Capítulo 30
Kincaid fue más rápido. Una de las armas que llevaba encima apareció en su mano tan repentinamente como si se hubiera teletransportado allí desde su chaleco. Pero mientras alzaba la pistola hacia el viejo mago, se produjo un fogonazo de luz esmeralda procedente del anillo de acero que Ebenezar llevaba en la mano derecha. Noté un zumbido profundo y áspero en el aire y comencé a marearme. Entonces la pistola de Kincaid salió volando por los aires, disparando a las sombras del aparcamiento.
Me tambaleé. Kincaid se recuperó antes que yo y una segunda pistola surgió de debajo de su chaqueta de la Cruz Roja. Miré a Ebenezar y el viejo mago ya estaba con la escopeta al hombro y apuntaba con ella a la cabeza de Kincaid.
—¿Qué coño es esto? —grité y me coloqué en medio, con lo que la pistola de Kincaid quedaba alineada con mi columna y la escopeta de Ebenezar con mi cabeza. En ese momento me pareció algo positivo. Mientras estuviera frente a las dos armas, ellos no tendrían un blanco claro del otro—. ¿Pero qué coño estáis haciendo? —pregunté.
—Hoss —escupió Ebenezar—, no sabes con quién estás tratando. Agáchate.
—Baja el arma —dije—. Kincaid baja la pistola.
La voz de Kincaid a mis espaldas no sonó muy diferente a cuando hablamos durante el desayuno.
—Lo siento, pero no tengo la menor intención, Dresden. No te ofendas.
—Te avisé —dijo Ebenezar y su voz era diferente; fría, dura, aterradora. Yo jamás había oído al viejo hablar así—. Te dije que si te veía otra vez te mataría.
—Y esa es la razón de que no me hayas visto —repuso Kincaid—. Esto no tiene sentido. Si comenzamos a disparar tu amigo se llevará alguna bala. Y a ninguno de los dos nos interesa eso.
—Como si a ti te importara una mierda —dijo Ebenezar con desprecio.
—Media mierda, quizá —repuso Kincaid—. Me cae bien. Pero lo que quiero decir es que ninguno de los dos ganamos nada matándolo.
—¡Bajad las putas armas ahora mismo! —grité medio ahogado—. ¡Y dejad de hablar de mí como si no estuviera aquí!
—¿Qué haces aquí? —preguntó Ebenezar sin hacerme el menor caso.
—Soy el mercenario —contestó Kincaid—. Trabajo para Dresden. Así que haz los cálculos, Cayado Negro. Tú ya sabes cómo funciona esto. —El tono de Kincaid cambió, se hizo más conciliador—. Pero el chaval no tiene ni idea de a qué nos dedicamos, ¿verdad?
—Harry, aparta —dijo Ebenezar, dirigiéndose de nuevo a mí.
—¿Quiere que me aparte? —Lo miré a los ojos y le hablé—: Entonces deme su palabra de que no disparará a Kincaid hasta que hayamos hablado.
—¡Maldita sea, hijo! No pienso darle mi palabra a ese…
La furia transformó mi voz y mis palabras sonaron duras y afiladas.
—¡A él no! A mí. Por favor, señor. Venga.
La mirada del viejo vaciló, apartó la mano del cañón y abrió la palma en señal de buena voluntad. Después, bajó el arma.
—Está bien. Tienes mi palabra, Hoss.
Kincaid soltó aire lentamente a través de los dientes. Sentí como se relajaba a mis espaldas.
Miré hacia atrás. Tenía la pistola medio bajada.
—Tú también, Kincaid.
—Ahora trabajo para ti, Dresden —dijo—. Tú mandas.
—Pues guarda el arma.
Y para mi asombro, eso hizo, aunque sus ojos vacíos seguían fijos en Ebenezar.
—¿A qué ha venido eso? —pregunté.
—Defensa propia —dijo Kincaid.
—No me vengas con esas chorradas —repuse.
La rabia sazonó la voz de Kincaid. Era una cosa fría que rociaba sus palabras como la escarcha.
—Defensa propia. Si hubiese sabido que el puto conductor iba a ser Cayado Negro McCoy ahora mismo estaría en otro estado, Dresden. No quiero nada con él.
—Es un poco tarde para eso —repuse. Miré furioso a Ebenezar—. ¿Señor?
—Pretendía resolver un problema —dijo el viejo. No apartó los ojos de Kincaid mientras volvía a meter la escopeta en su camioneta—. Harry, tú no conoces a este… —Su boca se retorció en un rictus de repulsión— …A este elemento. No sabes lo que ha hecho.
—Mira quién fue a hablar —respondió Kincaid—. Precioso trabajo el de Casaverde, por cierto. Un satélite ruso en respuesta a la masacre de Arcángel. Muy bonito.
Me volví hacia Kincaid.
—Cállate.
Kincaid me miró a los ojos, tranquilo y desafiante.
—Solicito permiso para iniciar debate filosófico con el hipócrita, señor.
Una ola de ira roja se apoderó de mí y antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me vi con la cara pegada a la de Kincaid. Nariz contra nariz.
—Cállate la boca y escúchame bien. Este hombre me acogió cuando nadie más quería saber nada de mí, y probablemente me salvó la vida. Me enseñó que la magia, que la vida era más que muerte y poder. Quizá seas un cabrón, Kincaid, pero no vales ni la mitad del barro que se le pega a las botas. Si tuviera que elegir, cambiaría tu vida por la suya sin pensármelo ni un segundo. Y si veo que intentas provocarlo de nuevo, seré yo quien te mate. ¿Me has entendido?
Hubo un segundo en el que sentí el comienzo de la presión psíquica casi violenta que acompaña a la visión de un alma. Kincaid también debió de sentirlo. Desenfocó la mirada, se apartó y comenzó a sacar cosas de una caja que había en la furgoneta.
—Entendido —dijo.
Apreté los puños con todas mis fuerzas y cerré los ojos. Intenté no mover los labios mientras contaba hasta diez y conseguía dominar aquel arranque de ira. Después de unos segundos me aparté unos pasos de Kincaid mientras negaba con la cabeza. Me apoyé contra el guardabarros de la vieja Ford de Ebenezar y por fin me tranquilicé.
Esos arranques de furia me habían jugado demasiadas malas pasadas en el pasado. Sabía que no podía perder los nervios así, pero al mismo tiempo me sentí bien al liberar algo de tensión. Y joder, tenía buenas razones para poner en su sitio a Kincaid. No podía concebir cómo había tenido la osadía de compararse con mi viejo maestro. En ningún sentido.
Por lo que había dicho Ebenezar, Kincaid no era ni siquiera humano.
—Lo siento —dije un minuto después—. Siento que intentara provocarlo, señor.
Se produjo un pesado silencio antes de que Ebenezar contestara.
—No pasa nada, Hoss —dijo. Su voz era áspera—. No tienes por qué disculparte.
Alcé la vista hacia el viejo. No me quiso mirar a la cara. Y no era porque tuviera miedo de que nos viéramos las almas, desde luego. Eso ya lo hicimos a la hora de conocernos. Lo recordaba con la misma claridad con que tenía grabada todas las demás visiones de almas. Recordaba la fortaleza de roble de aquel viejo, su empeño en hacer lo que creía correcto. Y además de parecer un tipo honrado, Ebenezar fue un buen ejemplo para un mago joven, enfadado y confuso.
Justin DuMorne me enseñó a hacer magia, pero fue Ebenezar quien me explicó por qué la hacía. Él me inculcó que la magia procede del corazón, de la esencia misma de las creencias de un mago, de lo que había elegido ser. Que el poder de un mago conllevaba también la responsabilidad de usarlo para ayudar a sus congéneres. Que había cosas que merecía la pena proteger, defender y que el mundo podía ser algo más que una jungla donde sobrevivieran los fuertes a base de pisotear a los débiles.
Ebenezar era el único hombre del planeta al que llamaba señor. En lo que a mí concernía, era el único que lo merecía.
Pero la visión del alma no es un detector de mentiras. Te muestra el corazón de otra persona, pero no ilumina todas las sombras del alma humana. No garantiza que esa persona no pueda mentirte.
Ebenezar evitó mi mirada. Y parecía avergonzado.
—Tenemos cosas que hacer, señor —dije con voz tranquila—. No sé lo que sabe sobre Kincaid, pero es un profesional. Le he pedido que venga. Necesito su ayuda.
—Sí —dijo Ebenezar.
—Y también la suya —dije—. ¿Cuento con usted?
—Sí —respondió. Me pareció detectar algo parecido al dolor en su voz—. Por supuesto.
—Pues vamos. Ya hablaremos luego.
—Bien.
Asentí. Murphy estaba allí, vestida con vaqueros, una camiseta oscura, la gorra y la chaqueta de la Cruz Roja que le había dado Kincaid. Llevaba el cinto con su pistola, y parecía algo envarada, así que deduje que se había puesto el chaleco de Kevlar.
—Vale —dije, acercándome a la furgoneta—. Ebenezar bloqueará a Mavra o al menos intentará amortiguar todo lo que haga. ¿Tiene todo lo que necesita, señor?
Ebenezar gruñó afirmativamente y se echó al hombro un par de viejas alforjas de piel.
—Bien —me mostré satisfecho—. Eso significa que nuestros principales problemas serán los renfields y sus perros malditos. Pistolas y colmillos. Tenemos que entrar y bajar hasta el sótano, si podemos. Así, si hay tiros, no alcanzarán a las personas que estén en el piso de arriba o en la habitación contigua.
—¿Y cuál es el resto del plan? —preguntó Kincaid.
—Matar a los vampiros y salvar a los rehenes —dije.
—Cuando te he preguntado por el plan —explicó Kincaid—, esperaba una respuesta que hiciera referencia, aunque fuera vagamente, a alguna táctica específica y no a señalar solo los objetivos de esta campaña.
Iba a mandarle a la mierda, pero me esforcé por controlar ese pronto. No era el momento.
—Tú eres el que más experiencia tiene en esto —contesté—. ¿Qué sugieres?
Kincaid me miró por un momento y luego asintió. Contempló a Murphy y dijo:
—Yo me inclino por una Mossberg. ¿Sabes manejar una escopeta?
—Sí —respondió Murphy—. Pero estaremos en un espacio reducido. Necesitamos armas potentes para contener cualquier ataque, pero el cañón no puede ser muy largo.
Kincaid la miró fijamente y dijo:
—Pero esas armas son ilegales. —Después se metió en la furgoneta y sacó una escopeta de cañones tan recortados que apenas había espacio para situar la mano de apoyo. Murphy resopló y estudió la escopeta mientras Kincaid volvía para rebuscar en la furgoneta una vez más.
En lugar de una segunda escopeta, sacó un arma hecha de sencillo y opaco acero. Su diseño era como el de una lanza de matar jabalíes, de las que se utilizaban en la Edad Media; la vara era de un metro y medio de longitud y tenía un brazo mucho más corto y transversal cerca de su extremo coronado por treinta centímetros letales de hoja negra mate, tan ancha como mi mano en la base y rematada con un afilada punta. Aquella lanza pesaba lo suficiente para que el que la blandiese pudiese desmembrar y cortar con su filo tan fácilmente como empujar con su punta. El otro extremo de la lanza, terminaba en una especie de protuberancia metálica y de aspecto bulboso, quizá un contrapeso. Una doble protuberancia parecida emergía de la vara en la base de la punta.
—Una lanza mágica. —Y luego añadí con mi mejor imitación de Elmer Gruñón—: «Y ahoda cilencio amigoz, vamoz a cazar vampiroz».
Kincaid me dedicó una sonrisa que habría hecho que los perros rompieran a aullar histéricos.
—¿Tienes tu estaca preparada, Dresden?
—Deberías coger una escopeta —le dijo Murphy a Kincaid.
Kincaid negó con la cabeza.
—No puedo pegarle un tiro con la escopeta a un vampiro o a un perro maldito que se lance sobre mí e inmovilizarlos luego con el brazo horizontal de la lanza —dijo. Cogió la lanza e hizo algo con el mango. Se encendió una luz en un lado de la protuberancia en la base de la punta. Luego dio un golpecito en el otro bulto con un dedo—. Además, tengo balas incendiarias de estilo casero en cada extremo. Si las necesito, bang.
—¿También puedes disparar por detrás? —pregunté.
Kincaid dio la vuelta a la lanza y me enseñó el compartimento metálico.
—Se aprieta el gatillo aquí —dijo. Bajó la punta de la lanza y acercó la vara al cuerpo, de modo que el arma de repente parecía un accesorio informal e inocente—. Lo empujas con fuerza contra el objetivo y bum. Para su diseño me inspiré en esos arpones que usan los tíos de National Geographic cuando bucean con tiburones.
Admiré su lanza tuneada y la armadura, y luego contemplé mi fino bastón de simple madera vieja y mi abrigo de cuero.
—Yo tengo la polla más grande —dije.
—¡Eh! —repuso Kincaid. Se colocó una ristra de ajos alrededor del cuello, luego me puso otra a mí y una tercera a Murphy.
Murphy se quedó mirando el ajo.
—Yo creía que los vampiros estarían durmiendo. Vamos, a Drácula siempre lo ensartan en su ataúd, ¿no?
—Tú hablas de una película —dijo Kincaid. Me pasó un cinturón con una cantimplora y una bolsita. En la bolsa había un botiquín, un rollo de cinta adhesiva, una bengala y una linterna. La cantimplora tenía cinta de carrocero en la tapa, y sobre ella, escrito con letras mayúsculas y rotulador permanente, un letrero que lo identificaba como agua bendita—. Mejor lee el libro. Los vampiros más viejos o más fuertes de la Corte Negra no tienen por qué estar totalmente incapacitados durante el día.
—Puede que la luz no sea un obstáculo para Mavra —aduje—. En el libro de Stoker, Drácula se paseaba en pleno día. Pero entre el sol y Ebenezar, los poderes de Mavra deberían estar muy debilitados. Si hay algún vampiro de la Corte Negra despierto que nos plante cara, tendrán que reducirnos por las malas.
—Razón por la cual te he preparado una sorpresa, Dresden.
—Ah, guay —dije—. Una sorpresa. ¡Cómo mola!
Kincaid se metió en la furgoneta y salió con un arma de aspecto futurista, una pistola. Tenía un cargador redondo del tamaño de un chicle de bola acoplado en la parte superior, y por un segundo pensé que me estaba ofreciendo un lanzallamas tamaño mini. Luego lo reconocí, me aclaré la garganta y dije:
—Es una pistola de paintball.
—Esto es lo último en tecnología —dijo—. Y no va cargada con pintura. La munición es una mezcla de agua bendita y cabezas de ajo. Servirá para herir y asustar a los perros malditos y perforará a cualquier vampiro que ande por allí.
—Mientras que a nosotros no nos hará nada —apostilló Murphy—. Ni a las personas que haya por allí.
—Vale —dije—. Pero esto es una pistola de paintball.
—Es un arma —dijo Murphy—. Y un arma que solo herirá a los malos, no a nuestros aliados. Eso la convierte en el arma ideal para ti en un espacio reducido. Eres bueno peleando, pero no tienes entrenamiento militar ni sabes cómo usar un arma en estas situaciones, Harry. Con una pistola de las otras, tienes tantas probabilidades de matar a un malo como a uno de nosotros.
—Tiene razón —dijo Kincaid—. Relájate, Dresden. Esto es seguro y muy útil para el trabajo en equipo. Vamos a hacerlo de la manera más sencilla. Yo entraré primero. Luego la escopeta. Luego tú, Dresden. Si veo un renfield armado, me tiraré al suelo. Murphy, tú te ocuparás de abatirlo. Si nos encontramos con un vampiro o un perro maldito, me agacharé y lo apartaré con la lanza. Vosotros dos le daréis con todo lo que tengáis. Después os quitáis de en medio y me dejáis que lo inmovilice con la lanza. Luego los matamos.
—¿Cómo? —preguntó Murphy—. ¿Con estacas?
—A la mierda las estacas —dijo Kincaid. Sacó un pesado machete con la hoja cubierta por una funda color verde aceituna y se lo ofreció a Murphy—. Se les corta la cabeza.
Murphy enganchó el machete a su cinturón.
—Vale.
—Los tres deberíamos ser capaces de acabar con un vampiro si estamos atentos. Pero si uno se acerca lo bastante a nosotros, probablemente muramos —dijo Kincaid—. La mejor táctica para salir con vida de esta es darles rápido y atacar siempre primero. Una vez que hayamos acabado con los malos, vosotros dos podéis salvar a los rehenes, llevar a los renfields a terapia, marcaros un baile o lo que os dé la gana. Si las cosas se tuercen, permaneced juntos y salid de allí cuanto antes. McCoy debería tener la camioneta cerca, desde donde pueda ver la puerta, y lista para salir.
—Así será —dijo Ebenezar.
—De acuerdo —convino Kincaid—. ¿Alguna pregunta?
—¿Por qué se venden salchichas para perritos calientes en paquetes de diez, pero los panecillos en paquetes de ocho? —pregunté.
Todos me miraron con cara de asesino. A veces pienso que debería dejar la magia y probar suerte en el mundo del humor.
Pero en lugar de eso, cogí la pistola de juguete con la mano derecha, el bastón con la izquierda y dije:
—Vamos.