Capítulo 32

Sacudí los brazos y las piernas y vi que cada vez estaba más cerca de la chimenea y que me iba a romper la cabeza. En el último segundo vi una mancha borrosa blanca y rosa y después me estrellé contra Thomas, enviándole a él contra las piedras de la chimenea. Dejé escapar un gruñido, reboté y a continuación me estrellé contra el suelo y me quedé momentáneamente sin respiración. Me puse a gatas y le miré. Se había enrollado una toalla de baño rosa en las caderas pero por el movimiento o por el impacto se le había quedado medio caída. Sus costillas salían por un lado, de forma extrañamente deforme.

Thomas me miró. Su cara estaba desfigurada.

—No pasa nada —dijo—. Cuidado.

Levanté la vista y vi a Lydia que caminaba hacia mí.

—Idiota —le dijo a Thomas con furia—. ¿Qué creías que podías conseguir? Te lo has buscado. Ya estás en la lista.

Michael se metió entre la chica poseída y yo. La luz de la espada brillaba en la oscuridad de la habitación.

—Ya está bien —dijo—. Atrás.

Me puse de pie y pronuncié casi sin aliento.

—Michael, ten cuidado.

Lydia dejó escapar otra carcajada y se inclinó hacia delante, apretando su esternón contra la punta de Amoracchius.

—Ah, sí, caballero. ¿Atrás o qué? ¿Qué? ¿Vas a asesinar a esta pobre chica? No lo creo. Si no recuerdo mal, había algo en esta espada que la impedía derramar sangre inocente, ¿verdad?

Michael pestañeó y me miró.

—¿Qué?

Me puse de pie.

—Esta es la Lydia de verdad. No es algo mágico como lo de antes. La Pesadilla la ha poseído. Cualquier cosa que le hagas al cuerpo de Lydia va a quedar grabado en él.

La chica se pasó una mano por los pechos bajo la lycra apretada, humedeciéndose los labios y mirando a Michael con ojos asesinos.

—Sí, solo soy un corderito inocente, descarriado. No querrías hacerme daño, ¿verdad, caballero?

—Harry —dijo Michael—. ¿Qué hacemos?

—Tú mueres —murmuró Lydia. Se acercó a Michael con una mano extendida para apartar la hoja de la espada.

Cuando se abalanzó sobre mí, me cogió sin más, pero Michael tenía experiencia y formación. Dejó caer la espada al suelo y rodó con la misma rapidez que Lydia. La agarró por el brazo y ella se lanzó a por su garganta, se dio la vuelta y la mandó al sofá, poniéndola de espaldas y dejándola espatarrada.

—¡Mantenla distraída! —le grité—. ¡Puedo conseguir que la Pesadilla salga de ella! —Fui corriendo a mi habitación buscando lo que necesitaba para hacer un exorcismo. Mi habitación estaba hecha un lío. Busqué a toda prisa mientras en el salón Lydia volvió a gritar. Se dio otro golpe, esta vez contra la pared que había junto a la puerta y se oyó como aullaba y corría.

—¡Date prisa, Harry! —dijo Michael con la voz entrecortada— ¡Es fuerte!

—¡Lo sé, lo sé! —Abrí de golpe la puerta de mi armario y más que buscar en los estantes, empecé a tirar cosas al suelo.

Detrás de los envases vacíos de la crema de afeitar, localicé cinco velas de cumpleaños de las de broma, de esas que no se apagan nunca y una bolsa de sal de dos kilos.

—Vale —dije—, ¡ya voy!

Michael y Lydia estaban en el suelo, con las piernas de él entrelazadas alrededor de las de ella, mientras que con sus brazos sujetaba los de ella en la espalda en una postura típica de Nelson.

—¡Aguántala ahí! —grité. Hice un círculo alrededor de ellos a toda prisa, apartando una silla, un escabel, las alfombras y los tapices. Lydia luchaba contra él retorciéndose como una anguila y gritando todo lo que podía.

Abrí la sal y corrí derramándola en un montículo blanco, en un círculo en torno a ellos. Después salí corriendo, colocando las velas, amontonando suficiente sal a su alrededor para evitar que las volcaran. Lydia vio lo que estaba haciendo y volvió a gritar, incrementando sus esfuerzos.

¡Flickum bicus! —grité, haciendo un esfuerzo apresurado por darle más fuerza al pequeño conjuro. El esfuerzo me hizo marearme un poco pero las velas se encendieron, los círculos de velas y sal recogieron la energía.

Me levanté, extendiendo mi mano derecha y llenando de energía el círculo, colocándolo en un torbellino giratorio alrededor de los tres seres que estaban dentro, Lydia, Michael y la Pesadilla. La energía se acumuló en el círculo, girando, haciendo que la magia se metiera en la tierra, agarrándose y dispersándola. Casi podía ver como la Pesadilla se agarraba con más fuerza a Lydia, aguantando. Lo único que necesitaba era hacer el movimiento adecuado para aturdir a la Pesadilla y mantenerla sujeta un segundo para que el exorcismo pudiera sacarla.

¡Azorthragal! —grité, vociferando el nombre del demonio—. ¡Azorthragal! ¡Azorthragal! —Estiré mi mano derecha otra vez, concentrándome con fuerza—. ¡Fuera de aquí!

Al terminar el conjuro, la energía salió de mi cuerpo y se dirigió hacia la Pesadilla que estaba dentro de Lydia, como una ola que levanta a una foca que está dormida en una roca…

Lydia empezó a reírse con fuerza, y consiguió coger una de las manos de Michael con las suyas. Se giró y los huesos sonaron, saltando y crujiendo. Michael dejó escapar un grito de dolor, retorciéndose y saltando. Dio un golpe al círculo de sal ladeándolo un poco y Lydia escapó de él, levantándose y poniéndose frente a mí.

—Qué tonto eres, mago —dijo. Yo no bromeé. Ni siquiera me quedé allí de pie, sorprendido de que mi conjuro hubiera fallado de manera tan lamentable. Me giré hacia atrás y le lancé un puñetazo con todas mis fuerzas, esperando dejar atontado al cuerpo en el que estaba el demonio para evitar que pudiera reaccionar.

La Lydia poseída se escapó de la trayectoria de mi puñetazo, me cogió la muñeca y me soltó, cayendo de espaldas. Empecé a incorporarme pero se lanzó contra mí, y me golpeó la cabeza contra el suelo dos veces. Vi las estrellas.

Lydia se tiró encima de mí, murmurando y rozando sus caderas contra las mías. Intenté escapar en un momento de distracción pero mis brazos y piernas no me respondían. Se agachó, colocando con delicadeza sus manos en mi garganta y murmuró:

—Qué pena. Todo este tiempo y ni siquiera has sabido quien te estaba persiguiendo. Ni siquiera sabías quien quería la venganza.

—Supongo que a veces lo averiguas por las malas —la provoqué.

—Algunas veces —asintió Lydia, sonriendo y entonces sus manos presionaron mi garganta y ya no podía respirar.

Cuando estás ante la muerte, parece que todo va más despacio. Todo se percibe con más detalle, casi como si se congelase la imagen. Lo ves todo, lo sientes todo, como si tu cerebro hubiera decidido, por puro desafío, absorber los últimos momentos de vida y exprimir los pocos que quedan.

Mi cerebro lo hizo, pero en lugar de dejarme ver mi apartamento lleno de trastos y que necesitaba una nueva capa de pintura en el techo, empezó a encajar piezas de un rompecabezas, Lydia. El demonio de la sombra, Mavra. Los crueles conjuros, Bianca.

Solo una pieza quedaba en mi cerebro, una pieza que no encajaba en ninguna parte. Susan se había ido hacía un día o dos, y casi no había tenido tiempo de hablar con ella. Había dicho que estaba trabajando en algo. Ese algo estaba ocurriendo. En cualquier caso, encajaba.

Las estrellas inundaban mi visión y el fuego empezó a extenderse por mis pulmones. Intenté apartar sus brazos de mí, pero no podía, era demasiado fuerte.

Susan me había estado preguntando por algo, una parte de una conversación telefónica que mantuvimos, entre las insinuaciones sexuales. ¿Qué era?

Me oí a mí mismo emitir un ruido flojo, algo parecido a ¡agh, agh! Intenté levantar el peso de Lydia para quitármela de encima pero ella rodó conmigo, cogiendo mi peso y continuando el movimiento, volviendo a golpearme contra el suelo. Mi vista empezó a nublarse, aunque tenía los ojos abiertos. Cuando miraba a los ojos de Lydia inyectados de sangre era como mirar un túnel oscuro al fondo.

Vi como Michael luchaba por ponerse de rodillas, con la cara pálida como si tuviera nieve recién caída. Se movió hacia Lydia pero ella volvió la cabeza débilmente y le dio una patada con un talón. Oí como algo saltaba cuando la fuerza de la patada hizo retroceder a Michael.

Murphy también había estado distraída con algo. Algo sobre lo que apresuradamente se había concentrado, y después una señal igual.

Y entonces lo encontré: la última pieza del rompecabezas. Sabía lo que había ocurrido, de donde había venido la Pesadilla, por qué iba especialmente a por mí. Supe como pararla, supe cuáles eran sus límites, cómo Bianca la había reclutado y por qué había sido tan difícil que mis conjuros tuviesen efecto sobre ella.

En realidad era una pena porque había descubierto todo justo antes de morir.

Dejé de ver completamente.

Y al instante, también el dolor de garganta desapareció. En lugar de quedarme dormido y dejarme llevar, intenté respirar, ahogada y entrecortadamente. Por un momento, lo vi todo rojo, a medida que la sangre me subía de nuevo a la cabeza y entonces empecé a pensar con claridad.

Lydia todavía estaba en cuclillas encima de mí, apoyada sobre las rodillas, sentada a horcajadas sobre mí, pero me había soltado la garganta. Y había arqueado los brazos hacia arriba y hacia atrás, por encima de la cabeza para acariciar los hombros desnudos de Thomas.

El vampiro se había colocado pegado a la espalda de Lydia. Su boca acariciaba el cuello de ella, le daba besos lentos, le hacía caricias con la lengua que hacían que la chica se estremeciera y temblara. Pasó las manos lentamente por todo su cuerpo siempre tocando la piel, los dedos subían por debajo del exiguo top de lycra para acariciarle los pechos. Lydia respiró entrecortadamente con los ojos distantes inyectados en sangre, que no miraban a ningún sitio, y su cuerpo respondió con un movimiento sensual y lento.

Thomas miró más allá de donde estaba ella, a través de la melena de su pelo, hacia mí. Sus ojos ya no eran de color gris azulado. Estaban vacíos, blancos, no tenían color. Sentí el frío que irradiaban, más que notarlo lo percibí, un frío horrible y seductor. Siguió dándole besos por el cuello hasta la oreja haciendo que gimiese y se estremeciera.

Tragué saliva y me fui hacia atrás apoyado en los codos, tirando de mis caderas y mis piernas debajo de ellos.

Thomas murmuró, en voz tan baja que no estaba seguro de haberle escuchado.

—No sé cuánto tiempo puedo distraerla, Dresden. Deja de mirar boquiabierto y haz algo, si quieres coger al malo. —Después su boca se pegó a la de ella, y ella se puso rígida, con los ojos abiertos del todo antes de que se cerraran lánguidamente besándole con más fuerza.

Me puse rojo al escuchar hablar a Thomas, lo cual hizo que mi cabeza latiera dolorosamente. Busqué por el suelo y recuperé las velas, todavía encendidas y la bolsa de sal. Extendí la sal en un círculo alrededor de Lydia y Thomas mientras Lydia se bajaba los pantalones de lycra e intentaba agarrar a Thomas para que se pegara a ella. Thomas dejó escapar un gruñido de pura angustia y dijo:

—Date prisa, Dresden.

Coloqué las velas en su sitio y recogí toda la energía que quedaba para cerrar el círculo y empezar otra vez el torbellino. Si tenía razón, me liberaría de Lydia, puede que para siempre. Si me equivocaba, este sería mi último retazo de energía, y la lanzaría a la tierra para nada. La Pesadilla nos mataría y no creo que ninguno de nosotros tuviera fuerzas para poder hacer nada al respecto.

La energía se concentró en el círculo, aumentando y formando un remolino creciente e invisible que producía hormigueo. Alargué la mano y concentré más energía, lo cual me hizo sentirme mareado.

Al final, parecía que la Pesadilla ya se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo. Lydia se estremeció y se apartó un poco de Thomas, rompiendo el contacto que había entre ellos y entonces los ojos inyectados en sangre se abrieron y me miraron fijamente. Lydia empezó a levantarse pero Thomas la agarraba con fuerza enganchándose a ella.

La energía volvió a subir, un segundo remolino giraba alrededor de ambos, tirando de las energías espirituales hacia dentro. Lydia gritó.

—¡Leonid Kravos! —grité. Repetí el nombre y vi que los ojos de Lydia se abrían de golpe por el susto—. ¡Vete de aquí, Kravos! ¡Invocador de fuego de pacotilla! ¡Vete de aquí! ¡Vete de aquí! —Y al pronunciar la última palabra, di una patada, haciendo que el poder del exorcismo descendiese hacia la tierra.

Lydia gritó, su cuerpo se arqueó, su boca se quedó abierta. Dentro del remolino que giraba, había motas brillantes de color plata y oro formando un embudo, centradas en la boca abierta de Lydia. De su boca salió un halo de color rojo y por un momento hubo una superposición de gritos desconcertantes, uno agudo, joven, femenino, de terror, mientras que el otro era inhumano, de otro mundo. De los ojos de Lydia salió más luz escarlata, atraída por el poder del remolino.

Y entonces con una ráfaga y un estallido de aire repentinamente vacío, el remolino giró formando una línea infinitamente delgada y desapareció, adentrándose en el suelo, en la tierra.

Lydia dejó escapar un grito de agotamiento y cayó al suelo sin fuerzas. Thomas, que todavía estaba agarrándola, cayó con ella. Los cuatro nos quedamos en silencio en la habitación, respirando entrecortadamente.

Al final, conseguí levantarme.

—Michael —dije con la voz ronca—. Michael, ¿estás bien?

—¿Has conseguido pararlo? —preguntó—. ¿Está bien la chica?

—Eso creo.

—Gracias a Dios —dijo—. Me dio una patada, me ha dado en una costilla, no estoy seguro de poder levantarme.

—No lo hagas —dije y me limpié el sudor de las cejas—. Las costillas rotas duelen mucho. ¿Thomas? Estás… ¡Eh! ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

Thomas estaba tumbado con los brazos alrededor de Lydia, con su cuerpo pálido desnudo pegado al de ella, acariciándole la oreja con los labios. Los ojos de Lydia estaban abiertos, habían recuperado su color natural pero no tenía la mirada fija en nada. No parecía consciente, pero hacía movimientos minúsculos con su cuerpo, apartándose de él con las caderas. Thomas me miró pestañeando cuando hablé con los ojos vacíos y blancos.

—¿Qué? —preguntó—. No me rechaza. Probablemente solo está agradecida por mi ayuda.

—Apártate de ella —solté.

—Tengo hambre —dijo—. No la voy a matar, Dresden. La primera vez no. Si no fuera por mí, ahora estarías muerto. Déjame…

—No —dije.

—Pero…

—No. Apártate de ella o tú y yo vamos a tener algo más que palabras.

Se oyó un gruñido. Thomas retrajo los labios dejando ver los dientes. Parecían dientes humanos, no fauces de vampiro. Más blancos y perfectos que los humanos, pero aparte de eso normales.

Respondí a su fría mirada con otra helada.

Thomas fue el primero en apartar la vista. Cerró los ojos un momento y cuando los abrió otra vez, ya volvía a haber en ellos anillos pálidos de color, que se iban oscureciendo lentamente. Soltó a Lydia y se apartó de ella. Sus costillas todavía parecían afiladas pero no tanto como antes. Se levantó y se puso la toalla alrededor de las caderas otra vez, y después se fue al baño sin decir nada más.

Comprobé el pulso de Lydia, que se había sonrojado, y le subí los pantalones. Después arreglé el sofá y la volví a colocar bajó las mantas. A continuación, fui a donde estaba Michael.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Le conté lo qué había pasado, utilizando los términos más discretos que encontré. Frunció el ceño, echando una mirada hacia el baño.

—Son así. La Corte Blanca. Seductores. Se alimentan de la lujuria, el miedo, el odio. Pero siempre utilizan la lujuria para seducir a sus víctimas. Pueden obligarlas a sentirla, se permiten el sexo. Es así como se alimentan.

—Vampiros del sexo, lo sé —murmuré—. Tranquilo. Es interesante.

—¿Interesante? —Michael parecía escéptico—. Harry, yo no diría que es interesante.

—¿Por qué no? —dije. Miré entrecerrando los ojos más allá de donde estaba Thomas, pensativamente—. Usara lo que usara, funcionó con la Pesadilla. La atrapó. Eso quiere decir que ese frío que sentí que afecta a todo lo que hay a su alrededor, o es una magia ambiental o es algo químico, como el veneno de la Corte Roja. Algo que llegó al cuerpo de Lydia y sobrepasó el control de la mente de la Pesadilla. Puede que sean feromonas.

—Harry —dijo Michael—. No quiero menospreciar tus disquisiciones sobre la persecución, pero te importaría mucho ayudarme con estas costillas rotas.

Recapitulamos. Tenía unos cuantos hematomas horribles en la garganta, pero nada más. También tenía una costilla rota y otra que probablemente lo estuviese por lo suelta que estaba. Lo vendé bien. Thomas salió de mi habitación, vestido con ropa de deporte. Le quedaba grande y tuvo que remangarse las mangas de la sudadera y los pantalones del chándal. Se puso derecho en una silla, con la mirada fija en el cuerpo de Lydia, con una intensidad desconcertante.

—Ahora todo encaja —les dije—. Sé lo que pasa, así que puedo hacer algo. Voy a ir a la casa y a sacar a todo el mundo.

Michael frunció el ceño mirándome.

—¿El qué encaja?

—El que acaba de irse no era el demonio, Michael. No hemos luchado contra el demonio. Era el propio Kravos. Kravos es la Pesadilla.

Michael mi miró pestañeando.

—Pero no hemos matado a Kravos. Sigue vivo.

—Te apuesto lo que quieras a que no. Supongo que la noche antes de que empezaran los ataques de la Pesadilla, él realizó un ritual y salió de su cuerpo.

—¿Y por qué iba a hacer eso?

—Para volver como un fantasma, para conseguir vengarse. Piensa en ello, eso es lo único que ha estado haciendo la Pesadilla. Ha estado merodeando, vengando a Kravos.

—¿Podría hacer eso? —preguntó Michael.

Me encogí de hombros.

—No entiendo por qué no podría si ha acumulado todo ese poder, si estaba obsesionado con vengarse y convertirse en un fantasma. Sobre todo…

—… Con lo revuelta que estaba la frontera del Más Allá —dijo Michael al final.

—Exactamente. Lo que significa que Mavra y Bianca le ayudaron a salir. Mierda, de hecho es probable que hicieran el ritual que él utilizó. Y si alguien de la prisión federal de Chicago de repente se suicida en su celda, causará un gran alboroto en la policía local y será una noticia importante para los medios. Lo cual es la razón de que Murphy esté con tanto secretito y Susan tan distraída. Estaba trabajando en una historia intentando averiguar lo que había pasado. Puede que estuviese siguiendo un rumor.

Thomas frunció el ceño.

—Déjame que consiga poner esto en orden. Esta Pesadilla es el fantasma del brujo Kravos. El asesino de la secta que apareció hace unos meses en las noticias.

—Sí. El revuelo del Más Allá le hizo convertirse en un fantasma antipático.

—¿Revuelo? —dijo Thomas.

Asentí.

—Alguien empezó a relacionar a los fantasmas locales con conjuros crueles. Se volvieron locos y comenzaron a agitar la frontera existente entre el mundo real y el Más Allá. Supongo que fue Mavra, que trabajaba con Bianca. El mismo jaleo permitió a Kravos atacar a todos los que podía en sus sueños. Así es como llegó hasta mí y como llegó hasta el pobre Malone y como ha conseguido estar en el cuerpo de Lydia hasta ahora. Lydia sabía lo que hacía él. Por eso nunca quería irse a dormir. No lo vi venir cuando me golpeó en mis sueños. No estaba preparado para luchar y me dio una patada en el culo.

—Pero ahora, ¿puedes vencerle? —preguntó Michael.

—Ahora estoy preparado para él. Le golpeé cuando estaba vivo. Ahora sé con lo que estoy tratando, también lo puedo hacer a espaldas suyas. Iré a la casa, pelearé con la Pesadilla, con Bianca si tengo que hacerlo y sacaré a todo el mundo.

—¿Te has dado un golpe en la cabeza y no lo he visto? —preguntó Thomas—. Dresden, te he contado lo de los vigilantes, las armas. ¿No te hablé de las armas?

Moví una mano.

—Ya he sobrepasado el punto en el que un hombre en su sano juicio puede sentir miedo. Los guardas y las armas, lo que sea. Mira, Bianca tiene a Susan, a Justine y puede que a veinte o treinta más, a quienes está intentando transformar en vampiros. En este sentido la policía no puede hacer nada. Alguien tiene que hacer algo y yo soy el único que puede…

—Que puede ser acribillado a balazos —dijo Thomas en un tono serio—. ¡Eso nos va a servir de mucha ayuda para conseguir lo que queremos!

—Hombre de poca fe —dijo Michael desde su sitio en mi butaca. Inclinó la cabeza para mirarme—. Adelante Harry. ¿En qué estás pensando?

Asentí.

—De acuerdo. Supongo que Bianca tendrá agentes en el exterior de la casa. Evitará que nadie pueda aproximarse y que ningún coche entre sin ser registrado, etcétera.

—Eso es —dijo Thomas—. He pensado que podríamos poner en común nuestros recursos. Hacer algo con nuestros contactos y espías. Puede que disfrazarnos de los que llevan la comida y colarnos. —Se calló—. Bueno. Tú podrías pasar por un proveedor en todo caso. Pero si entramos en la casa al asalto, nos van a matar.

—Y si subimos a donde puedan vernos.

Thomas frunció el ceño.

—¿Tienes alguna idea alternativa? Dudo que la magia nos pueda servir de algo. En su terreno, va a ser difícil de engañar con eso.

Levanté una ceja y miré al vampiro.

—Tienes razón, estaba pensando en otra cosa.

* * *

Entré por la rendija que separa el mundo mortal y el Más Allá por última vez. Llevaba mi bastón y mi varita y mi abrigo de piel, mi brazalete protector y un anillo de cobre en la mano izquierda que encajaba con otro que llevaba en la derecha.

El Más Allá, cerca de mi apartamento era… igual que mi apartamento. Solo que un poco más limpio y reluciente. ¿Podría tener eso algún significado profundo sobre la espiritualidad de mi pequeño sótano? Quizá. Por las sombras se movían las formas, correteando como ratas o escurriéndose por el suelo como serpientes, seres hechos de espíritus que se alimentaban con las migas de la energía que salía de mi casa en el mundo real.

Michael llevaba a Amoracchius en la mano, la espada despedía un brillo nacarado. Cuando cogió la espada, su cara recobró el color y andaba como si las costillas vendadas ya no le dolieran. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de franela y sus botas de trabajo con las puntas terminadas en acero.

Thomas iba vestido con ropa vieja mía y llevaba un bate de béisbol de aluminio que encontró en mi armario. Miró alrededor, animado, con el pelo oscuro todavía húmedo y rizado que le caía por los hombros.

La calavera de Bob iba metida en un saco hecho con redecilla de pescador colgado de mi puño. Por las cuencas de sus ojos salía un pálido brillo, como si fueran velas.

—Harry —preguntó Bob—. ¿Estás seguro de esto? Es que no quiero que me atrapen en el Más Allá si puedo evitarlo. Se trata de unos pequeños malentendidos, comprendes.

—No estás más preocupado de lo que yo lo estoy. Si mi madrina me coge aquí, estoy apañado. Tranquilo Bob —dije—, llévanos por el camino más fácil hasta la casa de Bianca. Después hago un agujero hacia nuestro mundo en su sótano, cogemos a todo el mundo, los sacamos y los llevamos a casa.

—No hay un camino más corto, Harry —dijo Bob—. Este es el mundo espiritual. Las cosas están unidas por conceptos e ideas y no necesariamente se calculan con distancias físicas como…

—Las cosas básicas no hace falta que me las cuentes, Bob —le dije—. Pero lo esencial es que tú sabes cómo moverte por aquí mucho mejor que yo. Dirígenos.

Bob suspiró.

—Vale. Pero no puedo garantizar que estemos dentro y salgamos antes de la puesta de sol. Puede que ni siquiera te sea posible hacer un agujero mientras sea de día. Tiende a difuminar las energías mágicas que…

—Bob. Deja la charla para luego. Déjame a mí los temas de la magia.

El cráneo miró a Michael y Thomas.

—Perdonadme ¿Alguno de vosotros le ha dicho a Harry que este plan es una locura?

Thomas levantó la mano.

—Yo sí, pero no cambia de opinión.

Dejó en blanco las cuencas de los ojos.

—Nunca lo hace. Bueno, ayúdame, Dresden, si mueres me voy a enfadar mucho. Probablemente me tires bajo una roca en el último momento y me quede ahí unos diez mil años antes de que alguien me encuentre.

—No me tientes. Menos hablar y más guiar.

—Sí, memsahib —dijo Bob con seriedad. Thomas se rió. Bob movió las luces de las cuencas de los ojos hacia las escaleras que llevaban a la versión de mi apartamento en el Más Allá—. Por allí —dijo.

Salimos del apartamento y nos adentramos en algo parecido a un decorado que representaba Chicago, se veían las paredes planas de un edificio, en una dimensión con una luz tenue que podría ser luz solar, de la luna o de las farolas junto con una neblina marrón grisácea. Desde allí, Bob nos guió por una acera y después giró hacia un callejón y abrió la puerta de un garaje, que conducía a una escalera excavada en la piedra, que se adentraba en la tierra.

Seguimos por ella hacia la oscuridad. A veces, la única luz que nos alumbraba era el brillo naranja de las cuencas de los ojos del cráneo. Bob giró la cabeza en la dirección adecuada y pasamos a través de una zona subterránea que en su mayor parte estaba a oscuras y tenía los techos bajos, al final subía por una pendiente que surgía en el centro de un anillo de dólmenes que estaban de pie sobre una elevación importante del terreno. Encima de nuestras cabezas, las estrellas brillaban intensamente, y a los pies de la colina, había luces que se movían por el bosque, flotando por allí como luciérnagas.

Me quedé rígido.

—Bob —dije—. Bob. Has dado en el clavo, tío. Esto es el país de las hadas.

—Por supuesto —dijo Bob—. Es el lugar más grande del Más Allá. No puedes ir a ningún sitio sin cruzar este mundo de las hadas en algún punto determinado.

—Bueno, date prisa y sácanos de aquí —dije—. Aquí no podemos estar.

—Créeme, yo tampoco quiero estar aquí. O nos sumergimos en la versión de Disney del mundo de las hadas, con elfos y hadas campanilla y yo que sé que más monadas empalagosas o aparecemos en la versión de la bruja mala, que es considerablemente más entretenida, pero menos saludable.

—Ni la Corte del Verano es todo dulzura y luz. Bob, cállate. ¿Por dónde?

La calavera se giró sin hablar hacia lo que parecía ser la parte más occidental de la colina y bajamos por ella.

—Es como un parque —comentó Thomas—. Me refiero a que la hierba debería llegarnos más arriba de las rodillas. O, no, quizá como un buen campo de golf.

—Harry —dijo Michael en voz baja—. Tengo un mal presentimiento.

La piel de la nuca empezó a erizarse, y miré a Michael mientras asentía.

—Bob, ¿por dónde salimos?

Bob señaló hacia delante mientras rodeábamos un grupo de árboles. Un puente cubierto antiguo de estilo colonial cruzaba un abismo de una profundidad ridícula.

—Allí —dijo Bob—. Esa es la frontera. Donde tú quieres ir no está muy lejos de allí.

A lo lejos se oían las notas de un cuerno de caza, lúgubre y nítido, y ladridos de perros.

—Corre hacia el puente —dije. Thomas corrió junto a mí sin esfuerzo aparente. Miré a Michael, que había cambiado radicalmente la forma de coger la espada y la tenía agarrada por el pomo, con la hoja apoyada en su antebrazo mientras corría. Su cara reflejaba su esfuerzo y dolor, pero continuaba.

—Harry —comentó Bob—. Si no te importa, podrías correr un poco más deprisa. Por detrás viene una montería.

El cuerno volvió a sonar, retumbando en los dólmenes y los gritos de la manada sonaban fuertes y claros. Thomas se giró para mirar, dando unos cuantos pasos hacia atrás antes de darse la vuelta otra vez.

—Podía haber jurado que estaban a kilómetros hace un momento.

—Es el Más Allá —dije jadeando—. La distancia, el tiempo. Aquí todo es jodido.

—Vaya —comentó Bob—. No me había dado cuenta de que los perros demoníacos eran tan grandes. Y mira, Harry, ¡es tu madrina! ¡Hola, Lea!

Si Bob hubiera tenido cuerpo, se habría puesto a pegar saltos y a saludarla con la mano.

—No te pongas tan contento. Si me coge, voy a pasar a ser uno más de la manada.

Las luces de los ojos de Bob se giraron hacia mí y tragó saliva.

—Ah —dijo—. Entonces ha habido una pelea. O una pelea mayor, en todo caso, porque para empezar, no os llevabais tan bien.

—Algo parecido —dije jadeando.

—Esto… corre —dijo Bob—. Corre más rápido. Tienes que correr más rápido, Harry.

Mis pies volaban sobre la hierba.

Thomas llegó primero al puente y Michael llegó justo después. Con una costilla rota y con veinte años más, llegó antes aquel maldito puente. Tengo que ponerme en forma.

—¡Lo conseguí! —grité, dando un último y largo paso hacia el puente.

El lazo me golpeó alrededor de la garganta antes de que mis pies ni siquiera hubieran tocado el suelo, y tiró de mí hacia atrás por el aire haciendo un ruido seco. Me quedé allí, aturdido, asfixiado por segunda vez en menos de dos horas.

—Oh —dijo Bob—. Harry, hagas lo que hagas no me dejes caer. Sobre todo debajo de una piedra.

—Gracias —dije entrecortadamente, subiendo para tirar de la cuerda que me estaba ahogando.

Unos pesados cascos se hundieron en el césped a cada lado de mi cabeza. Tragué saliva y miré hacia arriba al corcel negro como la noche, con aperos negros y plateados. Sus cascos estaban herrados con algún tipo de metal plateado. No era ni hierro ni acero. Había sangre en esos cascos como si el caballo hubiera pisoteado a alguna pobre criatura atrapada hasta matarla. O hasta destrozarla.

Miré un poco más arriba, al jinete. Lea iba subida encima de aquella bestia en una silla de mujer, totalmente relajada y segura, llevaba un vestido negro azabache y azulado, y el pelo recogido en una coleta suelta de llamas. Sus ojos brillaban a la luz de las estrellas, sujetaba el otro extremo del lazo con una mano preciosa. Los perros demoníacos se arremolinaban alrededor de su corcel, todos leales servidores. Podía ser una impresión mía, pero parecían hambrientos.

—¿Estás ya mejor? ¿Verdad? —preguntó Lea esbozando una sonrisa lenta—. Es maravilloso. Por fin podemos cumplir con nuestro acuerdo.