Capítulo 23

Estaba esperando en el aparcamiento de la central del departamento de policía de Chicago cuando Murphy llegó del gimnasio. Iba en su moto, llevaba unas pesadas botas, un casco negro y una chaqueta de cuero oscura. Vio mi coche al entrar y detuvo la moto en la plaza de garaje de al lado. Su motor dejó escapar un rugido felino y relajado antes de apagarse.

Murphy se bajó de la moto y se quitó el casco. Sacudió el pelo rubio y decidí que le quedaba mejor cuando lo llevaba un poco revuelto.

—Buenos días, Harry.

Al oír su voz, el cachorro comenzó a revolverse en mi bolsillo hasta que consiguió sacar la cabeza para ladrar alegremente a Murphy.

—Buenas —dije—. Pareces bastante animada.

—Y lo estoy —contestó. Rascó la cabeza del cachorro—. A veces me olvido de lo mucho que me gusta ir en moto.

—Os pasa a muchas —dije—. Es por la vibración del motor y todo eso.

Los ojos azules de Murphy brillaron molestos e inquietos.

—Cerdo. Te encanta meter a todas las mujeres en el mismo saco, ¿verdad?

—No es culpa mía que a todas las mujeres les gusten las motos, Murph. Básicamente son vibradores gigantescos con ruedas.

Intentó poner cara de enfadada, pero se le escapó una especie de carcajada y la mueca se convirtió en sonrisa.

—Eres un pervertido, Dresden. —Entonces frunció el ceño y se acercó un poco más—. ¿Qué te ha pasado?

—Ayer me zurraron un poco —dije.

—Te he visto magullado antes y esto es nuevo.

Murph me conocía desde hacía mucho.

—Es un asunto personal —aclaré—. Prefiero no hablar de eso.

Asintió con la cabeza y guardó silencio.

Después de unos segundos le expliqué:

—He descubierto que quizá tenga familia.

—¡Oh! —Frunció el ceño, pero en un gesto de preocupación más que de poli mosqueado—. No te haré más preguntas. Pero si un día te apetece hablar del tema…

—Quiero contártelo —dije—, pero no ahora. ¿Tienes tiempo de desayunar conmigo?

Consultó su reloj. Luego miró una cámara de seguridad y se volvió hacia mí pidiéndome cautela con la mirada.

—¿Es sobre el asunto del que hablamos?

Ajá. Las paredes tenían oídos, lo que implicaba que era el momento de usar eufemismos.

—Sí. Nos encontraremos con otro sujeto para hablar de la situación.

Asintió.

—¿Tienes la información?

—Más o menos —contesté.

—Bueno, ya sabes la ilusión que me hace ir al picnic familiar de hoy, pero quizá me pueda escapar un rato. ¿Adónde quieres ir?

—A La Casa Internacional de las Tortitas.

Murphy suspiró.

—Mis caderas te odian, Dresden.

—Pues espera a que se acomoden en mi elegante auto.

Subimos al coche y dejé al perrito dentro de la caja que llevaba en la parte de atrás y que estaba acolchada con ropa sucia. Comenzó a luchar con un calcetín. Creo que el calcetín le estaba ganando. Murphy lo contemplaba con una sonrisa mientras yo conducía.

Era sábado por la mañana y esperaba que La Casa Internacional de las Tortitas estuviera a rebosar. Pero no. De hecho habían separado toda una zona con unas pantallas con cortinas de acordeón para las mesas reservadas, y aun así no había suficiente público para llenar el espacio restante. Tenían puesta la emisora de radio habitual. La gente que estaba desayunando parecía hacerlo casi en total silencio, y solo se oía el tintineo de los cubiertos en los platos.

Murphy alzó la vista hacia mí y luego miró la sala con el ceño fruncido. Cruzó los brazos sobre el estómago con lo que su mano derecha quedó muy cerca de la pistola que colgaba de su hombro.

—¿Qué pasa en este sitio? —preguntó.

Un movimiento en la zona reservada llamó mi atención, Kincaid apareció e hizo una señal para que nos acercáramos. El fibroso mercenario iba vestido de gris y azul apagado, muy discreto, y llevaba el pelo recogido hacia atrás en una cola de caballo bajo una gorra de béisbol.

Asentí y me acerqué a Kincaid con Murphy a mi lado. Pasamos a la zona reservada.

—Buenas —saludé.

—Dresden —replicó Kincaid. Sus fríos ojos apenas se posaron sobre Murphy—. Espero que no te importe que haya reservado una zona para nosotros.

—No, está bien. Kincaid, esta es Murphy. Murph, Kincaid.

Kincaid ni siquiera la miró. Bajó las cortinas.

—Dijiste que era un asunto de trabajo. ¿Por qué te traes un ligue?

A Murphy se le desencajó la mandíbula.

—No es ningún ligue —dije—. Viene con nosotros.

Kincaid me miró fijamente durante un segundo, todo frío y duro. Luego soltó una ronca carcajada.

—Ya me habían dicho que eras un tío peculiar, Dresden. En serio, ¿qué hace esta aquí?

Los ojos de Murphy se volvieron inexpresivos de la rabia.

—Me parece que no me gusta su actitud.

—Ahora no, guapa —dijo Kincaid—. Estoy hablando de negocios con tu novio.

—No es mi novio —gruñó Murphy.

Kincaid miró a Murphy, luego a mí y de nuevo a Murphy.

—Estarás de coña, Dresden. Esto no es para aficionados. Si vamos contra la Corte Negra, ni tú ni yo tendremos tiempo para hacer de niñera de la pequeña Laura Ingalls aquí presente.

Iba a decir algo, pero lo pensé mejor. Murphy me arrancaría la cabeza si intentaba defenderla cuando ella consideraba que no lo necesitaba. Así que fui prudente y me aparté de ellos un paso.

Murphy clavó los ojos en Kincaid y dijo:

—Ahora lo tengo claro, no me gusta tu actitud.

Los labios de Kincaid se separaron y movió el brazo izquierdo para mostrar a Murphy el arma que escondía debajo de la chaqueta.

—Me encantaría charlar contigo mientras desayunamos, chata. ¿Por qué no pides una trona para que podamos empezar ya?

La expresión de Murphy no flaqueó. Miró a los ojos a Kincaid, luego a su pistola y de nuevo a sus ojos.

—¿Por qué no nos sentamos? Esto no tiene por qué ponerse feo.

Kincaid sonrió más abiertamente y resultó bastante espeluznante. Le puso una de sus manazas sobre el hombro y dijo:

—Este es un asunto para mayorzotes, guapa. ¿Por qué no eres buena chica y te vas a ver tus cintas de Xena o algo así?

Los ojos de Murphy se deslizaron hasta la mano de Kincaid sobre su hombro. Su voz sonó suave, pero también firme.

—Esto es resistencia a la autoridad. Te lo digo una vez. Y no lo pienso repetir. No me toques.

El rostro de Kincaid se deformó de rabia y la empujó.

—Largo de aquí, zorra.

Murphy no se lo repitió. Apenas logré ver sus manos cuando agarró a Kincaid por la muñeca, lo desequilibró con una flexión de rodilla, le retorció el brazo y lo arrojó con fuerza contra una pared. Kincaid cayó sobre una mesa y luego chocó contra la pared, pero dio media vuelta casi de forma instantánea y echó mano de la pistola.

Cuando Kincaid desenfundó, Murphy le inmovilizó la mano que sostenía el arma con un brazo y el peso de su cuerpo. A continuación, una pistola apareció con una rapidez casi mágica bajo la barbilla del mercenario.

—Llámame eso otra vez —dijo en voz baja—. Atrévete. Hazme ese favor.

La expresión de rabia de Kincaid se desvaneció tan rápidamente que solo podía explicarse porque fuera fingida. En su lugar, una ligera sonrisa apareció en su boca, incluso en sus ojos.

—Oye, me gusta —dijo—. Había oído hablar de ella, pero quería verlo por mí mismo. Esta me gusta, Dresden.

Seguro que siempre sacaba la pistola cuando le gustaba una mujer.

—Quizá no deberías hablar de ella como si no te estuviera apuntando con una pistola a la barbilla.

—Quizá tengas razón —admitió. Luego miró a Murphy y alzó la mano izquierda vacía, muy lentamente. Ella le soltó el brazo, bajó el arma y dio un paso atrás, todavía enfadada. Kincaid bajó el arma y se sentó con las palmas de las manos apoyadas sobre la mesa, junto a la pistola.

—Espero que no me guardes rencor, teniente —dijo—. Necesitaba comprobar si estabas a la altura de tu reputación antes de seguir adelante.

Murphy me dirigió su mirada patentada de Harry-eres-idiota y luego contempló con expresión opaca a Kincaid.

—¿Te has quedado a gusto?

—Sí, estoy satisfecho —replicó Kincaid—. Te picas con mucha facilidad, pero al menos eres competente. ¿Eso que llevas es una Beretta?

—Una Sig —respondió Murphy—. ¿Tienes licencia de armas?

Kincaid sonrió.

—Naturalmente.

Murphy resopló.

—Claro que sí. —Miró a Kincaid durante un minuto y luego añadió—: Que te quede clara una cosa desde ya. Soy poli. Y eso significa mucho para mí.

Él la miró pensativo.

—Eso también me lo habían comentado.

—Murph —dije mientras me sentaba en la mesa—. Si tienes algo que decirle, háblalo conmigo. Ahora mismo yo soy su jefe.

Murphy alzó una ceja.

—¿Y tienes la seguridad de que no va a hacer nada ilegal?

—Kincaid —advertí—, nada de saltarse la ley sin consultarlo antes conmigo, ¿estamos?

—Sí, señorito —dijo Kincaid.

Extendí el brazo con la palma hacia arriba.

—¿Lo ves? Sí, señorito.

Miró a Kincaid poco convencida, pero asintió y apartó una silla. Kincaid se puso de pie al ver que ella se iba a sentar, y Murphy lo asesinó con la mirada. Kincaid se volvió a sentar otra vez. Murphy volvió a hacer ademán de sentarse y entonces yo me levanté de la silla. Murphy se puso una mano en la cadera y me miró bastante molesta.

—No cuenta como gesto de caballerosidad si lo haces porque lo ha hecho él.

—Tiene razón —admitió Kincaid—. Adelante, teniente. No seremos educados.

Murphy dijo algo entre dientes y volvió a hacer ademán de sentarse. Yo ya me disponía a incorporarme otra vez, pero ella me dio una patada en la espinilla y se sentó.

—Bueno —dijo—, ¿y qué hacemos ahora?

—Yo me muero de hambre —intervine—. Esperad un momento. —No quise tratar de nada hasta que no pedimos el desayuno y la camarera lo trajo a nuestra mesa. Cuando todo estaba listo y por fin estábamos comiendo, cerramos el acceso al reservado.

—Vale —dije, después de un rato con la boca todavía llena de nirvana gastronómico. La gente podrá decir lo que quiera, pero en La Casa Internacional de las Tortitas saben cómo hacerlas—. Esta reunión es para informaros de lo que averigüé ayer y para trazar un plan de acción.

—Encontrarlos —dijo Murphy.

—Matarlos —añadió Kincaid.

—Sí, eso —dije—, pero he pensado que quizá deberíamos ahondar un poco más en la segunda parte del plan.

—No hace falta —dijo Kincaid—. Por lo que yo sé, matarlos es prácticamente imposible si no sabes dónde se ocultan. —Alzó las cejas y levantó la vista del plato—. ¿Sabes dónde están?

—Aún no —contesté.

Kincaid consultó su reloj y luego volvió a concentrarse en la comida.

—Pues yo tengo poco tiempo.

—Ya lo sé —dije—. Los encontraré hoy.

—Antes del anochecer —dijo Kincaid—. Sería un suicidio ir a por ellos después de la puesta de sol.

Murphy lo miró con el ceño fruncido.

—¿Qué clase de actitud es esa?

—Una muy profesional. Tengo que coger un vuelo a medianoche, me espera otro encargo.

—A ver si lo he entendido —dijo Murphy—. ¿Dejarías a esos bichos asesinos sueltos porque tienes otro compromiso?

—Sí —dijo Kincaid sin dejar de comer.

—¿No te importa que maten a personas inocentes?

—No mucho —contestó Kincaid, y dio un sorbo a su café.

—¿Cómo puedes decir eso y quedarte tan tranquilo?

—Porque es la verdad. La gente inocente muere constantemente. —El cuchillo y el tenedor de Kincaid arañaron su plato al cortar el jamón y los huevos—. De hecho se les da mejor que al típico monstruo asesino.

—¡Dios! —dijo Murphy y clavó su mirada en mí—. Harry, no quiero trabajar con este gilipollas.

—Cuidado, Murph —repuse.

—En serio. ¿Cómo puedes aguantar semejante pasotismo?

Me pasé el pulgar por la ceja.

—Murph, este es un mundo cruel. Y no es culpa de Kincaid.

—Pero le da igual —dijo Murphy—. ¿De verdad este es el tío que quieres tener a tu lado cuanto todo se vaya a la mierda?

—Ha aceptado acompañarnos y luchar —dijo Harry—. Yo le voy a pagar. Es un profesional. Luchará.

Kincaid me apuntó con un dedo y asintió mientras masticaba otro bocado.

Murphy negó con la cabeza.

—¿Y qué pasa con el conductor?

—Llegará hoy —dije.

—¿Quién es?

—No lo conoces —contesté—. Es de fiar.

Murphy me contempló durante un segundo y luego asintió.

—¿Contra qué nos vamos a enfrentar?

—Vampiros de la Corte Negra —dije—. Son al menos dos, puede que más.

—Además de los esbirros que trabajen para ellos —apostilló Kincaid.

—Pueden levantar coches con una sola mano —dije—. Son rápidos, tanto como Jackie Chan. No podemos andarnos con tonterías con ellos, por eso el plan es atacarlos de día.

—Cuando todos estén durmiendo —dijo Murphy.

—Quizá no —dijo Kincaid—. Los más viejos a veces no lo necesitan. Mavra podría estar funcional.

—Pero eso no es todo —dije—, es una iniciada en la magia. Por lo menos, una hechicera.

Kincaid inhaló y espiró lentamente por la nariz. Terminó de masticar la comida y luego dijo «Mierda» antes de seguir con el siguiente bocado.

Murphy frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir con que «por lo menos es hechicera»?

—Es jerga de magos —dije—. Hay mucha gente que puede hacer magia. Cosas pequeñas. Pero a veces los aficionados mejoran con la práctica, o se topan con alguna clase de fuente de poder que los convierte en peligrosos. Una hechicera es alguien que puede hacer serios destrozos con su magia.

—Como el Hombre Sombra —dijo Murphy—. O Kravos.

—Sí.

—Menos mal que nosotros vamos con un mago, ¿no? —dijo Kincaid.

Murphy me miró.

—Los magos podemos hacer hechizos si hace falta —dije—, pero tenemos otras habilidades. El poder de un mago no se limita a hacer saltar las cosas por los aires, o a invocar demonios. Un buen mago puede adaptar su magia a casi cualquier situación. He ahí el problema.

—¿Qué quieres decir? —dijo Murphy.

—A Mavra se le dan bien los velos —dije, mirando a Kincaid—. Mejor que bien. Y la otra noche se comunicó mentalmente a distancia.

Kincaid dejó de comer.

—¿Estás diciendo que es vampiro y mago? —preguntó Murphy.

Kincaid me miró fijamente.

—Es posible —dije—. Quizá hasta probable. Eso explicaría por qué Mavra ha sobrevivido tantos años.

—Este trabajito cada vez pinta peor.

—¿Lo quieres dejar? —pregunté.

Guardó silencio durante un minuto y luego negó con la cabeza.

—Pero si Mavra va a estar despierta y activa, y si es capaz de atacarnos con magia en un espacio cerrado, también podríamos tomarnos un Bacardi con estricnina y ahorrarnos el viaje.

—Le tienes miedo —dijo Murphy.

—Desde luego —contestó Kincaid.

Frunció el ceño.

—Harry, ¿podrás bloquear su magia, como hiciste con la de Kavros?

—Eso depende de lo fuerte que sea —aduje—. Pero un mago podría aplacarla. En teoría.

Kincaid movió la cabeza de lado a lado.

—Bloqueo mágico. Lo he visto hacer —dijo—. Y una vez también vi cómo fallaba. Todo el mundo murió.

—¿Menos tú? —pregunté.

—Yo estaba detrás, cubriendo a nuestro hechicero cuando le explotó la cabeza. No llegó ni a la puerta. —Kincaid rebañó el plato con un trozo de salchicha—. Aunque consiguieras bloquearla, Mavra será muy dura de pelar.

—Por eso me cobras lo que me cobras —concluí.

—Cierto.

—Vamos a entrar con toda la parafernalia clásica —dije—. Ajo, cruces, agua bendita, lo típico.

—Oye —atajó Murphy—. ¿Y por qué no llevas también el sol de bolsillo del que me has hablado? ¿Y el pañuelo blanco que utilizaste contra Bianca hace unos años?

Torcí el gesto.

—No puedo —respondí.

—¿Por qué no?

—Es imposible, Murph. Da igual la razón. —Encaucé la conversación de nuevo hacia el tema en cuestión—. Deberíamos poder contener a Mavra mientras nos ocupamos de sus matones. Luego iremos a por ella, ¿alguna pregunta?

Kincaid tosió ostensiblemente y señaló con la cabeza la nota que nos había dejado la camarera sobre la mesa. Fruncí el ceño y rebusqué en los bolsillos. Conseguí reunir bastante para pagar, pero solo porque encontré unas monedas sueltas en los bolsillos de mi abrigo. Dejé el dinero sobre la mesa. No había suficiente para la propina.

Kincaid contempló la montaña de billetes pequeños y monedas y luego me estudió con una mirada distante y calculadora que a más de uno habría puesto muy nervioso. Por ejemplo, a esos que dicen que van a pagar mucho dinero por algo y luego resulta que no tienen nada.

—Pues por ahora eso es todo —dije, mientras me levantaba—. Coged todo lo que vayáis a necesitar y nos veremos más adelante. Quiero caer sobre ellos en cuanto los encuentre.

Kincaid asintió y volvió a su plato. Yo me marché. Sentí un picor en la espalda y me di la vuelta para mirar a Kincaid. Murphy me seguía y nos dirigimos directamente hacia el Escarabajo.

Murphy y yo no hablamos en el camino de vuelta a la Central. Una vez allí, detuve el coche y ella echó una ojeada al interior.

—¿Qué le ha pasado al Escarabajo?

—Demonios fúngicos.

—Ya.

—¿Murph?

¿Hum?

—¿Estás bien?

Apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea.

—Estoy haciendo los ajustes mentales pertinentes. Cuando pienso en ello, creo que estamos haciendo lo correcto y lo más responsable. Pero soy agente de policía desde antes de que tuviera edad para beber y todo este rollo de cowboy no me parece… bien. Un buen poli no hace estas cosas.

—Eso depende del poli, creo —dije—. Mavra y su plaga están por encima de la ley, Murph, en todos los sentidos. La única forma de detenerlos es que aparezca alguien y acabe con ellos.

—Eso lo sé aquí. —Se señaló la frente con un dedo. Después cerró la mano en un puño y se lo puso sobre el corazón—. Pero no lo siento aquí. —Guardó silencio durante un momento y dijo—: Los vampiros no son el problema. Puedo enfrentarme a ellos. Sin miramientos. Pero también habrá seres humanos. No sé si podré apretar el gatillo sabiendo que hay personas que podrían salir heridas. Mi trabajo es protegerlas, no matarlas en un fuego cruzado.

Ante eso, poco podía argumentar.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo después de un minuto.

—Claro.

Me estudió con una ligera mueca de preocupación.

—¿Por qué no puedes hacer lo de la luz del sol? Creo que nos vendría muy bien. Y tú no te sueles dar por vencido diciendo que algo es imposible.

Me encogí de hombros.

—Lo volví a intentar hace un par de años —le expliqué—. Después de que estallara la guerra. Y resultó que tienes que ser feliz para poder desplegar la luz del sol en un pañuelo. Si no, no funciona.

—¡Ah! —dijo Murphy.

La miré resignado.

—Bueno, estaré en Wolf Lake Park, en el picnic, al menos un par de horas durante el almuerzo. Pero llevaré el busca —dijo.

—Vale. Siento no haber podido arrastrarte a la horripilante, sangrienta y moralmente cuestionable carnicería a tiempo.

Sonrió, más con los ojos que con la boca.

—Nos vemos dentro de un rato, Harry. —Salió del coche. Consultó su reloj y suspiró—. Tenemos dos horas y continúa la cuenta atrás.

La miré atónito.

¡Uau!

Murphy me dedicó una mirada escéptica.

—¿Qué?

—¡Uau! —repetí. Una idea comenzó a tomar forma en mi cabeza e intenté hacer memoria para comprobar si los hechos encajaban—. Una cuenta atrás, hijo de puta.

—¿De qué estás hablando?

—¿Tienes los informes policiales de las dos mujeres que murieron en California?

Murphy enarcó una ceja, pero dijo:

—En el coche. Espera un segundo. —Recorrió unos metros hasta su coche. Oí como abría el maletero y luego lo volvía a cerrar. Reapareció con una gruesa carpeta de papel manila y me la pasó.

Encontré los informes dentro y los ojeé con avidez.

—Aquí está —dije, dando golpecitos con el dedo en el informe—. Ya sé cómo lo están haciendo. ¡Joder, debería haberlo imaginado antes!

—¿Cómo están haciendo el qué? —preguntó Murphy.

—El mal de ojo —dije. Las palabras salieron apresuradamente de mi boca, y el nerviosismo creció—. El malocchio. La maldición que se cierne sobre la gente de Genosa. Es como una cuenta atrás.

Inclinó la cabeza a un lado.

—¿Está automatizada?

—No, no —dije, agitando las manos—. Sigue un horario. Las dos mujeres fueron asesinadas por la mañana, un poco antes de las diez. —Cerré los ojos, intentando recordar los informes que me había dado Genosa—. Vale… concretamente a las nueve y cuarenta y siete y a las nueve cuarenta y ocho. Murieron a la misma hora.

—Esa no es la misma hora, Harry.

Agité una mano, impaciente.

—Claro que sí. Te apuesto lo que quieras. La hora de la muerte la apunta cualquier agente en la escena del crimen, ¿y qué más da un minuto arriba o abajo?

—¿Por qué es tan importante? —preguntó Murphy.

—Porque las dos maldiciones que cayeron sobre Chicago llegaron a las once y cuarenta y siete de la mañana, y anoche a esa misma hora. Añade dos horas a las muertes de California para compensar la diferencia horaria. Alguien lanzó la maldición a la misma hora. Trece minutos antes del mediodía o de la medianoche. —A partir de ahí seguí la lógica del argumento—. ¡Caray! —dije asombrado.

—No voy a pedir que te expliques cada vez que haces una pausa, Harry, porque sabes perfectamente que no tengo ni puñetera idea de lo que estás hablando o lo que eso significa.

—Significa que el asesino no ha lanzado la maldición él solo —dije—. Significa que la única razón de hacerlo así es porque no tiene otro remedio. El asesino está usando magia ritual. Cuenta con un patrocinador.

—¿No quieres decir una empresa? —preguntó Murphy.

—No —contesté—. ¿Qué hora es?

—Las diez y media —dijo Murphy.

—Sí —susurré mientras metía primera—. Si me doy prisa llegaré a tiempo.

—¿A tiempo de qué?

—De proteger a Genosa y a su gente —dije—. La maldición entrópica caerá sobre ellos dentro de una hora más o menos. —Hundí el pie en el acelerador y grité a través de la ventanilla, por encima del hombro—: ¡Esta vez estoy preparado!