Capítulo 36
Me senté en el silencio que quedó tras la marcha del viejo y sentí muchas cosas. Me sentí cansado. Sentí miedo. Y me sentí solo. El cachorro se incorporó y desplegó parte de la sabiduría y compasión de su raza. Se acercó a mí, torpe, se subió a mi regazo y luego comenzó a lamerme la barbilla.
Acaricié su suave pelo de cachorro y me noté una inesperada sensación de consuelo. Sí, era pequeño, y sí, era solo un perro, pero era tierno, cariñoso y una bestiecilla muy valiente. Y yo le gustaba. Me siguió dando sus besos de cachorro mientras meneaba el rabo, hasta que por fin le sonreí y lo acaricié a contrapelo.
Mister no iba a permitir que un simple chucho le comiera el terreno. El pesado gato bajó de la estantería en la que descansaba y comenzó a frotarse una y otra vez contra mi mano, así que no tuve más remedio que hacerle caso a él también.
—Ya sé que no quieres causar problemas —le dije al perro—. Pero yo ya tengo un compañero de piso. ¿Verdad, Mister?
Mister me miró con sus enigmáticos ojos de gato, empujó al perro y después perdió todo interés en mí. Saltó al suelo, donde el cachorro ya había logrado ponerse en pie de nuevo y movía el rabo con vigor mientras amagaba torpes ataques hacia el gato, deseoso de jugar. Mister echó las orejas atrás con desdén y volvió a su estantería.
Yo reí. No pude evitarlo. El mundo quizá fuera un lugar terrible, traicionero y mortífero, pero jamás acabaría con la risa. La risa, al igual que el amor, tiene el poder de sobreponerse a las peores cosas que nos arroja la vida. Y además, lo hace con estilo.
Me puse en marcha. Me vestí con el uniforme de trabajo: pantalones militares negros, una gruesa camisa de lana de color rojo y botas negras de combate. Me coloqué el cinturón de la pistola con una mano, enganché la funda de mi bastón espada al cinturón y lo cubrí todo con mi abrigo. Comprobé que llevaba el amuleto de mi madre y el brazalete escudo. Luego me senté y llamé al móvil de Thomas.
Había escuchado solo medio tono cuando alguien descolgó y una voz de mujer respondió asustada:
—¿Tommy?
—¿Inari? —pregunté—. ¿Eres tú?
—Sí —confirmó—. Eres Harry, ¿verdad?
—Por lo menos durante un par de horas más —dije—. ¿Puedo hablar con Thomas, por favor?
—No —respondió Inari. Sonó como si hubiera estado llorando—. Esperaba que tú fueras él. Creo que está metido en algún lío.
Fruncí el ceño.
—¿Qué clase de lío?
—Vi a uno de los hombres de mi padre —me explicó—. Creo que tenía un arma. Obligó a Thomas a dejar el teléfono en el garaje y a entrar en un coche. No sé qué hacer.
—Tranquila, cálmate —dije—. ¿Dónde estaba cuando se lo llevaron?
—En el estudio —respondió con voz triste—. Me trajo cuando supo lo del tiroteo. Yo también estoy aquí.
—¿Y Lara? —pregunté.
—Sí, está conmigo.
—Dile que se ponga, por favor.
—Vale —dijo Inari.
El teléfono crepitó. Unos segundos después escuché la voz de Lara deslizarse por el teléfono y acariciarme la oreja.
—Hola, Harry.
—Lara. Sé que tu padre está detrás de la maldición, compinchado con las mujeres de Arturo. Sé que quieren matar a su prometida para que Arturo vuelva al redil y al control de Raith. Pero tengo una pregunta.
—¡Ah! —dijo.
—Sí. ¿Dónde está Thomas?
—Los hombres tan sutiles me ponen un montón —dijo—. Eres pura elegancia.
—Pues intenta controlarte un poco —le espeté—. Lo quiero de una pieza. Estoy dispuesto a matar a cualquiera que se me ponga por delante. Y estoy dispuesto a pagarte para que me ayudes.
—¿Ah, sí? —dijo Lara. Oí que decía algo en voz baja, supongo que a Inari. Esperó un momento, escuché como se cerraba una puerta y el tono de su voz cambió sutilmente, se hizo más pragmática—. De acuerdo, te escucho.
—Estoy en condiciones de ofrecerte la Casa Raith. Y la Corte Blanca que la acompaña.
Se hizo un silencio sorprendido. Luego dijo:
—¿Y cómo conseguirías semejante cosa?
—Echando a tu padre del poder y poniéndote en su lugar.
—Eso es muy impreciso y la situación es complicada —dijo, pero distinguí una nota de emoción y nerviosismo en su voz—. Las otras casas de la Corte Blanca siguen a la Casa Raith porque temen y respetan a mi padre. Me parece poco probable que transfieran ese respeto a mí.
—Poco probable, pero no imposible. Creo que se puede hacer.
Oí un suave y lento ronroneo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué esperas de mí a cambio? Si mi padre decide acabar con Thomas, yo no podré detenerlo.
—No hará falta. Solo tienes que llevarme ante él. Yo me encargaré de Thomas.
—Tras lo cual mi padre quedará tan impresionado con tus dotes diplomáticas que me cederá el mando, ¿no es eso?
—Algo así —dije—. Tú condúceme hasta él. Luego lo único que tendrás que hacer es observar desde la barrera mientras el siervo Dresden se encarga de tu padre.
—Humm —dijo—. Eso desde luego elevaría mi estatus entre los señores de la corte. Organizar una rebelión no es nada nuevo, pero muy pocos consiguen un asiento en primera fila. Ser testigo directo de todo es algo que no está al alcance de cualquiera.
—Además, si al final las cosas no salieran bien para mí, estarías en una buena posición para acuchillarme por la espalda y conservar el afecto de tu padre.
—Claro —dijo, sin indicio alguno de vergüenza—. Me conoces bastante bien, mago.
—Oh, y quería pedirte otra cosa.
—¿Sí? —preguntó.
—Deja a la chica tranquila. No la presiones. No la coacciones. Deja a Inari en paz. Cuéntale lo que ocurre en vuestra familia y que sea ella quien decida sobre su futuro.
Esperó un momento y luego dijo:
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
Volvió a ronronear.
—Vaya. Todavía no sé si eres realmente formidable o simplemente un pobre idiota, pero por el momento te encuentro bastante excitante.
—Las chicas me lo dicen mucho.
Rió.
—Supongamos por un momento que encuentro tu propuesta razonable. Necesitaría saber cómo pretendes derrocar a mi padre. Porque no sé si te han dicho que es invencible.
—No, de eso nada —dije—. Te demostraré lo débil que es en realidad.
—¿Y eso cómo lo sabes?
Cerré los ojos y dije:
—Intuición.
Lara guardó silencio pensativa durante un momento, después dijo:
—Hay algo más que debo saber, mago. ¿Por qué? ¿Por qué haces esto?
—Le debo varios favores a Thomas —dije—. Ha sido un buen aliado, y si ahora lo dejo en la estacada me perjudicará a la larga, cuando vuelva necesitar ayuda de otros. Además, si todo sale como lo he planeado, habrá alguien más razonable al frente de la Corte Blanca.
Lara hizo un sonido suave que probablemente solo indicaba que estaba pensando, aunque seguramente habría sido más interesante en la oscuridad. Hum, quiero decir, en persona.
—No —dijo entonces—. No es solo por eso.
—¿Por qué no?
—Sería una razón válida si se tratase de mí —dijo—. Pero tú no eres yo, mago. Ni tampoco eres como la mayoría de los de tu raza. No pongo en duda que tengas habilidad para la maquinación, pero no creo que forme parte de tu verdadera naturaleza. Te preparas para correr un terrible riesgo, y quisiera saber por qué estás decidido a hacerlo.
Me mordí el labio por un segundo sopesando mis opciones y las posibles consecuencias. Me decidí a hablar:
—¿Sabes quién fue la madre de Thomas?
—Margaret LeFay —dijo intrigada—. Pero ¿qué tiene que ver eso…? —Se calló de repente—. ¡Ah! Ahora lo entiendo. Eso explica muchas cosas sobre su posición en algunos asuntos durante estos últimos años. —Dejó escapar una risilla, pero me pareció más bien triste—. Os parecéis bastante, ¿sabes? Thomas se arrancaría un brazo antes que permitir que alguno de sus hermanos resultara herido. Es bastante irracional en ese aspecto.
—¿Esa razón te vale? —pregunté.
—No creas que no siento afecto por mi familia, mago. Me vale.
—Además —añadí—. Te acabo de revelar un secreto que puedes utilizar para algún que otro chantaje.
Rió.
—Oh, qué bien me conoces.
—¿Te apuntas?
Guardó silencio y cuando por fin habló de nuevo, su voz sonó más firme y más codiciosa.
—No sé con exactitud adónde puede haber llevado mi padre a Thomas.
—¿Lo podrías averiguar?
Su voz adquirió un tono más pensativo.
—De hecho, creo que sí. Quizá sea cosa del destino.
—¿El qué?
—Ya lo verás —dijo—. ¿De cuánto tiempo disponemos?
—Del mínimo posible —dije—. Cuanto antes lo encuentre, mejor.
—Necesitaré media hora o un poco más. Nos vemos en la casa de mi familia, al norte de la ciudad.
—En media hora —dije—. Hasta entonces.
Colgué el teléfono justo cuando oí como un rugido sordo se acercaba a mi casa. Un momento después, Murphy entraba por la puerta. Iba vestida de motera, con vaqueros y chupa de cuero.
—Supongo que vamos a alguna parte.
—De momento a darle caña a la moto —dije—. ¿Lista para otra pelea?
Sonrió. Me tiró un casco de color rojo y dijo:
—Sube a la moto, moreno.