Capítulo 2

Fuimos al aeropuerto O'Hare. El hermano Wang me esperaba en la capilla de la terminal internacional. Era un hombre asiático bajo y delgado que vestía una túnica del color del atardecer. Su cabeza calva brillaba y hacía que fuera difícil calcular su edad, aunque su rostro estaba surcado por las arrugas de alguien que sonreía a menudo.

Señora don Dresden —dijo con una amplia sonrisa en cuanto me vio con la caja llena de cachorros dormidos—. Los perritos nos has traído para nosotros.

El inglés del hermano Wang era peor que mi latín, lo que ya es decir, pero su lenguaje corporal era inequívoco. Le devolví la sonrisa y le ofrecí la caja con una inclinación de cabeza.

—Ha sido un placer.

Wang cogió la caja, la dejó con cuidado en el suelo y comenzó a comprobar su contenido. Mientras esperaba, eché una ojeada al pequeño oratorio. Era una sobria habitación diseñada para la meditación, para que aquellos que creían en algo tuvieran un sitio donde manifestar su fe. El aeropuerto había redecorado la sala con una moqueta azul en lugar de la beis que había antes. También habían pintado las paredes y colocado un nuevo atril en la parte frontal, además de media docena de bancos acolchados.

Supongo que cuando hay tanta sangre, siempre queda alguna mancha, no importa cuánto disolvente utilices.

Pisé el lugar donde un amable anciano dio su vida por salvar la mía. Me puso triste, pero no sentí amargura. Si tuviéramos que hacerlo de nuevo, él y yo tomaríamos las mismas decisiones. Solo lamentaba no haber podido conocerlo mejor. No todos los días se encuentra a alguien que te pueda dar una lección de fe sin decir ni una palabra.

El hermano Wang frunció el ceño al ver a los cachorros manchados de polvo blanco y alzó una mano empolvada con expresión inquisitiva.

—¡Huy! —dije.

—¡Ah! —respondió Wang, asintiendo—. ¡Huy! Vale, huy. —Miró la caja algo confuso.

—¿Pasa algo?

—¿Segura están todos los perritos en dentro?

Me encogí de hombros.

—Saqué todos los que había en el edificio. No sé si alguien se llevó alguno antes de que yo llegara.

—Vale —dijo el hermano Wang—. Menos más mejor que nada. —Se enderezó y me ofreció la mano—. Muchas gracias de mis hermanos.

Se la estreché.

—De nada.

—El avión sale ya a casa. —Wang se llevó la mano a la túnica y sacó un sobre. Me lo dio, hizo una inclinación, luego cogió la caja de los perritos y salió de la sala.

Conté el dinero del monje, lo que da idea de mi escepticismo. Me había hecho con una buena suma con aquel caso. Primero tuve que descubrir el rastro del hechicero que había robado los cachorros, luego seguirlo y hacer guardia hasta averiguar cuándo salía a cenar. Necesité casi una semana, trabajando diecisiete horas diarias, para descubrir el lugar exacto donde había escondido a los perros. Me pidieron que los sacara de allí, así que tuve que identificar a los demonios que los custodiaban y crear un hechizo para neutralizarlos sin prender fuego al edificio, por ejemplo. ¡Huy!

Al final la suma total ascendía a dos hermosos montoncitos de billetes de cien. Les cargué un montón de horas por la investigación, además de un suplemento por sacarlos de allí. Si hubiera sabido lo de las boñigas en llamas habría aumentado el precio. Hay cosas que llevan recargo.

Volví al coche. Thomas estaba sentado sobre el capó del Escarabajo. Ni siquiera se había molestado en dejarlo en la plaza de aparcamiento, sino que había estacionado sobre la acera en una zona de carga fuera de la terminal. Una oficial de policía se había acercado para decirle que lo moviera, pero era una mujer bastante atractiva y Thomas era Thomas. Le quitó la gorra y se la puso un poco ladeada. La agente parecía muy relajada y reía cuando llegué al coche.

—Oye —dije—. Vámonos. Tengo cosas que hacer.

—Vale —dijo, quitándose la gorra y devolviéndosela a la agente con una pequeña inclinación—. A no ser que me quieras arrestar, Elizabeth.

—Por esta vez pase —contestó la oficial.

—Maldita sea mi suerte —dijo Thomas.

Ella le sonrió y a mí me miró con el ceño fruncido.

—¿No eres Harry Dresden?

—Sí.

La agente asintió con la cabeza mientras se ponía la gorra.

—Eso me parecía. La teniente Murphy dice que eres buena gente.

—Gracias.

—No era un cumplido. Hay mucha gente que no soporta a Murphy.

—Vaya —dije—. Me pongo rojo con tanto piropo.

La agente arrugó la nariz.

—¿A qué huele?

—A caca de mono chamuscada —dije con rostro impasible.

Me miró con desconfianza por un segundo para ver si le estaba tomando el pelo y luego puso los ojos en blanco. La poli subió a la acera y se alejó caminando. Thomas se bajó de un salto y me tiró las llaves. Las cogí y ocupé el asiento del conductor.

—Vale —dije cuando se hubo sentado—. ¿Dónde puedo encontrar al tipo este?

—Esta noche da una pequeña fiesta para el equipo de la película en un apartamento de Gold Coast. Habrá bebida, música, algo para picar, esas cosas.

—Algo para picar —dije—. Me apunto.

—Pero prométeme que no te llenarás los bolsillos de cacahuetes y galletas. —Thomas me dio la dirección de un bloque de apartamentos bastante pijos a unos cuantos kilómetros al norte y nos pusimos en camino. No dijo nada durante el viaje.

—Aquí gira a la derecha —dijo por fin. Luego me dio un sobre blanco—. Entrega esto a los de seguridad.

Giré donde me había indicado Thomas y me incliné para ofrecer el sobre al guardia que se encontraba en la caseta, a la entrada del aparcamiento.

De repente escuché un gruñido agudo y burbujeante justo debajo de mi asiento. Me estremecí.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Thomas.

Me acerqué a la caseta y detuve el coche. Convoqué mis sentidos de mago y los dirigí hacia la fuente de aquel gruñido continuo.

—Mierda, creo que es uno de…

Una especie de frío grasiento y nauseabundo inundó mi percepción, dejándome sin aliento. Con él capté un vago olor a osario, sangre rancia y carne putrefacta. Me quedé paralizado cuando vi de dónde provenía aquella sensación.

La persona a la que había tomado por guarda de seguridad era un vampiro de la Corte Negra.

Fue en su día un hombre joven. Sus rasgos me resultaban familiares, pero la deshidratación de su piel le había dejado el rostro demasiado demacrado para estar seguro. El vampiro no era alto. La muerte lo había consumido hasta convertirlo en la descarnada caricatura de un ser humano. Tenía los ojos cubiertos por un velo de legañas blancas, y jirones de carne muerta pendían de sus pútridos labios, balanceándose sobre sus dientes amarillos. El pelo, como quebradiza hierba seca, se elevaba sobre su cabeza y estaba cubierto por una especie de moho u hongo.

Me agarró con una rapidez inhumana, pero mis sentidos de mago me habían avisado con tiempo para evitar, por poco, que sus dedos esqueléticos se cerraran sobre mi muñeca. El vampiro se quedó con el extremo de la manga de mi guardapolvos de cuero entre los dedos. Aparté el brazo, pero el vampiro tenía tanta fuerza en las yemas de los dedos como yo en toda la parte superior de mi cuerpo. Tuve que tirar con fuerza y retorcer los hombros para liberarme. Ahogué un grito que la repentina oleada de miedo convirtió en un débil chillido.

El vampiro se abalanzó sobre mí a través de la ventana de la caseta como una serpiente deshidratada. Tuve un momento de pánico al darme cuenta de que si se acercaba lo suficiente estando yo aún dentro del coche, tendrían que esforzarse para despegar mis órganos de aquel amasijo de metal y piezas de repuesto.

Y yo no era lo bastante fuerte para evitarlo.