Capítulo 14
—Sal de ahí, Harry.
—No, Murph —contesté—. Oye, creo que en realidad su intención era asustarme, o si no habría utilizado una pistola. ¿Podrías acceder a esa documentación hoy mismo?
—Si se trata de informes públicos, sí —dijo—. Tenemos la diferencia horaria a nuestro favor. ¿Qué esperas encontrar?
—Más información —respondí—. Todo este asunto apesta. Es difícil resolver un rompecabezas cuando te faltan piezas.
—Llámame si descubres algo —pidió Murphy—. Con magia o sin ella, los intentos de asesinato son asunto de la policía. O sea, asunto mío.
—En este caso, desde luego —dije.
—Ten cuidado, Scooby.
—Como siempre. Gracias otra vez, Murph.
Colgué y seguí hojeando el álbum de recortes de Genosa convencido de que solo encontraría más artículos. Pero tuve suerte con las últimas páginas. Allí había fotografías grandes, con brillo y en color, de tres mujeres, de las cuales reconocí a dos.
Debajo de la primera foto se podía leer «Elizabeth Dos Pistolas». La foto era de Madge, la primera mujer de Genosa. Parecía tener veintitantos y estaba casi desnuda. Tenía el pelo muy cardado, tieso y de un extraño color rojizo. Para quitarse todo el maquillaje que llevaba encima probablemente tuviera que utilizar una lijadora eléctrica.
Debajo de la segunda foto se podía leer «Terciopelo Negro» y en ella se veía a una morenaza a la que no reconocí. Tenía una constitución solo al alcance de las atletas profesionales: sus músculos estaban bien definidos y evidenciaban una fuerza sobresaliente, pero eran lo bastante suaves y redondeados como para resultar más bonitos que formidables. Llevaba el pelo cortado a tazón y al principio me pareció que tenía un rostro dulce, casi amable. Pero miraba a la cámara con expresión altanera y seria. Ex Genosa dos, supuse. Él la llamó Lucille.
La última foto era de la tercera ex señora Genosa. Tenía por subtítulo «Trixie Vixen», pero alguien había escrito por encima, con un rotulador negro, «Púdrete en el infierno, cerda». No había ninguna firma que indicara quién había escrito aquello. Caray. ¿Quién sería?
Hojeé el álbum una vez más, pero no encontré nada nuevo. Entonces me di cuenta de que estaba retrasando el momento de bajar al set. Porque bueno, sí, habría mujeres desnudas haciendo toda clase de cosas interesantes. Y sí, llevaba tantos meses sin comerme una rosca, que con poco que hicieran ya me resultaría excitante. Sin embargo, hay un lugar y un momento para todo, y sabía que no podría disfrutar de aquello con un montón de gente alrededor y una decena de cámaras rodando.
Pero yo era un profesional, joder. Y este era mi trabajo. No podría proteger a nadie si no estaba lo bastante cerca. Jamás descubriría la fuente del mal de ojo si no averiguaba qué estaba sucediendo. Y para eso, necesitaba observar y hacer preguntas… preferiblemente sin que nadie supiera cuál era mi misión. Eso era lo más inteligente, lo más profesional. Tenía que interrogar al personal mientras iconos de belleza sensual se lo montaban bajo los focos del decorado.
Pues adelante. Me armé de valor, salí del despacho con cautela y bajé al set tenuemente iluminado.
Me sorprendió que hubiera tanta gente. La sala era enorme, pero aun así parecía repleta. Había un par de tíos tras de cada una de las cuatro cámaras, y unos cuantos más sobre el andamio que sostenía los focos. Había gente trabajando en el decorado que consistía en un par de paneles que parecían paredes de ladrillo, un par de contenedores, una papelera, algunos palés y algo de basura esparcida por el suelo. Arturo y la campechana Joan estaban en medio de todo el ajetreo, hablando entre ellos mientras se movían por el decorado y situaban las cámaras a su gusto. Inari los seguía y apuntaba posiciones en una tabla. El cachorro de la oreja mellada caminaba tras ella torpemente. Le había atado alrededor del cuello una cuerda rosa cuyo extremo opuesto se enganchaba a sus vaqueros. El cachorro movía el rabo alegremente.
Se suponía que yo era ayudante de producción, así que me acerqué a Genosa. El cachorro me vio y corrió hacia mí, yo me agaché y le rasqué detrás de las orejas.
—¿Qué quieres que haga, Arturo?
Señaló a Joan con una inclinación de cabeza.
—Quédate con ella. Joan te pondrá al día. Observa, haz preguntas.
—Muy bien —asentí.
—¿Conoces ya a Inari? —preguntó Arturo.
—Sí, ya nos hemos presentado —contesté.
La chica sonrió y asintió.
—Me cae bien. Es gracioso.
—Las apariencias no lo son todo —dije.
La risa de Inari se vio interrumpida por un pitido procedente de sus pantalones. Metió la mano en un bolsillo y sacó un móvil, bastante caro, del tamaño de dos sellos de correos. Yo cogí al perro y lo sostuve en el hueco de mi antebrazo mientras Inari se desataba la cuerda y me la daba, para después alejarse unos pasos con el teléfono en la oreja.
Una mujer con expresión de angustia y vestida con una falda larga y una blusa de estilo jipi entró corriendo en el estudio y fue directa hacia donde estaban Joan y Arturo.
—Señor Genosa, creo que debería ir al vestuario. Ahora mismo.
Genosa abrió los ojos como platos y se puso pálido. Me lanzó una mirada inquisitoria. Negué con la cabeza y alcé los pulgares. Suspiró de alivio y luego dijo:
—¿Qué ocurre?
Joan, a sus espaldas, consultó su reloj, puso los ojos en blanco y dijo:
—Será Trixie.
La mujer asintió con un suspiro.
—Dice que se va.
Arturo exhaló.
—Claro que sí. Venga, vamos Marión.
Se marcharon y Joan dijo, frunciendo el ceño:
—No tenemos tiempo para sus chorradas de prima donna.
—¿Acaso lo hay alguna vez?
Su expresión ceñuda dio paso a la de simple cansancio.
—Supongo que no. Es que no entiendo a esa mujer. Este proyecto es tan importante para su futuro como para el del resto de nosotros.
—Ser el centro del universo debe de ser muy duro. Puede que incluso demasiado para ella.
Joan echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Eso debe de ser. Venga, en movimiento.
—¿Qué viene ahora?
Fuimos a uno de los otros sets, en este caso estaba decorado como un bar cutre, y comenzamos a abrir cajas de botellas y vasos para terminar de ambientarlo. Dejé el cachorro sobre la barra y la recorrió de un extremo a otro con el hocico pegado a su superficie, olfateando. Después de unos minutos pregunté:
—¿Desde cuándo conoces a Arturo?
Joan dudó por un segundo y luego prosiguió con la decoración del set.
—Desde hace dieciocho o diecinueve años, creo.
—Parece un buen hombre.
Volvió a sonreír.
—Pues no lo es. Es un buen niño.
Arqueé las cejas.
—¿Y eso?
Alzó un hombro.
—Es excesivo en todo. Es impulsivo, más apasionado de lo que se puede permitir y se enamora con demasiada facilidad.
—¿Y eso es malo?
—A veces —repuso—. Pero lo compensa con otras cosas. Se preocupa por la gente. Toma, tú llegas a esa estantería, no te hace falta la escalera.
Hice lo que me pidió.
—Pronto me ascenderán y pondré las estrellas y las bolas en lo más alto de los árboles de Navidad. Yo, yo mismo y el yeti, en Rudolph, el reno de la nariz roja.
Joan volvió a reír y me contestó, pero no pude distinguir las palabras, solo vi como movía los labios. El corazón me comenzó a latir más deprisa y sentí una punzada de hambre y lujuria en el estómago que luego descendió por mi espalda. La cabeza se me giró sola y vi a Lara Romany entrar en la habitación.
Se había recogido el pelo al estilo de las antiguas griegas o romanas. Llevaba un vestido de seda negra muy corto, con medias y zapatos a juego. Se deslizaba sobre el suelo con una especie de gracilidad fascinante y viperina. Quería observar sin moverme, pero cierta parte de mí sumergió mi cerebro en una ducha fría virtual. Era un vampiro peligroso, y yo sería idiota si seguía reaccionando así.
Aparté la vista y me di cuenta de que el cachorro se encontraba ahora al borde de la barra, a mi lado. Estaba en posición de ataque, agachado, con los ojos clavados en Lara, y gruñía con su vocecilla de cachorro.
Eché un vistazo a mi alrededor y conseguí mantener los ojos apartados de ella con gran esfuerzo. Todos los hombres de la sala se habían quedado quietos, y la seguían con la mirada mientras ella avanzaba por el set.
—Esa mujer es Viagra andante —murmuró Joan—. Pero tengo que admitir que sabe cómo hacer una entrada.
—Hum, sí.
Lara se sentó en una silla plegable, Inari se puso de rodillas a su lado y comenzaron a charlar. Aquel deseo casi eléctrico y el impulso sexual amainaron un poco. Ayudé a Joan, con el cachorro siempre a mi lado, y en media hora comenzó el rodaje de la primera escena con Jake Guffie y una malhumorada Trixie Vixen en el decorado del callejón.
Bueno, tengo que aclarar una cosa. El sexo del porno y el de verdad son parientes lejanos. En el rodaje, los actores sufren interrupciones continuas. Tienen que mantener la cara vuelta en la dirección correcta, y las posturas que tienen que adoptar para que la cámara los encuadre harían llorar a un contorsionista. Cada poco tiempo les tienen que retocar el maquillaje, que por cierto no solo llevan en la cara. Ni os podéis imaginar dónde se lo ponen. Las luces los deslumbran, hay gente con cámaras que se mueven para todos lados y además está Arturo, que les da indicaciones desde detrás de los focos.
Cierto que mi experiencia sexual es limitada, pero nunca había necesitado ninguna de esas cosas. Estar allí me resultaba embarazoso. Puede que luego, a la hora de editar, la escena quedara sensual y excitante, pero en el set parecía más que nada algo raro e incómodo. Intenté distraerme y fijarme en otras cosas que, por supuesto, no fueran la guapísima vampiresa. Y me mantuve atento a cualquier brote de magia mortal.
Llevábamos una hora rodando cuando miré hacia un lado y vi a Inari caminando arriba y abajo, hablando por el móvil en voz baja. Cerré los ojos, me concentré y comencé a escucharla.
—Sí, papá —dijo—. Sí, lo sé. Lo haré. No. —Hizo una pausa—. Sí, está aquí. —De repente sus mejillas se sonrojaron—. ¡Eso que has dicho es horrible! —protestó—. Creía que los padres solían perseguir a los chicos escopeta en mano. —Rió, recorrió el estudio con la mirada y se apartó un poco más—. Bobby, papá. Se llama Bobby.
Aja. La trama se complica. Seguí la mirada de Inari hasta el otro lado del estudio y vi a Bobby el Borde, sentado en una silla plegable junto a Lara y vestido con un albornoz. Había cruzado sus impresionantes brazos sobre el pecho, y parecía pensativo y ausente. No estaba prestando ninguna atención a la escena, ni a Lara. Luego Inari se alejó y quedó fuera del alcance de mi sentido mágico del oído.
Fruncí el ceño, medité y seguí alerta ante cualquier señal de magia negra. No ocurrió nada extraño, dejando a un lado que saltaron chispas de un monitor cuando pasé al lado y finalmente el aparato se estropeó. Grabaron tres escenas más después de aquella, y yo me esforcé en no ver demasiado. En ellas salían tres personas a las que no reconocí, dos mujeres y un hombre. Supongo que se trataría de los otros actores que, según Joan, seguirían el ejemplo de Trixie y llegarían tarde.
Por supuesto, una de las actrices que había llegado puntual estaba ahora en la UCI, y eso porque había tenido la suerte de no acabar en la morgue. La puntualidad no ofrecía protección contra la magia negra.
Un poco antes de la medianoche, el cachorro se quedó dormido en la cama que le hice con mi abrigo. La mayor parte de la comida (sin carne, casi me parece una blasfemia llamarlo pizza) había desaparecido. A Trixie le dio un arrebato y la tomó con un operario de cámara y con Inari, para luego salir echando pestes del estudio, sin nada encima salvo los zapatos. Los demás estábamos cansados. El equipo lo estaba preparando todo para la última escena en la que participaban Emma, Bobby el Cachas, y Lara Romany. Sentí como todo mi cuerpo se ponía tenso cuando Lara se levantó y me alejé hasta el fondo del set para mantener la cabeza fría.
Noté movimiento en la oscuridad, a solo unos centímetros de donde yo estaba, y di un salto hacia atrás de forma instintiva, fruto de la sorpresa y el miedo. Una figura oscura surgió de una esquina y se dirigió a la salida más cercana. Tras la sorpresa inicial me di cuenta de que aquella era una buena oportunidad, así que no me lo pensé dos veces y corrí tras de ella.
Abrió la puerta y salió a la noche de Chicago. Saqué la varita mágica al pasar al lado de la mochila y corrí en su busca, alimentado por la rabia y la adrenalina, y decidido a atrapar a aquel misterioso individuo antes de que ningún otro miembro del equipo resultara herido.
Las persecuciones por los callejones oscuros de Chicago comenzaban a ser pura rutina para mí. Aunque técnicamente aquello no era realmente lo que se llama Chicago, y los espacios que separaban los edificios en el polígono industrial eran mayores y no podrían entrar en la categoría de callejones. Pero las carreras a pie también se sucedían con tanta frecuencia que acabé por elegir el footing como deporte de esparcimiento. Generalmente yo suelo ir delante, sobre todo debido a mi política personal de evitar los enfrentamientos cara a cara con cualquier cosa que pese más que un coche pequeño o a la que se le pueda aplicar el adjetivo de quitinoso.
Fuera quien fuera el que corría delante de mí, no era muy grande. Pero era rápido, y seguro que también hacía footing. El polígono industrial no estaba bien iluminado y mi presa se dirigía hacia el oeste, es decir, se estaba alejando de la fachada frontal, para adentrarse, por supuesto, en zonas más oscuras.
Con cada paso que daba me alejaba más y más de cualquiera que pudiera prestarme ayuda y corría un mayor riesgo de topar con algo a lo que no fuera capaz de enfrentarme solo. Tuve que elegir entre esa opción y la posibilidad de detener al autor del mal de ojo antes de que hiciera daño a nadie más. Quizá si sus víctimas no fueran principalmente mujeres, y quizá si fuera un poco más listo, habría tardado un poco más en decidirme.
La misteriosa figura a la que perseguía llegó a la parte de atrás del complejo industrial y se dispuso a atravesar a toda velocidad los seis metros de negro asfalto que lo separaban de una valla de tres metros y medio de altura. Lo alcancé cuando estaba a medio camino y conseguí pisarle un talón. Como corría a toda velocidad, el pisotón hizo que tropezara y cayera al suelo. Yo me lancé sobre su espalda y juntos rodamos por el asfalto.
El impacto casi me deja sin respiración, así que supongo que para él fue peor. El quejido que oí justo cuando se golpeó contra el suelo correspondía a la voz de un hombre, y me sentí aliviado. Durante la carrera me convencí de que perseguía a un hombre porque si hubiera creído que era una mujer, no me habría mostrado igual de violento, y ese es un error clásico que puede acarrear trágicas consecuencias.
El tipo intentó levantarse, pero lo golpeé con el antebrazo en la nuca unas cuantas veces, haciendo que su cabeza rebotara contra el asfalto. Era un tío duro. Los golpes lo lentificaron, aunque no demasiado, y de repente se revolvió con la sinuosa fuerza de una serpiente. Me eché a un lado, se levantó y saltó hacia la valla.
Pegó un brinco de un metro o metro y medio de altura y comenzó a escalar. Yo apunté con mi varita mágica a lo alto de la valla, reuní mi voluntad y grité:
—¡Fuego!
Una lengua de fuego fustigó la parte superior de la valla, brillante y tan caliente que el aire rugió como un trueno al expandirse de repente. El metal de la parte superior se puso rojo y se derritió a solo unos centímetros por encima de la cabeza del hombre; después, comenzó a gotear como si fuera lluvia del mismísimo infierno.
El hombre gritó de dolor o sorpresa y se soltó. Lo golpeé en la cabeza y los hombros con mi varita; debido a la pesada madera de la que está formada, en este caso sirvió como porra admirablemente bien. El segundo y el tercer golpe lo aturdieron, y luego le pasé la varita por el cuello como si lo fuera a asfixiar, le inmovilicé un brazo a la espalda con un movimiento que Murphy me había enseñado y le aplasté la cara contra la valla, echando todo mi peso sobre él.
—No te muevas —gruñí. Trozos de metal derretido se deslizaban por la valla hacia el suelo—. No te muevas o dejaré que se te derrita la cara.
Intentó soltarse. Era fuerte, pero yo tenía ventaja, así que no consiguió gran cosa. Gracias, Murphy. Le retorcí el brazo hasta que gritó de dolor.
—¡Quieto! No te muevas —le ordené.
—¡Por Dios santo! —balbució Thomas, con dolor en la voz. Dejó de luchar y levantó la otra mano en señal de rendición. Reconocí su voz y también su perfil—. Harry, soy yo.
Lo miré furioso y le retorcí aún más el brazo.
—¡Ah! —gritó—. Dresden, ¿qué haces? Suéltame, soy yo.
Gruñí y lo solté. Lo empujé con fuerza contra la valla y me puse en pie.
Thomas se incorporó poco a poco mientras se daba la vuelta con las manos en alto.
—Gracias tío. No era mi intención sorprenderte como…
Le di un puñetazo en la nariz con la derecha.
Creo que fue lo inesperado del golpe, más que el impacto, lo que hizo que se cayera de culo. Se quedó allí sentado, cubriéndose la cara con las manos mientras me miraba.
Alcé mi varita mágica y me preparé para lanzar otra llamarada. El extremo de la varita se encendió con una luz roja como las brasas, a solo unos centímetros de la cara de Thomas. Su palidez habitual había adquirido una tonalidad gris ceniza y su expresión era de incredulidad. Además, tenía la boca manchada de sangre.
—Harry… —comenzó.
—Cállate —exigí. Lo hice en voz baja. Eso siempre da mucho más miedo que los gritos—. Me estás utilizando, Thomas.
—No sé de qué me estás ha…
Me incliné hacia delante y el extremo brillante de mi varita mágica lo obligó a apartarse.
—He dicho que te calles —dije en el mismo tono calmado—. Hay alguien en el estudio que creo que conoces y del que no me has hablado. Creo que también me has mentido sobre otras cosas, lo que me ha puesto en peligro de muerte una vez y media, solo hoy. Bueno, dame una buena razón para que no te arranque la boca de la cara ahora mismo.
El pelo de la nuca de repente intentó separarse de mi piel. Oí dos clics metálicos detrás de mí, los martillos de dos pistolas, y la increíblemente seductora voz de Lara murmuró:
—Yo te daré dos.