Capítulo 40

He estado en unas cuantas cuevas reconvertidas en cuarteles generales de la magia negra y de aquellos que trafican con ella. Ninguna me pareció acogedora. Ninguna me pareció agradable. Y ninguna había sido decorada por un profesional.

Hasta ahora.

Tras un largo y empinado declive hacia las profundidades de la tierra, La Fosa Raith se abría en una cueva más grande que muchas catedrales parisinas. Hasta cierto punto, se parecía a aquellos edificios. La luz se descomponía en suaves colores sobre las paredes, principalmente en tonos rosas. La cueva era de pura roca. El agua había modelado sus paredes en remolinos y curvas de apariencia casi orgánica. El suelo estaba ligeramente inclinado hacia una formación rocosa sobre la que se alzaba una silla labrada en piedra tan blanca como la cal. Los adornos en forma de llamas, bucles y todo tipo de motivos que uno pueda imaginar enmarcaban el asiento como si fueran la cola de un pavo real. De arriba caía agua en forma de fina niebla que, al ser atravesada por la luz, se descomponía en una miríada de espectros. A la derecha del trono había un asiento más pequeño y también labrado. En realidad era casi un taburete como los que ponen a los leones o las focas durante las actuaciones en los circos. A la izquierda había una grieta dentada abierta en la roca, y detrás del trono, donde caía la niebla, solo se veía oscuridad.

Aunque la piedra no mostraba irregularidades, parecía surcada por suaves ondas que se dirigían hacia el trono desde la entrada de la Fosa. Aquí y allí, sobre el suelo ondulado, había cojines y almohadones, gruesas alfombras de lana, mesas bajas y estrechas con vino y aperitivos de los que te manchan casi con solo mirarlos.

—Bueno, es discreto —hablé sin dirigirme a nadie en particular—, pero me gusta. Una mezcla entre El rey y yo, Las chicas del harén, y Las zorras del serrallo II.

Raith pasó delante de mí y arrojó a Murphy a la pila de almohadones y cojines que había junto a la pared que estaba más lejos de la entrada. Ella sabía cómo caer y aunque la empujó con fuerza y le arrancó algunos mechones de pelo, aterrizó bien, y enseguida se puso de cuclillas, aunque algo temblorosa. La barbie guardaespaldas me cogió de las esposas, me arrastró a la pared más cercana y allí me encadenó a una argolla de acero. Había toda una hilera de argollas como la mía. Forcejeé un poco para comprobar su resistencia, pero quienquiera que la colocara allí, sabía lo que hacía. La argolla no se movió de su unión con la pared.

—¿Qué hora es? —preguntó Raith.

—Las once y treinta y nueve, mi señor —dijo la guardaespaldas.

—Ah, bien, aún tenemos tiempo. —Se acercó a un montón de almohadones en la esquina más alejada de la habitación y reparé en que estaban dispuestos sobre una pequeña elevación de la piedra. La plataforma era un círculo de unos tres metros de diámetro, y dentro había un triángulo taumatúrgico, un triángulo equilátero dentro de un anillo, que a su vez estaba dentro de un círculo. Aquel era el círculo utilizado en casi todos los rituales de magia principalmente porque para los aficionados es más fácil dibujar un puñetero triángulo que un pentáculo o una estrella de Salomón. De los braseros dispuestos a su alrededor escapaban densas nubes de incienso que le daban al aire frío de la cueva un penetrante olor a canela y a algo más, alguna especia acida—. Mago, creo que ya conoces a mis ayudantes.

Aparecieron dos mujeres de entre las sombras, dentro del círculo frente a mí. La primera era Madge, la primera esposa de Arturo, la disciplinada mujer de negocios. Llevaba un vestido blanco y rojo, y el pelo suelto. La hacía parecer más joven, pero al mismo tiempo más madura, como fruta que se ha pasado y ya no se puede comer. Su mirada seguía siendo calculadora, pero había algo que en su momento no vi: crueldad. Un amor por el poder hasta el punto de que no le importara nada más.

La segunda mujer, por supuesto, era Trixie Vixen. Estaba fatal y no se levantó. Pude ver los gruesos vendajes que adornaban su pierna herida, y permaneció apoyada en silencio sobre una cadera. La seda de su vestido blanco adornado con toques de rojo se deslizaba sobre su cuerpo revelando las excitantes curvas de su pantorrilla y muslo. Tenía la mirada ausente y desenfocada de alguien que ha tomado demasiadas drogas, pero que ya se ha acostumbrado.

Thomas se encontraba encadenado al suelo, en el centro del triángulo taumatúrgico. Estaba desnudo, amordazado y su pálida piel mostraba loe moratones y arañaros producidos por los azotes de una caña. Había una arista de piedra justo debajo de su espalda que le obligaba a arquearla, echando los hombros hacia atrás y exponiendo el pecho de tal forma que hacía imposible que se moviera aunque alguien se inclinara sobre él para arrancarle el corazón.

—Te falta una —dije—. ¿Dónde está la parienta número dos?

—La pobre Lucille. —Raith suspiró—. Su deseo de agradar era exagerado, eso sin contar su gusto por el melodrama. No autoricé su intento de acabar contigo con aquel dardo envenenado, mago, aunque no me habría enfadado con ella si lo hubiera conseguido. Pero anoche fue la que guió el hechizo y tuvo el mal gusto de intentar matar a mi hija. —Raith suspiró de nuevo—. Así que me sentí muy aliviado cuando le salvaste la vida, Dresden. Lucille me aseguró que sus intenciones eran buenas y que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudarme.

—Así que la sacrificaste para la maldición de esta mañana —escupí.

—No, no fue él —dijo Madge con un tono de voz totalmente despreocupado que me puso los pelos de punta—. Fui yo. La muy puta. Llevaba años soñando con algo así. No es cierto lo que dicen sobre la venganza en las películas, ¿sabes? A mí me pareció una experiencia plena y muy satisfactoria, desde un punto de vista emocional.

—Yo te ayudé —protestó Trixie—. Yo la ayudé a matarla.

—Y una mierda —dije—. Tú me estabas apuntando con una pistola cuando Lucille murió, zorra egocéntrica y medio tonta.

Trixie gritó y se puso en pie, dispuesta a lanzarse sobre mí. Madge y Raith la sujetaron por los brazos y dejaron que forcejeara durante un momento, hasta que comenzó a jadear, agotada. Luego la volvieron a dejar sobre los cojines.

—No te muevas —dijo Raith—. Todavía no estás bien.

Trixie lo fulminó con la mirada y le espetó:

—Tú no eres quién para decirme…

Madge la abofeteó. Con fuerza. Uno de sus anillos dejó una larga línea de manchas rojas sobre la mejilla de Trixie.

—Imbécil —la insultó—. Si le hubieras dicho a la policía cómo se llamaba, en lugar de estar más pendiente de tus pastillas y tus jeringuillas, ahora el mago estaría encerrado en una celda.

—¿Y qué coño importa eso? —gritó Trixie sin levantar la vista—. Está acabado. Al final morirá igual.

Madge echó la cabeza hacia atrás, levantó su mano derecha con la palma hacia arriba y los dedos extendidos y dijo: «Orbius».

Se produjo un aumento de energía que chirrió contra mis sentidos de mago, y algo húmedo y pegajoso, que parecía una mezcla entre una plasta de vaca reciente y una tela de araña húmeda apareció ante nuestros ojos, y se adhirió a la cara a Trixie. La estrella del porno cayó hacia atrás e intentó quitársela de encima con sus uñas pintadas mientras no dejaba de gritar. Fuera lo que fuera aquella cosa, se pegaba como si fuera Super Glue, y amortiguó sus gritos hasta que casi se hicieron inaudibles.

Miré a Madge. Tenía poder. No necesariamente mucho, pero algo sí. Por eso se preocupó de tener las manos ocupadas cuando nos conocimos. Cuando un practicante estrecha la mano de otro, se produce un chispazo, una reacción inconfundible. Pero ella lo evitó, lo que quería decir que…

—Sabías que me habían ofrecido el caso —dije.

—Claro —repuso Raith. Arrojó una pizca de algo a uno de los braseros y cogió una caja labrada. Sacó unas velas negras y las colocó en cada uno de los vértices del triángulo—. Colocarte en una posición vulnerable era uno de los objetivos de este ejercicio. Había llegado el momento de que un coro de angelitos amenizara el descanso eterno de mi querido hijo, y vosotros dos os habíais hecho demasiado amigos. Llegué a pensar que se estaba alimentando de ti y que te tenía esclavizado, pero cuando vi la cinta de seguridad de la galería de los retratos quedé encantando. Los dos hijos de Margaret. Por fin podía librarme de su ridículo hechizo y acabar con este incordio.

Dio una fuerte patada a Thomas en las costillas. Thomas se revolvió, pero no dijo nada, sus ojos ardían con furiosa impotencia. Trixie Vixen cayó de lado mientras arqueaba la espalda desesperada.

—Matar al mago que tiene a media Corte Roja temblando bajo sus máscaras de carne, poner en su lugar a un empleado rebelde, y ahora, además, tengo a alguien con influencia en las autoridades locales. —Sus ojos descansaron sobre la sometida Murphy durante un momento, y perdieron varios tonos de color.

Murphy no lo miró.

—Quítate los zapatos, pequeña —dijo Raith.

—¿Qué? —susurró Murphy.

—Que te los quites. Ya.

Se estremeció ante la aspereza de su tono. Pero se los quitó.

—Tíralos a la fosa. Los calcetines también.

Murphy obedeció a Raith sin mirarlo.

El íncubo emitió un sonido de complacencia.

—Bien, pequeña. Me complaces. —Caminó, describiendo un círculo a su alrededor, como si fuera un coche que se acabara de comprar—. Al final, Dresden, voy a acabar el año muy bien. Es una buena señal para el futuro de la Casa Raith ¿no crees?

Los tacones de Trixie Vixen golpearon el suelo.

Raith la miró y luego a Madge.

—¿Puedes hacer el ritual tú sola, cariño?

—Claro, mi señor —dijo Madge con tranquilidad. Sacó una cerilla y encendió una de las velas.

—Muy bien —dijo Raith. Contempló a Trixie con cínico desapego hasta que sus tacones dejaron de golpear el suelo. Después la cogió por el pelo y la arrastró hasta el lado izquierdo del enorme trono. Aún se movía débilmente. La alzó por la nuca y la lanzó a la oscuridad como si fuera una bolsa de basura.

Trixie Vixen no pudo gritar mientras se desplomaba hacia su muerte. Aunque lo intentó.

No pude evitar sentir indignación y lástima al ver morir a otro ser humano. Aunque también lo intenté.

Raith se limpió las manos con unas sacudidas.

—¿Por dónde iba?

—Le estabas contando al mago cómo lo hemos manipulado desde el principio —dijo Madge—. Pero yo te pediría que me dejaras empezar ya con el conjuro. En estos casos es fundamental respetar los tiempos.

—Adelante —dijo Raith. Rodeó el círculo, examinándolo con cuidado, tras lo que se acercó a mí.

Madge cogió un cuchillo curvo ritual, un cuenco de plata y entró en el círculo. Se cortó un dedo con el cuchillo y dejó caer su sangre en torno a la circunferencia, cerrándola tras de sí. Luego se arrodilló junto a la cabeza de Thomas, alzó su rostro con los ojos cerrados y comenzó un lento cántico en una lengua cuyas palabras se retorcían y contorsionaban en sus labios.

Raith la observó durante un largo rato y luego se volvió bruscamente hacia la entrada de la cueva.

La barbie guardaespaldas se puso en tensión, como un perro que ha visto como su dueño saca un paquete de panceta de la nevera.

—Sirenas —dijo Raith con la voz áspera.

—¿De policía? —preguntó Barbie.

—Una ambulancia. ¿Qué ha pasado? ¿Quién los ha llamado?

Barbie negó con la cabeza. Quizá las preguntas eran demasiado complicadas para ella.

—Caray, Raith —dije—. Me pregunto por qué habrán aparecido los de urgencias. Y me pregunto si la policía estará de camino. ¿Tú también te lo preguntas?

El señor de la Corte Blanca me miró furioso, luego caminó hacia el trono ridículamente adornado.

—Supongo que da igual.

—Probablemente —dije—. A no ser que se trate de Inari.

Se detuvo en seco.

—¿Pero cómo iba a ser, no? —pregunté—. Quiero decir que ¿qué le puede haber pasado? E imagina el viaje en ambulancia con algún médico joven y guapo. Estoy seguro de que la nena de papá no saldrá del armario vampírico justo ahora, con algún sanitario de la ambulancia, un médico, un enfermero, o un policía. Imagina que los mata delante de todo el mundo y comienza su vida adulta con un viaje a la cárcel, donde seguro que otras muertes desafortunadas harán que las autoridades la quiten de en medio para siempre.

Raith ni se volvió.

—¿Qué le has hecho a mi hija?

—¿Es que le ha pasado algo a tu hija? —pregunté. Probablemente lo dije de la manera más insultante que pude—. Espero que no sea nada. Pero ¿cómo saberlo? Creo que deberías seguir con la maldición, ¿no?

Raith se volvió a Madge y dijo:

—Continúa. Volveré en seguida. —Después le dijo a la guardaespaldas—: No dejes de apuntar con la pistola a Dresden. Dispárale si intenta escapar. —La guardaespaldas sacó su arma. Raith dio media vuelta y salió disparado de la habitación, más rápido de lo que podría cualquier humano.

Madge prosiguió con su retorcido cántico.

—Hola, Thomas —dije.

Mmmmm —contestó a través de la mordaza.

—Te voy a sacar de aquí.

Thomas alzó la cabeza del suelo y me miró incrédulo.

—Tienes que mantener la concentración, tío. Nada de perder el sentido.

Me miró fijamente durante un segundo más, luego gruñó y dejó caer la cabeza sobre el suelo. Yo no estaba seguro de si aquello era un sí o un no.

—¿Murphy? —dije.

Alzó la vista y luego la volvió a bajar.

—Murph, no te derrumbes. Es el malo y cuando hace de malo se pone increíblemente sexi. Esa es su arma. Está pensada para atraparte.

—No lo pude detener —dijo con voz hueca.

—Es normal.

—Y no me pude detener. —Sus ojos encontraron los míos y volvieron a fijarse en el suelo—. Déjeme en paz, señor Dresden.

—Genial —murmuré. Me centré en la guardaespaldas—. ¡Eh, hola! Oye, hum, no sé cómo te llamas…

Barbie simplemente me miró desde el cañón de su arma.

—Sí, caray ¡cuánta hostilidad! —dije—. Pero oye, eres una persona. Eres humana. Yo soy humano. Deberíamos colaborar entre nosotros para acabar con los vampiros, ¿no?

Nada. Mi gato Mister me da más conversación.

—¡Eh! —grité—. ¡Tú! Muñeca hinchable pirada. ¡Te estoy hablando! ¡Di algo!

Ni mu, pero sus ojos brillaron enojados, la primera emoción que pude reconocer en ellos. Qué pasa, cabrear a la gente es mi don. Tengo la obligación de utilizarlo con responsabilidad.

—¡Oye! —grité con toda la fuerza que pude—. ¿Me has oído, zorra? Me parece que voy a tener que volarte la cabeza, como hice con los kens guardaespaldas y con tu hermanita gemela.

En ese momento los ojos se le llenaron de rabia. Amartilló la pistola y abrió la boca como si fuera a hablar conmigo, pero no llegué a escuchar lo que tenía que decir.

Descalza, Murphy corrió en silencio, saltó y le pegó una patada voladora en el cuello. Traumatismo cervical es una expresión demasiado suave para lo que le pasó al cuello de la barbie guardaespaldas. Los traumatismos cervicales suceden cuando uno se ve envuelto en sucesos más amables y saludables como un accidente de coche. La idea de Murphy era que la patada resultara mortal y eso hizo que el golpe fuera peor que cualquier choque de automóvil.

Se produjo un sonido sordo de fractura y Barbie se desplomó al suelo. La pistola no llegó a dispararse.

Murphy se arrodilló y registró a la mujer, le quitó el arma, un par de cargadores extra, un cuchillo y unas llaves. Se puso de pie y comenzó a probar con todas para intentar abrir las esposas.

Alcé la vista y vi a Madge. Seguía de rodillas dentro del círculo mientras su cántico fluía lentamente de sus labios en una corriente continua. El ritual así lo requería. Si hubiese interrumpido su canto para avisar a la guardaespaldas, o si hubiese salido del círculo habría perturbado el ritual, y ese es el tipo de acción que puede tener consecuencias letales, porque supone una falta de respeto al poder que se está invocando. Estaba tan atrapada como yo.

—Has tardado un montón —le dije a Murphy—. Ya me estaba quedando sin frases e iba a empezar a gritar incoherencias.

—Eso es lo que pasa cuando tu vocabulario está por debajo de tu tanteo medio en los bolos.

—Mi no gustar mujer respondona —dije—. Mujer respondona callar y soltarme o ningún mono la querrá. —Encontró la llave adecuada y me quitó las esposas. Las muñecas y los tobillos me dolían—. Me tenías asustado —dije—. Hasta que me llamaste señor Dresden, casi creí que te tenía dominada.

Murphy se mordió el labio.

—Entre tú y yo, no estoy segura de que no lo consiguiera. —Se estremeció—. No tuve que fingir, Harry. Pero tenías razón en una cosa. Me subestimó. Aunque estuvo muy cerca. Vámonos.

—Espera. No tan rápido.

Murphy frunció el ceño, pero no se dio la vuelta.

—¿Quieres que cubra a Madge? ¿Y si nos planta esa superplasta a nosotros también?

Negué con la cabeza.

—No puede. No hasta que haya completado el ritual.

—¿Por qué no?

—Porque si comete un error, el ritual se volverá contra ella. Quizá no nos toque a nosotros, pero quizá sí… lo que es seguro es que matará a todo el que esté dentro del círculo.

—Thomas —murmuró Murphy.

—Sí.

—¿Y si le fastidio el ritual?

—Pues parafraseando a Kincaid: conseguirías matarnos a todos. Si lo interrumpimos, o si se confunde, todo se irá a la porra.

—Pero si no la detenemos, matará a Thomas.

—Eso también.

—¿Pues qué hacemos entonces? —preguntó Murphy.

—Sorprender a Raith —dije y señalé con la cabeza a la pared donde había estado hasta entonces—. Vuelve al rincón al que te tiró. Cuando entre de nuevo, iremos a por él y lo cambiaremos por Thomas.

—¿Y romper el círculo no joderá el ritual? —preguntó Murphy.

—No si es el círculo exterior —le expliqué—. Ese círculo está ahí para ayudarla a reunir energía para el ritual. Madge tiene cierto talento. E instinto de supervivencia. Podrá aguantar aunque lo rompamos.

Los ojos de Murphy se abrieron como platos.

—Pero romper el triángulo. Eso sí joderá el ritual.

Contemplé a Madge con detenimiento y dije en voz lo bastante alta para que me oyera:

—Sí, y la matará. Pero no vamos a romper el triángulo todavía.

—¿Por qué no? —preguntó Murphy.

—Porque vamos a ofrecerle a Madge la oportunidad de sobrevivir a esta noche, dejando que mate a Raith en lugar de a Thomas, y permitiendo que la maldición se pierda. Mientras alguien muera como está previsto da igual qué haya detrás del ritual. —Me acerqué al círculo—. Si no, todo lo que tengo que hacer es darle una patada a una de estas velas o desdibujar las líneas del triángulo, y apartarme luego para verla morir. Y creo que Madge es una superviviente. Ella se marcha, Thomas sobrevive y Raith dejará de dar problemas.

—Huirá —dijo Murphy.

—Déjala. Podrá huir de los centinelas, pero no esconderse para siempre. El Consejo Blanco tendrá que castigarla por haber matado a personas utilizando magia. Y para ello utilizará cosas puntiagudas y cortantes.

—Burlarse del mago de turno debe de ser muy divertido porque tú y Raith lo hacéis un montón —dijo Murphy—. Pero ¿no crees que se dará cuenta de que ya nadie te apunta con un arma?

Contemplé el cuerpo de la guardaespaldas tirado en el suelo y fruncí el ceño.

—Sí. La muerta me va a delatar, ¿verdad?

Intercambiamos miradas, nos agachamos y cada uno la cogió por un brazo. Arrastramos los restos de la barbie guardaespaldas hacia el borde del abismo y la arrojamos en él. Después, busqué el bastón espada que todavía llevaba enganchado a mi cinturón, y desenfundé.

—Es increíble que Raith no te lo quitara —dijo Murphy.

—La guardaespaldas no parecía tener mucha iniciativa, y él no dijo nada de quitarme la espada. Lo mismo ni se dio cuenta. Estaba demasiado ocupado fardando, y como me habían encadenado…

—Es como un malo de película —dijo Murphy.

—No. Demasiado cliché hasta para Hollywood. —Negué con la cabeza—. Y no creo que ahora mismo piense con claridad. Está demasiado pendiente de acabar con la maldición de muerte de mi madre.

—¿Es un tío duro de pelar? —preguntó Murphy.

—Durísimo. Ebenezar dice que mi magia no lo puede tocar.

—¿Y si le pego un tiro?

—Por intentarlo que no quede —la animé—. Quizá tengas suerte y resuelvas nuestros problemas. Pero tiene que ser un tiro muy bueno el que lo tumbe, y aun así, no hay muchas probabilidades de que eso acabe con él. Los vampiros de la Corte Blanca no encajan los tiros tan bien como los de la Corte Roja, ni son inmunes a ellos como los de la Corte Negra, pero se recuperan con gran rapidez.

—¿Y eso?

—Tienen una reserva de energía vital. Y recurren a ella para ser más fuertes, más rápidos, para recuperarse de heridas, o manipular las sensaciones de un teniente de la policía, ese tipo de cosas. No son tan duros como los de la Corte Negra todo el rato, pero pueden meterle revoluciones al motor si hace falta. Lo más seguro sería asumir que lord Raith tiene un enorme tanque de energía de reserva.

—Si queremos acabar con el definitivamente, antes deberíamos dejarlo sin gasolina.

—Sí.

—¿Y lo podemos hacer?

—Creo que no —dije—. Pero podemos obligarlo a esforzarse al máximo.

—¿Para casi vencerlo? ¿Ese es el plan?

—Sí.

—Pues no es muy bueno, Harry —dijo Murphy.

—Es un plan un tanto osado —admití.

—Yo diría que es más bien una locura.

—Yo también —dije. Le puse las manos sobre los hombros—. Pero no tenemos tiempo para nada más, Murph. ¿Confías en mí?

Alzó las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de resignación (que quedó ligeramente suavizado por el hecho de que llevaba una pistola en una y un cuchillo en la otra) y volvió hacia la pila de almohadones donde Raith la había arrojado al llegar.

—Vamos a morir.

Sonreí y me coloqué de nuevo junto a la argolla donde me habían encadenado. Me quedé allí en la misma postura que antes, y sostuve las esposas a mi espalda, como si aún estuvieran cerradas.

Acababa de ponerme en posición cuando oímos el sonido de una, dos, tres zancadas, como de gacela, en la rampa de la cueva y Raith apareció totalmente fuera de sí.

—¡Será idiota! —le dijo a Madge—. Ese imbécil del estudio de Arturo casi mata a mi hija por pura incompetencia. Los equipos de urgencias se los llevan ya.

Dejó de hablar de repente.

—¿Guardaespaldas? —dijo—. Madge, ¿adónde ha ido?

Madge abrió los ojos exageradamente, sin dejar de pronunciar las resbaladizas y retorcidas palabras del canto y miró a Murphy.

Raith con el cuerpo en tensión por la sospecha, se volvió hacia ella.

Madge tendría que haber prevenido a Raith sobre mí. Eso sí, si consiguió esquivar la magia letal del viejo Ebenezar, tendría recursos defensivos para aburrir, así que no intenté hacerlo saltar por los aires.

En su lugar, hice girar las esposas por encima de mi cabeza y aticé a Raith en la oreja derecha con todas mis fuerzas. Las esposas de acero penetraron en su carne con ferocidad y el vampiro cayó al suelo. Dejó escapar un grito de sorpresa. Cuando se giró hacia mí, sus ojos brillaban con una luz de plata metálica, mientras su oreja destrozada parecía recomponerse a toda velocidad.

Tiré las esposas, saqué mi bastón espada y apunté directamente al ojo izquierdo de Raith. El señor blanco movió una mano con rapidez de vértigo y apartó la hoja afilada como un escalpelo. Le hice un corte profundo en la mano, pero eso no evitó que me golpeara los tobillos con una patada a ras del suelo. Se puso en pie casi antes de que yo terminara de caerme, cogió las esposas ensangrentadas con el rostro desencajado por la ira. Me tiré al suelo y me cubrí el cuello con las manos.

Murphy disparó a Raith por la espalda. La primera bala salió por el lado izquierdo del pecho, perforándole el pulmón. La segunda apareció entre dos costillas al otro lado de su cuerpo.

Entre los dos disparos no transcurrió más de un segundo, pero Raith cambió de dirección, se lanzó a un lado como si fuera un murciélago, y las dos balas siguientes no lo alcanzaron. El movimiento resultó extraño, y un tanto perturbador. Raith prácticamente fluyó al otro lado de la habitación. Se movió con desgana y al mismo tiempo con una velocidad abrumadora. Aterrizó al otro lado de un elaborado biombo de estilo oriental.

Y las luces de la cueva se apagaron.

La única fuente de luz de la caverna eran las tres velas negras en los vértices del triángulo ritual, al fondo de la cámara. La voz de Madge seguía con su canto monótono y líquido, que ahora parecía entonar con cierto desdén, pero sin perder ni un ápice de concentración. El magullado cuerpo de Thomas se retorció al intentar mirar a su alrededor. Tenía los ojos abiertos como platos, por encima del trapo con el que lo habían amordazado. Vi como sus hombros se ponían en tensión al poner a prueba las cadenas. Pero parecían tan firmemente sujetas al suelo como las mías.

La voz de Murphy me llegó entre la oscuridad un momento después, y sonó áspera en comparación con el monótono canto de la maldición entrópica.

—¿Harry? ¿Dónde está?

—No tengo ni idea —dije, mientras mantenía el extremo de la espada mirando al suelo.

—¿Puede ver en la oscuridad?

Hum, te lo diré en un minuto.

—¡Joder! —dijo—. ¡Qué mierda!