Capítulo 12
Pasé por mi apartamento para comer, darme una ducha y ponerme algo que no estuviera manchado de sangre. Un viejo y castigado Volkswagen Golf recibió un empujoncito por detrás de un Chevrolet Suburban y estuvimos atascados durante un rato. Como resultado, llegué unos minutos tarde al estudio.
Una chica que me resultaba vagamente familiar y que sostenía una carpeta me recibió en la puerta. Aún no habría cumplido los veintiuno, pero compensaba su inmadurez con lo que solo puedo describir como una actitud notablemente desenvuelta. Era guapa, tirando a delgaducha, y su piel era del color de la nata. Llevaba el pelo oscuro recogido como la princesa Leia, en dos rodetes. Vestía unos vaqueros, una camisa estilo campesino y unas sandalias con pinta de ser bastante incómodas.
—Hola —dijo.
—Hola a ti también.
Consultó su carpeta.
—Tú debes de ser Harry, supongo. Eres el último que queda y llegas tarde.
—Esta mañana fui puntual.
—Bueno, así que llegas tarde la mitad de las veces. Vaya, menudo logro. —Sonrió para hacerme ver que estaba bromeando—. ¿No te vi hablando con Justine en la fiesta de Arturo?
—Sí, estuve allí. Me tuve que marchar antes de convertirme en calabaza.
La joven rió y me ofreció una mano.
—Me llamo Inari. Soy ayudante de producción.
Le estreché la mano. Llevaba una colonia dulce y suave que me gustó, me recordaba a la canción de las cigarras y a las tranquilas noches de verano.
—Encantado de conocerte, a no ser que me vayas a quitar el puesto. No habrás venido a reemplazarme, ¿no?
Inari sonrió y ese gesto transformó su cara de moderadamente atractiva a maravillosa. Se le marcaban unos hoyuelos encantadores.
—Soy una especie de ayudante del ayudante, estoy por debajo de ti en el escalafón, así que tu trabajo no corre peligro. —Consultó su reloj de plástico—. ¡Oh, Dios, tenemos que darnos prisa! Arturo me pidió que te llevara a su despacho en cuanto llegaras. Por aquí.
—¿Qué quiere?
—Ni idea —dijo Inari. Comenzó a caminar a buen paso y tuve que esforzarme un poco para seguir su ritmo mientras me conducía hacia el interior del edificio. Pasó página en su carpeta y cogió un boli que guardaba en uno de los rodetes de pelo—. Oh, ¿qué ingredientes quieres para tu pizza vegetariana?
—Vacas y cerdos muertos —dije.
Me miró y arrugó la nariz.
—Son bichos vegetarianos —dije en mi defensa.
Me miró escéptica.
—¡Con todas las hormonas y aditivos que le echan a la carne! ¿No sabes que comer carne puede tener efectos negativos? ¿Tienes idea de los daños a largo plazo que las carnes grasientas pueden provocar en el tracto intestinal?
—Prefiero disfrutar de mi estatus como último eslabón en la cadena alimenticia y me río del colesterol.
—Con semejante actitud acabarás con las arterías petrificadas.
—Pues muy bien —me resigné.
Inari negó con la cabeza con expresión amable, pero inflexible.
—Todo el mundo se apuntó a la verdura cuando yo pedí mi pizza. Si alguien elige carne, la grasa se extenderá por toda la pizza, por eso estuvieron de acuerdo con las verduras.
—Vale, pues yo también.
—Pero ¿qué quieres en la tuya? O sea, se supone que estoy aquí para dar gusto a todos.
—Pues sacrifica a algún animalito —dije—. Es por las proteínas.
—Ah, haberlo dicho antes —repuso Inari sonriéndome. Nos detuvimos frente a una puerta y escribió sobre la hoja—: Extra de queso, con judías y cereales. O espera. Tofu. Proteínas. Pues ya lo tienes.
Pizza de tofu, Dios santo. Debería cobrar más.
—Muy bien. —El cachorro se revolvió en mi bolsillo y me detuve—. Hay una cosa con la que sí me podrías ayudar.
Inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Ah, sí?
Metí la mano en el bolsillo y saqué al cachorro. Estaba durmiendo, totalmente grogui.
—¿Podrías hacerle compañía a mi amigo mientras hablo con Arturo?
La joven se derritió de ternura como solo las chicas saben hacerlo, cogió al perrito y comenzó a acunarlo mientras cantaba.
—Es una monada. ¿Cómo se llama?
—No tiene nombre —respondí—. Solo lo cuido durante unos días. Quizá tenga sed o hambre cuando se despierte.
—Me encantan los perros —dijo—. Lo cuidaré bien.
—Muchas gracias.
Comenzó a alejarse.
—Ah, Harry, casi se me olvida. ¿Qué quieres para beber? ¿Qué tal una Coca-Cola?
La miré con desconfianza.
—¿Con toda su cafeína, espero?
Inari alzó una ceja.
—Me gusta la comida sana, pero no estoy loca.
—Bien dicho —dije. Me dedicó otra radiante sonrisa y se marchó por el pasillo, sosteniendo el cachorro como si fuera de cristal. Yo entré en el despacho.
Arturo Genosa estaba sentado en la esquina de una mesa. Su pelo plateado parecía enredado y un puro a medio terminar se consumía en el cenicero que estaba a su lado. Logró esbozar una sonrisa cansada al verme entrar.
—Hola, Harry. —Se acercó y me dio un abrazo de macho mediterráneo, de esos que te dejan sin respiración—. Dios te bendiga, Dresden. Sin ti creo que los habría perdido a los dos. Gracias.
Me besó en las dos mejillas. Yo no soy de los que besan y abrazan, la verdad, pero pensé que sería otra de esas costumbres europeas. Eso, o me había sentenciado a muerte. Di un paso hacia atrás y pregunté:
—¿La chica se va a poner bien?
Arturo asintió.
—Vivirá. ¿Cómo? Eso ya no lo sé —agitó una mano señalando el cuello—. Las cicatrices. Le van a quedar varias.
—Malo para una actriz.
Asintió con la cabeza.
—En tu anuncio de la guía telefónica también dices que das consejos.
—En realidad, los vendo —admití—. Pero es más para…
—Necesito saberlo —dijo—. Necesito saber si debería detener el rodaje.
Alcé una ceja.
—¿Cree que esa es la causa de todo lo que está pasando?
Cogió su puro y jugueteó con él.
—Ya no sé qué creer. Esta última vez yo no estaba aquí, no creo que los ataques estén dirigidos a mí.
—Estoy de acuerdo —convine—. Y es un mal de ojo, de eso estoy seguro.
—Dresden, si un hombre me amenaza, me enfrento a él. Pero este individuo, quienquiera que sea, se está cebando con personas de mi entorno. Ya no es solo cosa mía.
—¿Por qué querría nadie detener el rodaje, señor Genosa? —pregunté—. Quiero decir, discúlpeme si lo que voy a decir le molesta, pero parece una película erótica como hay miles.
—No lo sé. Quizá sea cuestión de dinero —respondió—. Soy un pequeño empresario que puede constituir una amenaza para otros de mayores dimensiones. Así que se unen y deciden presionar. Sin armar mucho jaleo, ya me entiende.
—Si no le he entendido mal, me acaba de decir que se siente perseguido por una supuesta organización secreta de empresarios de pornografía.
Genosa se puso el puro en la boca, sin dejar de darle vueltas. Tamborileó con los dedos en la mesa y bajó la voz.
—Tú te lo tomarás a broma, pero en los últimos años alguien ha ido comprando productoras poco a poco.
—¿Quién?
Negó con la cabeza.
—No lo sé. He investigado, pero yo no soy detective. ¿Crees que tú podrías…?
—Ya estoy en ello. Le avisaré si descubro algo.
—Gracias —dijo—. Y ¿qué hago hoy? No puedo permitir que nadie más salga herido.
—¿Se está quedando sin tiempo, verdad? Si no acaba la película su negocio irá a la quiebra.
—Sí.
—¿De cuánto tiempo dispone?
—Hoy y mañana —me informó.
—Entonces debe preguntarse hasta qué punto está dispuesto a dejar que su ambición ponga en peligro la vida de sus colaboradores. Y luego debe considerar si va a permitir que alguien lo asuste hasta el punto de controlar su vida. —Fruncí el ceño—. Incluso puede que las vidas de más personas. Tiene razón cuando dice que esto no solo le atañe a usted.
—¿Cómo voy a tomar semejante decisión? —preguntó.
Me encogí de hombros, y pasé a tutearle:
—Mira, Arturo. Debes decidir si vas a proteger a estas personas o a ser su jefe. Son cosas distintas.
Hizo rodar el puro hacia delante y hacia atrás entre los dedos, y luego asintió lentamente.
—Son adultos. No soy su padre. Pero no puedo pedirles que arriesguen sus vidas si no están dispuestos. Les diré que pueden marcharse si así lo desean, sin problemas.
—¿Y tú te quedarás?
Asintió con firmeza.
—El jefe, entonces —sentencié—. Quién sabe, puede que la próxima vez te compre una gran mesa redonda, Arturo.
Tardó un segundo, pero se rió.
—Ya, Arturo y Merlín.
—Sí —contesté.
Me miró pensativo.
—Das buenos consejos. Para ser un hombre joven, tienes mucho sentido común.
—Eso lo dices porque aún no has visto mi coche.
Arturo rió. Me ofreció un puro, pero lo rechacé con una sonrisa.
—No, gracias.
—Pareces preocupado.
—Sí. Hay algo en todo esto que no encaja. Resulta muy hinky.
Genosa me miró confuso.
—¿Cómo has dicho?
—Hinky —repetí—. Hum, es una palabra que se utiliza aquí en Chicago. Quiero decir que hay algo que no está bien.
—Sí —dijo—. Han muerto personas.
—No es eso —intenté explicarme—. Los ataques han sido brutales. Eso significa que la intención de quienquiera que esté detrás, es igualmente brutal. No puedes manejar esa clase de magia si no crees realmente en ella. No es algo que utilizaría un simple competidor en el negocio, ni siquiera suponiendo que unos peces gordos de la industria decidieran optar por la magia negra en lugar de contratar los servicios de unos matones de a cincuenta dólares la hora para que te dieran una paliza.
—¿Piensas que es algo personal? —preguntó.
—Todavía no pienso nada —le dije—. Tengo que investigar más.
Asintió con expresión sombría.
—Si te quedas, ¿seguirás protegiendo a mi gente?
—Eso creo.
Apretó los labios, parecía decidido.
—Entonces les diré que…
La puerta se abrió de golpe y una diosa hecha mujer irrumpió en la habitación. Debía de medir uno sesenta, y llevaba el pelo rojo con mechas rubias largo hasta la cintura. Calzaba unos zapatos de tacón alto y vestía un conjunto de dos piezas de lencería de color verde oscuro con pinta de costar caro y lo bastante transparente para que uno se preguntara cuál era realmente el objetivo de llevar aquello puesto. Quizá fuera porque resaltaba las agradables proporciones de su cuerpo tonificado y atlético.
—Arturo, cerdo europeúcho —gruñó—. ¿Qué crees que estás haciendo, trayendo a esa mujer aquí?
Genosa acusó el tono y no miró a la mujer.
—Hola, Trish.
—No me llames así, Arturo. Te lo he dicho mil veces.
Genosa suspiró.
—Harry, esta es mi más reciente ex mujer, Tricia Scrump.
¿Y dejó que se le escapara esta joya? Alucinante.
La mujer entornó los ojos.
—Trixie Vixen. Me lo he cambiado.
—Vale —admitió Arturo, conciliador—. ¿A qué viene todo esto?
—Sabes perfectamente a qué viene —le espetó—. Si crees que en esta película van a salir dos estrellas, estás muy equivocado.
—No es eso lo que había planeado —contestó—. Pero con Giselle en el hospital, tuve que buscar una sustituta y con tan poco tiempo…
—No seas condescendiente conmigo —dijo Tricia rechinando los dientes—. Lara está retirada. Re-ti-ra-da. Esta es mi película. Y no voy a permitir que utilices mi gancho con el público para publicitar la vuelta de esa… guarra.
En ese momento, algo me hizo recordar aquel dicho sobre las pajas en ojos ajenos y las vigas en los propios.
—No te preocupes —medió Genosa—. Actuará bajo seudónimo. Tú eres la estrella, Tricia. Eso no ha cambiado.
Trixie Vixen se cruzó de brazos, aumentando exponencialmente su canalillo.
—Muy bien —respondió—. Que quede bien claro.
—Está claro —dijo Arturo.
Se echó el pelo hacia atrás en un gesto lleno de arrogancia y luego me miró con cara de asco.
—¿Y quién es este?
—Harry —contesté—. Ayudante de producción.
—Muy bien, Larry. ¿Dónde coño está mi café? Lo pedí hace una hora.
Me pareció evidente que la realidad no formaba parte de la vida de Tricia Scrump. Probablemente su idea de realidad la guardaba en el mismo lugar que los buenos modales. Iba a mandarla a hacer puñetas, pero la mirada de pánico de Arturo evitó que dijera lo primero que se me había venido a la cabeza.
—Lo siento, ahora me ocupo de eso.
—Eso espero —me advirtió. Luego dio media vuelta sobre uno de sus tacones, enseñándonos el mini-tanga y un culo que probablemente mereciera una mención especial en los títulos de crédito. Después, salió del despacho.
O al menos esa era su intención inicial, porque se detuvo de repente, paralizada, con todo el cuerpo en tensión.
Una mujer que hacía que Trixie Vixen pareciera la hermanastra fea apareció en la puerta y le bloqueó la salida. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no quedarme mirándola embobado.
La belleza de Tricia Trixie Scrump, antes Genosa y ahora Vixen, respondía a un código. Se podía hacer una lista: boca preciosa, ojos profundos, grandes pechos, cintura estrecha, caderas redondas y unas piernas largas y bonitas. Sile, sile, sile. Parecía hecha de encargo según un catálogo. Era una mujer increíble pero prefabricada, como de mentira.
La recién llegada en cambio era otra cosa. Pura elegancia. Belleza. Arte. Y como tal, no era tan fácil de catalogar.
Era alta, pero aun así llevaba unas botas de tacón de estilo Victoriano y cuero italiano. Su cabello era tan oscuro que mostraba un brillo azulado y contenía el torrente de relucientes rizos con un par de horquillas de marfil. Tenía los ojos verdes oscuros con toques de violeta en el centro. Vestía con una elegancia innata: tejidos naturales, una falda negra, una chaqueta bordada con un dibujo abstracto de rosas rojas y una camisa blanca.
Cuando me puse a pensar después, la verdad es que no podía recordar con claridad cómo eran su cara, o su cuerpo, más allá de la noción de que me parecieron increíbles. De hecho, su apariencia era irrelevante. Al menos, no más importante que la copa de cristal que contiene el vino. En el mejor de los casos debe resultar invisible y resaltar el espíritu que lo alberga. Más allá de la mera presencia física, pude sentir su naturaleza, su fuerza, su inteligencia sazonada con un agudo ingenio y con un deseo lánguido y sensual.
O quizá el deseo partiera de mí. En tan solo cinco segundos dejé de fijarme en los detalles y me limité a desearla. La quería en el sentido más primitivo y de todas las formas que podía imaginar. Todo lo que podía tener en mi alma de caballerosidad y ternura se esfumó. La cabeza se me llenó de imágenes en las que daba rienda suelta a mis deseos. Segundos después, la conciencia se hizo a un lado y algo hambriento, sólido y amoral ocupó su lugar.
Me di cuenta, como en sueños, de que algo no iba bien, pero esa idea carecía de toda concreción tangible y real. Estaba dominado por los instintos y solo atendía al más feroz y lascivo de los impulsos.
Me gustó.
Mucho.
Mientras el Neanderthal que llevo dentro se golpeaba el pecho, Trixie Vixen se apartó de la mujer de pelo oscuro. No podía verle la cara, pero su voz se quebró de la rabia. También parecía tener miedo.
—Hola, Lara.
—Trish —la saludó la mujer, tiñendo de un tenue desprecio la pronunciación del nombre. Su voz sonó tan ardiente, grave y deliciosa que los dedos de los pies se me estremecieron—. Estás preciosa.
—No esperaba verte aquí —dijo Tricia—. No hay cadenas ni látigos en el estudio.
Lara se encogió de hombros, totalmente relajada.
—Siempre he pensado que las mejores cadenas y látigos están en la cabeza. Si se tiene un poco de imaginación, las de verdad son innecesarias. —Lara miró desde arriba a Tricia por un momento y luego preguntó—: ¿Has pensado en mi oferta?
—Yo no hago películas de bondage —dijo Tricia adornando sus palabras con un gesto de desprecio—. Eso se lo dejo a las viejas y arrugadas glorias. —Y se dispuso a salir del despacho.
Lara no se movió. Tricia se detuvo a solo unos centímetros y sus ojos se encontraron. La estrella pelirroja comenzó a temblar.
—Quizá tengas razón —dijo Lara. Sonrió y se apartó del umbral de la puerta—. Estaremos en contacto, Trish.
Trixie Vixen salió volando, o mejor dicho todo lo rápido que sus tacones de quince centímetros le permitieron. La mujer de pelo oscuro la observó con una sonrisa de satisfacción en la cara y luego dijo:
—Y sale de escena. Debe de resultar complicado ser el centro del universo. Buenas tardes, Arturo.
—Lara —dijo Arturo. Su tono era el de un tío reprimiendo a su sobrina favorita. Rodeó el escritorio y caminó hacia la mujer con los brazos abiertos—. No deberías tomarle el pelo así.
—Arturo —pronunció con afecto. Le cogió de ambas manos y se besaron en las mejillas. Aproveché ese momento para sacudir la cabeza y echar a mi libido del asiento del conductor en mi cerebro. De nuevo dueño de mí mismo, (aunque la zona oculta bajo mis pantalones estuviera considerando amotinarse), comencé a poner orden en mis pensamientos y a construir una barrera para aislarme de ellos.
—Eres un ángel —le dijo Arturo. Su voz sonaba tranquila y firme y no como la de un hombre con acumulación de sangre más abajo del ombligo. ¿Cómo demonios era capaz de no reaccionar ante su presencia?—. Un ángel por venir tan rápido. Por ayudarme.
Ella agitó una mano con un movimiento lento. No llevaba las uñas muy largas y tampoco estaban pintadas.
—Siempre estoy dispuesta a ayudar a un amigo, Arturo. ¿Te encuentras bien? —preguntó—. Joan me dijo que se te había olvidado pedir las recetas.
Arturo suspiró.
—Estoy bien. Y que me bajara la presión arterial no le habría servido de nada a Giselle.
Lara asintió.
—Lo que ha pasado es terrible. Lo siento mucho.
—Gracias —expresó Arturo—. No estoy seguro de si debo mantener a Inari aquí. Es una niña.
—Eso es discutible —dijo Lara—. Después de todo, ya tiene edad para actuar, que es lo que realmente quiere.
Arturo pareció sorprendido y un poco disgustado.
—Lara…
Ella rió.
—No estoy diciendo que deba hacerlo, tonto. Solo que mi hermana pequeña toma sus propias decisiones.
—Cómo crecen —dijo Arturo con tristeza en la voz.
—Sí. —Los ojos de Lara se posaron en mí—. ¿Y quién es este? Alto, moreno y silencioso. Creo que me gusta.
—Harry —contestó Arturo y me indicó con un gesto que me acercara—. Lara Romany, este es Harry, nuestro nuevo ayudante de producción. Ha empezado hoy, así que sé amable con él.
—Eso no será difícil —dijo y deslizó la mano por el brazo de Genosa—. Joan me ha pedido que te diga que ya tiene las medicinas y que te necesita en el set.
Arturo asintió con una sonrisa tensa, pero sincera.
—Y tú me vas a acompañar abajo para que me tome la medicación, ¿no?
—Y para obligarte a ello utilizaré mis armas de mujer —confirmó Lara.
—Harry —dijo Arturo.
—Necesito hacer una llamada —repuse—. Enseguida estoy contigo.
Los dos se marcharon. Lara me echó otra miradita de reojo con expresión de desconfianza. Y deseo. Madre mía. Si me hubiese indicado con un dedo que la siguiera, creo que estaría en grave peligro de salir flotando sobre el suelo siguiendo la estela de su perfume. Como la mofeta Pepe le Pew.
Me llevó medio minuto reiniciar mi cerebro después de su marcha. Tras lo cual hice un rápido análisis de lo que había sucedido con ayuda de la materia gris.
Guapa, pálida, supersexi de manera natural y con capacidad para amedrentar. La respuesta era evidente. Además estaba casi seguro de que Romany no era su verdadero apellido.
Tenía mucha más pinta de ser una Raith.
Hay que joderse. La Corte Blanca estaba aquí.
Un súcubo en el set. Pero eso no era todo, la jovencita de la dieta saludable era otro… ¡toma ya! Dos succubuses. ¿Succubuses? ¿Succubi? Mierda de curso de latín por correspondencia. O quizá no, porque cuando estuve cerca de la pequeña Inari no sentí la misma atracción que por Lara Romany.
Entonces me di cuenta de que me había metido en un lío, que a pesar de lo embarazoso y tonto que pareciera, podría poner mi vida en peligro. Ahora no solo me las tenía que ver con las conspiraciones del sindicato de la pornografía, sino también con un súcubo de la Corte Blanca. O quizá con más de uno, aunque por razones gramaticales esperaba que no fuera el caso.
Así que además de contar con un nuevo y agresivo compañero de baile de la Corte Negra en la guerra entre el Consejo y las Cortes de los Vampiros, tenía lascivas estrellas de cine, maldiciones letales y un trabajo bastante embarazoso como tapadera de mi investigación.
Ah, y una pizza de tofu, algo ya maligno en sí mismo.
Menudo lío.
Hice una nota mental: la próxima vez que viera a Thomas, iba a darle un puñetazo en la nariz.