salimos del camión. Michael iba delante de mí, con su bolsa. Yo metí las manos en los bolsillos de mi abrigo mientras le seguía. Me sentía incómodo a medida que nos acercábamos a la iglesia, pero no se debía a una razón casi mágica de que me sintiera un bicho raro. Era porque en general nunca me había sentido cómodo en las iglesias. En un momento dado, la iglesia había matado a un montón de magos, creyendo que estaban asociados con Satán. Resultaba raro acercarse solo por temas de trabajo. Hola, Dios, soy yo, Harry. Por favor no me conviertas en una columna de sal.

—Harry —dijo Michael sacándome de mi ensueño—, mira.

Se había parado junto a un par de coches antiguos que estaban aparcados en la parte trasera. Alguien los había dejado en un estado lamentable. Habían aplastado las ventanas, el cristal de seguridad estaba hecho añicos y hundido. Las capotas estaban también abolladas. Casi todos los faros estaban en el suelo delante de los coches y todos los neumáticos estaban pinchados.

Di una vuelta por la parte trasera de los coches, frunciendo el ceño al contemplar aquello. Las luces estaban hechas trizas en el suelo. Habían arrancado la antena y no había rastro de ella. Había grandes arañazos en tres filas paralelas que iban por los laterales de ambos coches.

—¿Y bien? —me preguntó Michael.

Levanté la vista para mirarle y encogí los hombros.

—Probablemente ese algo se sintió frustrado al no poder entrar a la iglesia.

Gruñó.

—¿Eso crees? —Se ajustó la bolsa de deporte hasta que la empuñadura de Amoracchius sobresalió un poco por la cremallera—. ¿Es posible que todavía esté por aquí?

Negué con la cabeza.

—Lo dudo, los fantasmas normalmente se van al Más Allá.

—¿Normalmente?

—Normalmente. Casi sin excepción.

Michael me miró y con una mano cogió la empuñadura de su espada. Seguimos subiendo hasta la puerta de servicio. Comparado con la grandiosidad de la parte frontal de la iglesia, parecía sorprendentemente modesta. Alguien se había tomado la molestia de plantar y cuidar media docena de rosales a ambos lados de las puertas dobles. Y otro se había tomado también la molestia de hacerlos trizas. Los habían arrancado planta por planta y habían esparcido las ramas con espinas en un radio de unos doce metros cuadrados en torno a la puerta.

Me agaché junto a varias ramas caídas cogiéndolas una por una, entrecerrando los ojos al recibir la luz sombría del amanecer.

—¿Qué buscas? —me preguntó Michael.

—Sangre en las espinas —dije—. Las espinas de la rosa pueden abrir pequeños agujeros en casi todo, y fuera lo que fuera el ser que las rompió así se debió de herir con ellas.

—¿Sangre?

—No. En la tierra tampoco hay huellas.

Michael asintió.

—Entonces es un fantasma.

Bizqueé mirando a Michael.

—Espero que no.

Tiré una rama y extendí las manos.

—Normalmente un fantasma solo puede mover cosas físicamente, a golpes, por ejemplo, lanzar cacharros y sartenes. Puede que incluso tirar cosas y amontonar libros o algo parecido. —Señalé las plantas arrancadas y después a los coches destrozados—. No solo eso sino que está limitado a un determinado lugar, tiempo o acontecimiento. El fantasma, si es que lo era, siguió a Lydia hasta aquí y después arrasó el suelo sagrado destrozando cosas. Bueno, es tremendo. Este ser es mucho más fuerte que cualquier fantasma del que haya oído hablar hasta ahora.

Michael frunció el ceño con más fuerza.

—¿Qué quieres decir, Harry?

—Quiero decir que puede que estemos saliendo de nuestro campo de acción. Mira, Michael, sé un montón sobre fantasmas y sorpresas desagradables, pero no son para nada mi especialidad.

Me miró frunciendo el ceño.

—Puede que tengamos que ver más.

—Me levanté sin hacer caso.

—Esa —dije— es mi especialidad. Vamos a hablar con el padre Forthill.

Michael llamó a la puerta. Abrieron enseguida. El padre Forthill, un hombre canoso de complexión delgada y estatura media, pestañeó nervioso mirándonos a través de sus anteojos de borde metálico. Normalmente sus ojos eran una sombra de azul tan fuerte como los huevos de un petirrojo, pero ese día estaban muy hundidos, entornados.

—Ah —dijo—. Ah, Michael, gracias a Dios —abrió más la puerta y Michael entró en el umbral. Los dos se abrazaron. Forthill besó a Michael en las dos mejillas y dio un paso atrás para mirarme—. Y Harry Dresden, mago profesional. Nunca antes me habían pedido que bendijera el agua de un bidón de veinte litros, señor Dresden.

Michael me miró, mostrando su evidente sorpresa de que el sacerdote y yo nos conociéramos. Me encogí de hombros, un poco avergonzado y dije.

—Me dijiste que podía contar con él si lo necesitaba.

—Y claro que puedes —dijo Forthill, echando chispas un momento por detrás de sus anteojos—. ¿Apuesto a que no tiene quejas sobre el agua bendita?

—Ninguna —dije—. Háblanos sobre tus demonios necrófagos.

—Harry —me regañó Michael—. Otra vez con secretos.

—Michael, al contrario de lo que opina Charity, no salgo corriendo al teléfono cada vez que tengo un problemilla. —Le di una palmada a Michael en el hombro al pasar y le extendí la mano al padre Forthill quien la estrechó con fuerza. A mí no me iba a dar ni abrazos ni besos en las dos mejillas.

Forthill me sonrió.

—Deseo que llegue el día en el que dedique su vida a Dios, señor Dresden. Él puede utilizar a hombres con su valor.

Intenté sonreír pero probablemente pareciera un poco enfermizo.

—Mire, padre. Me encantaría charlar con usted de esto en cualquier otro momento pero hoy hemos venido por una razón concreta.

—Claro —dijo Forthill. El brillo de sus ojos se disipó y se puso absolutamente serio. Empezó a caminar por un pasillo limpio con pesadas y oscuras vigas de madera vieja y cuadros de santos por las paredes. Fuimos detrás de él—. La joven llegó ayer justo antes del anochecer.

—¿Estaba bien? —pregunté.

Levantó ambas cejas.

—¿Qué si estaba todo bien? Debería decir que no. Tenía todos los signos de haber sufrido maltratos, rozaba la desnutrición. También tenía unas décimas de fiebre y no se había bañado recientemente. Parecía como si estuviera huyendo de algo.

Fruncí el ceño.

—Sí. Parecía que estaba en unas condiciones bastante penosas. —Conté brevemente mi conversación con Lydia y mi decisión de ayudarla.

El padre Forthill negó con la cabeza.

—Le di de comer y ropas nuevas y estaba preparando una cama libre a espaldas de la rectoría cuando ocurrió.

—¿Qué es lo que ocurrió?

—Empezó a temblar —dijo Forthill—. Se le quedaron los ojos en blanco. Estaba sentada en la mesa del comedor y derramó la sopa en el suelo. Creía que estaba sufriendo un ataque de algo e intenté cogerla y meterle algo en la boca para evitar que se mordiera la lengua. —Suspiró agarrándose con las manos la espalda al andar—. Me temo que fui de poca ayuda. Parecía que el ataque había pasado pero seguía temblando y se había quedado totalmente pálida.

—Las lágrimas de Casandra —dije.

—O el retraimiento provocado por un narcótico —dijo Forthill—. En cualquier forma, necesitaba ayuda. La llevé a la cama. Me suplicó que no me marchara así que me senté y empecé a leerle una parte del evangelio de san Mateo. Parecía que en cierta medida se había calmado, pero su mirada… —El viejo sacerdote suspiró—. Esa mirada de resolución que tienen cuando están seguros de que lo han perdido todo. La desesperación, y en alguien tan joven.

—¿Cuándo comenzó el ataque? —pregunté.

—Unos diez minutos más tarde —dijo el sacerdote—. Empezó con el viento huracanado más terrible que yo haya visto nunca. Que Dios me proteja pero estaba seguro de que las ventanas se iban a salir de los marcos. Entonces comenzamos a oír ruidos que venían del exterior. —Tragó saliva—. Eran ruidos terribles. Algo que iba hacia delante y hacia atrás. Pasos fuertes. Y entonces empezó a decir su nombre. —El sacerdote cruzó los brazos y los frotó con las palmas de las manos.

—Me levanté y me dirigí hacia ese ser y le pregunté su nombre pero se limitó a reírse. Empecé a hablarle en nombre de la Palabra Sagrada y se volvió loco. Pudimos oír como rompía cosas en el exterior. No me importa decirte que fue casi la experiencia más terrible que he tenido en toda mi vida.

—La chica intentó marcharse, salir a su encuentro. Dijo que no quería que me hiciese daño a mí, que solo la buscaba a ella. Bueno, por supuesto, se lo prohibí, y le impedí que pasara por delante de mí. La situación en el exterior era la misma y yo seguía leyendo en alto la Palabra de Dios. Estaba afuera esperando, lo notaba. Era tal la oscuridad, que no veía nada por las ventanas. Y cada poco tiempo volvía a romper algo y escuchábamos el ruido que hacía.

—Después de varias horas, parecía que se había calmado. La chica se fue a dormir. Yo paseé por las habitaciones para asegurarme que todas las puertas y las ventanas estaban cerradas y cuando volví se había ido.

—¿Se refiere a que se fue? —pregunté—. ¿O más bien se desvaneció?

Forthill me sonrió de forma poco sólida.

—La puerta de atrás no estaba cerrada con llave, aunque ella la cerró cuando salió. —El hombre negó con la cabeza—. Por supuesto, enseguida llamé a Michael.

—Tenemos que encontrar a esa chica —dije.

Forthill negó con la cabeza, con expresión seria.

—Señor Dresden, estoy seguro de que aquí anoche, solo el poder del Todopoderoso nos salvó.

—No voy a discutir con usted, padre.

—Señor Dresden, si hubiera sentido el enfadó de ese ser, su… rabia. No me gustaría volver a encontrarme con él fuera de una iglesia donde no tenga la protección de Dios.

Le hice una seña a Michael con el dedo.

—Yo sí que busqué la ayuda de Dios, ¡qué demonios! ¿No es bastante tener a un caballero de la Cruz? Siempre podría contactar con los otros dos con la señal de los murciélagos.

Forthill sonrió.

—Eso no es a lo que me refiero y lo sabes, pero como tú quieras. Debes llegar a tu propia conclusión. —Se giró hacia Michael y hacia mí y dijo—. Caballeros, espero que pueda confiar en su discreción en este tema. Indudablemente, en el informe de la policía figurará que se trataba de personas desconocidas que siguen haciendo actos vandálicos.

Resoplé.

—¿Una mentira piadosa, padre? —Nada más decirlo me sentí mal pero ¡qué demonios! Estoy harto de que cada vez que aparezco por una iglesia hagan esfuerzos denodados por convertirme.

—El mal se fortalece con el miedo, señor Dresden —contestó Forthill—. Dentro de la Iglesia tenemos organismos que se encargan de estos asuntos. —Puso una mano en el hombro de Michael un momento y dijo—: Pero el hecho de hacer correr la voz a todos, a todos los hermanos, solo supondría aterrorizar a mucha gente y por ende hacer que el enemigo pueda causar más daño.

Asentí con la cabeza mirando al sacerdote.

—Me gusta esa actitud, padre. Casi parece un mago.

Arqueó las cejas, pero en ese mismo instante sonrió tranquilo y cansado.

—Tened cuidado y que Dios os acompañe. —Hizo la señal de la cruz sobre nuestras cabezas y percibí esa corriente de energía como la que a veces giraba alrededor de Michael. Fe. Michael y Forthill intercambiaron unas palabras en voz baja sobre la familia de Michael mientras yo merodeaba por el patio. Forthill lo organizó todo para bautizar al niño al que Charity diera a luz. Volvieron a intercambiarse los abrazos de rigor; Forthill me estrechó la mano con seriedad y amabilidad y nos fuimos.

Afuera, Michael me miraba mientras ambos nos dirigíamos hacia su camión.

—¿Bueno? —preguntó—. ¿Y ahora qué hacemos?

Fruncí el ceño y me metí las manos en los bolsillos. El sol ya estaba más alto, tiñendo el cielo de color azul y las nubes de blanco.

—Conozco a alguien que está en estrecho contacto con los fantasmas que rondan por aquí. Ese vidente de Oldtown.

Michael frunció el ceño y espetó.

—El nigromante.

Yo gruñí.

—No es nigromante. Apenas puede invocar a un espectro y hablar con él. Tiene que fingir casi siempre. —Además, si hubiera sido un nigromante de verdad, el Consejo Blanco ya le habría dado caza y lo habría decapitado. Sin duda, el hombre en el que estaba pensando ya había sido visitado al menos por un guardián y advertido de las consecuencias de realizar muchos escarceos por las artes oscuras.

—Si es tan inepto, ¿para qué vamos a hablar con él?

—Probablemente esté más cerca del mundo de los espíritus que ninguna otra persona de la ciudad. Es decir, sin contar conmigo. Enviaré también a Bob y veré que tipo de información puede obtener. Tenemos que confiar en varios contactos.

Michael frunció el ceño, mirándome.

—Harry, no confío en esto de comunicarse con los espíritus. Si el padre Forthill y los demás saben que este conocido tuyo…

—Bob no es un conocido —respondí.

—Es como si lo fuera ¿no?

Gruñí.

—Los conocidos trabajan gratis y a Bob tengo que pagarle.

—¿Pagarle? —preguntó con tono sospechoso—. ¿Pagarle el qué?

—Principalmente en novelas románticas. Algunas veces despilfarro en una…

Michael parecía afligido.

—Harry, no quiero saberlo, de verdad. ¿No hay forma de que puedas hacer algún hechizo en lugar de confiar en esos seres profanos?

Suspiré y negué con la cabeza.

—Lo siento Michael. Si fuera un demonio, tendría que haber dejado huellas e incluso puede que algún tipo de pista que yo pudiera seguir. Pero estoy casi seguro de que fue un espíritu y además con una fuerza impresionante.

—Harry —dijo Michael con un tono de voz serio.

—Lo siento, se me olvidó. Normalmente, los fantasmas no viven en un cuerpo mágico. Solo son energía. No van dejando huellas físicas, y menos una que perdure horas. Si estuvo aquí, probablemente pudiera contarte montones de cosas sobre él, y hacer magia con él. Pero no está aquí, así que…

Michael suspiró.

—Muy bien, haré correr la voz para que todos los que conozco busquen a la chica. Dijiste que se llamaba Lydia, ¿verdad?

—Sí. —Se la describí a Michael—. Y lleva un amuleto en la muñeca, el que yo llevaba estas últimas noches.

—¿La protegerá? —preguntó Michael.

Me encogí de hombros.

—De algo tan perverso como… No lo sé. Tenemos que averiguar quien era este fantasma cuando estaba vivo e inmovilizarlo.

—Así seguiremos sin saber quién o qué está removiendo a los espíritus de la ciudad. —Michael abrió el camión y entramos.

—Eso es lo que me gusta de ti, Michael, que siempre pienses de forma tan positiva.

Me sonrió.

—Ten fe, Harry. Dios tiene una forma especial de hacer que las cosas vuelvan a su ser.

Empezó a conducir, y yo me apoyé en el asiento y cerré los ojos. Lo primero sería ir a ver al vidente, después enviar a Bob a que averiguase más cosas sobre el que parecía ser el fantasma más peligroso que había visto nunca. Y después seguir buscando a quien estuviera detrás de todas estas confabulaciones espectrales y darle collejas hasta que parase. Seguro que sería tan fácil como contar «un, dos, tres».

Gimoteé, me hundí más en el asiento y deseé haberme quedado en la cama para cuidarme las heridas.