Capítulo 38
Murphy rodeó la casa y destrozó el césped con su Harley. Iríamos a más de noventa kilómetros por hora cuando por fin dejamos el jardín que rodeaba la mansión y pasamos por una verja abierta que desembocaba en un estrecho sendero de gravilla limitado por altos setos a ambos lados.
Frente a nosotros, las luces largas de un coche nos cegaron y escuchamos el rugir de un motor.
Lara tenía razón. Los guardaespaldas de Raith sabían que íbamos para allá.
El coche se lanzó contra nosotros.
Murphy giró la cabeza a derecha e izquierda, pero los setos eran antiguos, impenetrables y muy tupidos.
—¡Mierda! ¡No hay tiempo para girar!
Enfrente, vi la silueta del ken guardaespaldas restante salir por la ventanilla del coche, sentarse sobre ella y apuntarnos con un arma.
Me incliné hacia delante, cogí el bastón de la funda a la derecha de Murphy.
—¡Murphy! —grité—. Necesitamos más velocidad. Acelera.
Me miró de reojo con sus ojos azules desorbitados y el pelo rubio golpeándole las mejillas.
—¡Dale! —grité.
Sentí como bloqueaba los hombros tras colocarse de nuevo en posición y cambiaba de marcha con un pie. La vieja Harley rugió al tiempo que se hundía en la tierra con una terrible potencia y salía disparada a una velocidad aterradora. Delante vimos un fogonazo, y las balas chocaron contra el camino, levantando chispas y gravilla con una serie de silbidos de látigo que llegaron hasta nosotros casi un segundo antes que el estruendo del disparo.
Ignoré al pistolero y me centré en mi bastón. De todos mis bártulos, el bastón es el más versátil. Su objetivo principal es ayudarme a dirigir las fuerzas que utilizo para invocar viento, doblar barras de acero y canalizar rayos. Pero también he usado mi bastón para elevar barreras de fuerza, desbaratar magia hostil, y en caso de apuro, atizar en la cabeza a los malos.
Cogí mi bastón, la herramienta y el símbolo del mago por excelencia, y me lo coloqué bajo la axila como una lanza. El extremo sobresalía por delante de la moto. Hice acopio de voluntad, reuní mi poder y lo concentré sobre aquel pedazo de madera adornado con runas.
—¿Qué haces? —gritó Murphy.
—¡Más rápido! —grité—. ¡No gires!
Murphy volvió a cambiar de marcha y la puñetera Harley debía de ser obra del demonio más que de algún ingeniero. No creo que un vehículo sin jaula de seguridad deba ir tan rápido.
Pero para sobrevivir, necesitaba que acumulara mucha potencia. Ni siquiera los magos podemos saltarnos las leyes de la física. Puedes invocar una tormenta de fuego, pero no arderá si no hay combustible y oxígeno. ¿Qué quieres dotarte de poderes sobrehumanos? Vale, pero no olvides que aunque tus músculos estén superreforzados, eso no implica que tus huesos y tendones puedan soportar el peso de un Volskwagen.
En esa misma línea de pensamiento, la fuerza siempre será igual a la masa por la aceleración, da igual lo potente que sea tu magia. Murphy, la Harley y yo no sumábamos la misma masa que el coche que se dirigía hacia nosotros con sus ocupantes. Yo podía inclinar un poco la balanza de nuestro lado, pero ni siquiera la ayuda del bastón bastaría para alterar las leyes de la física. Nuestra masa no iba a cambiar, y eso significaba que necesitábamos toda la aceleración que pudiéramos conseguir.
Comencé a canalizar nuestra fuerza a través del bastón y la dirigí hacia una especie de cuña roma justo delante de nosotros. Toda la energía extra que fluía hacia delante empezó calentar el aire y aparecieron chispas azules y púrpuras que se extendieron a nuestro alrededor como un aura, como la que proyectan las naves espaciales a través de su entrada.
—¡Tienes que estar de coña! —gritó Murphy.
El coche estaba cada vez más cerca. El guardaespaldas volvió a disparar, luego arrojó el arma, se metió en el coche aterrorizado y se puso el cinturón de seguridad.
—¡Es una locura! —gritó Murphy, pero la Harley siguió acelerando.
Las luces del vehículo ganaron intensidad y nos iluminaron con un brillo cegador. El conductor hizo sonar el claxon.
Murphy respondió con un grito aterrorizado, pero también desafiante.
Yo grité: ¡forzare! Y liberé mi voluntad. Salió despedida a través del bastón. De nuevo, sus runas y sellos se encendieron con una luz rojiza y el aura de fuego que teníamos delante resplandeció en una nube incandescente.
La moto de Murphy no se apartó.
Ni tampoco el coche de los guardaespaldas.
Se produjo una explosión de luz y sonido cuando la lanza de fuerza alcanzó al coche, y entre la endemoniada velocidad de la moto de Murphy y mi voluntad, la física se puso de nuestro lado. Nuestra parte de la ecuación superaba a la suya.
El capó del coche y el parachoques delantero se arrugaron como si se hubieran golpeado contra un poste de teléfono. Las ventanas se rompieron hacia dentro cuando la fuerza de mi voluntad salió despedida contra el vehículo como un latigazo. Grité al ver como volaban los pedazos de cristal y acero, y con toda la fuerza que me quedaba, incliné la lanza, haciendo que el coche se desviara. La rueda delantera derecha se elevó del suelo y el resto del coche la siguió. Giró en el aire y se quedó de lado.
Oí gritar a los guardaespaldas que iban dentro.
Se produjo un gran estruendo que ahogó por completo los gritos de Murphy y los míos, y después todo acabó. Seguimos avanzando por el camino soltando llamas a nuestro paso como si fueran pequeñas gotas de cera derretida y de repente nos encontramos chillando de alegría. Habíamos sobrevivido. El bastón ardía y me pareció que pesaba una tonelada. Casi lo dejo caer. El cansancio se apoderó del resto de mi cuerpo un segundo después, y me desplomé sobre la espalda de Murphy mientras miraba hacia atrás.
El coche no había explotado como pasa en la tele. Pero arrasó con unos tres metros de seto, para chocar después contra un árbol. El vehículo estaba volcado y envuelto en humo. A su alrededor, la tierra parecía sembrada de cristales rotos y trozos de metal, en un radio de al menos quince metros. Los airbags saltaron, y pude ver un par de cuerpos destrozados dentro. Ninguno se movía.
Murphy mantuvo la velocidad de la Harley mientras lanzaba carcajadas al aire.
—¿Qué pasa? —le pregunté a gritos—. ¿De qué te ríes?
Murphy volvió un poco la cabeza. Tenía la cara colorada y le brillaban los ojos.
—Creo que tenías razón con lo de las vibraciones.
Casi un kilómetro después llegamos a una casa donde podría vivir una familia de cuatro miembros sin estrecheces. En comparación con la mansión y la finca de los Raith, supongo que se podría calificar de cabaña. Murphy apagó el motor cuando estábamos aún a unos doscientos metros y el resto del camino lo recorrimos en punto muerto, con el único sonido de la gravilla bajo los neumáticos. Murphy detuvo la moto y los dos nos quedamos allí sentados y en silencio durante un minuto.
—¿Ves alguna cueva? —me preguntó.
—Na —contesté—. Pero no podemos esperar a que aparezca Lara.
—¿Se te ocurre cómo encontrarla? —preguntó Murphy.
—Sí —dije—. Pero no conozco ningún ritual en que no se necesite fuego, algún cántico y yerbajos aromáticos, entre otras cosas.
—Joder, Dresden. No tenemos tiempo para vagar por el bosque olfateando en la oscuridad a ver si así damos con la cueva… ¿No hay otra manera de encontrarla?
—¿Con magia? Lo dudo. No sé muy bien qué es lo que tendría que hacer para dar con la cueva.
Murphy frunció el ceño.
—Pues esto no tiene ningún sentido —dijo—. Deberíamos irnos y volver con ayuda y luz. Te podrías defender de la maldición, ¿no?
—Quizá —respondí—. Pero la última llegó con mucha fuerza y velocidad, y eso lo cambia todo. Si la bola que me lanzan no es fuerte, bateo siempre. Pero ni el mejor bateador puede hacer quinientos home runs contra esta clase de pitcher.
—¿Cómo lo han conseguido? —preguntó.
—Con algún sacrificio de sangre —aventuré—. No hay otra explicación. Y Raith ha decidido tomar parte en el ritual. —Mi voz se retorció con amargura y rabia—. No es especialmente experimentado en esto. Pero ahora tiene a Thomas, y eso significa que no dirigirá la maldición contra él. Raith utilizará su sangre para matarme. La única oportunidad que tiene Thomas es que yo detenga la maldición.
Murphy respiró hondo. Se bajó de la moto y sacó la pistola que mantuvo baja, a la altura de la pierna.
—Vale, tu ve por la izquierda, yo por la derecha, e intentaremos olfatear la cueva.
—Jo, soy imbécil —recordé de repente. Apoyé el bastón que aún brillaba contra la moto y me quité el amuleto de plata que llevaba colgado al cuello—. Mi madre me dio esto. Thomas tiene uno igual. Forjó un vínculo especial entre los dos para que nos mantuviera en contacto siempre que lo lleváramos puesto… es como si tuviéramos una especie de contestador psíquico.
—¿Y eso significa…? —preguntó Murphy.
Enrollé la cadena alrededor del índice de mi mano quemada y luego dejé que se columpiara.
—Significa que puedo utilizar ese vínculo para encontrar el otro amuleto.
—Si lo lleva puesto —dijo Murphy.
—Lo llevará —afirmé—. Después de lo de anoche, seguro que no se lo quitará jamás.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé —dije. Alcé la mano derecha e intenté concentrarme. Encontré el vínculo, el canal a través del cual el encantamiento latente de mi madre mantenía conectado a Thomas conmigo, y le añadí algo de mi voluntad, en un intento por extenderlo—. Porque así lo creo.
El amuleto vibró en su cadena y luego señaló hacia la noche, a nuestra izquierda.
—No te alejes —dije y giré en esa dirección—. ¿Vale, Murphy?
No hubo respuesta.
Mi instinto dio la voz de alarma. Perdí la concentración y miré alrededor, pero Murphy no estaba por ninguna parte.
Justo detrás de mí se produjo un sonido ahogado, y me di la vuelta para encontrar a lord Raith con un brazo alrededor del cuello de Murphy, cubriéndole la boca y con un cuchillo apretado contra sus costillas. Esta vez iba vestido de negro y en la luna otoñal parecía solo una sombra, un cráneo pálido y sonriente, armado con un cuchillo muy largo.
—Buenas noches, señor Dresden.
—Raith —dije.
—Baja el bastón. El amuleto. Y el brazalete.
Apretó el cuchillo y Murphy cogió aire de forma angustiosa por la nariz.
—Ya.
Mierda. Tiré el brazalete, el bastón y mi amuleto al suelo.
—Excelente —dijo Raith—. Tenías razón con respeto a que Thomas lleva su amuleto encima. Lo encontré colgado de su cuello cuando le corté la camisa para encadenarlo. Estaba casi seguro de que no utilizarías un vínculo tan obvio por resultar demasiado peligroso, pero al final resultó que me equivocaba. Mantuve activo mi hechizo de localización y llevo observándoos desde que llegasteis.
—Seguro que te crees muy listo y te sientes muy satisfecho de ti mismo. ¿Por qué no vas al grano? —pregunté.
—Por supuesto —concedió—. Arrodíllate y pon las manos a la espalda.
La barbie guardaespaldas que quedaba apareció. Llevaba un juego de esposas.
—¿Y si no quiero? —pregunté.
Raith se encogió de hombros y clavó un centímetro de la hoja del cuchillo entre las costillas de Murphy que se revolvió, asustada por el repentino dolor.
—¡Espera! —dije—. ¡Espera, espera! Ya voy.
Me arrodillé, puse las manos a la espalda, y la barbie guardaespaldas me colocó unas esposas de acero en muñecas y tobillos.
—Eso está mejor —dijo Raith—. Ahora en pie, mago. Voy a enseñarte La Fosa.
—Así la maldición entrópica me alcanzará casi a quemarropa, ¿eh? —deduje.
—Exacto —repuso Raith.
—¿Y tú qué conseguirás con eso? —pregunté.
—Una gran satisfacción personal —dijo.
—Es curioso —observé—. Para ser alguien que está protegido contra la magia, te ha faltado tiempo para dejarme desarmado.
—Acabo de estrenar la camisa —dijo con una sonrisa—. Además, no puedo permitir que mates al servicio o a Thomas, aunque solo sea para fastidiarme.
—Qué curioso —dije—. Pareces más interesado en hablar que en actuar. He oído que eres capaz de hacer un sinfín de cosas. Esclavizar a las mujeres de las que te alimentas, matar con un beso. Se dice que tienes una mala leche sobrehumana, pero de momento no veo nada de eso.
La boca de Raith se retorció en un gesto feroz.
—El Consejo Blanco ha intentado liquidarte un par de veces, pero cuando desistieron tú no fuiste tras ellos —proseguí—. ¡Ah, sí! ¿Y qué me dices de todo ese rollo de que eres inmortal? Yo creo que tiene que haber una explicación. Se habrán acercado a ti muchos. Seguro que has recibido ofertas muy interesantes. Pero nada de eso encaja con alguien que permite que una simple como Trixie Vixen le conteste de mala manera por teléfono como hizo esta mañana.
El pálido rostro de Raith se puso aún más blanco de la rabia.
—Yo que tú no diría esas cosas, mago.
—Pero como me vas a matar de todas formas… —dije—. Bueno, no te queda otro remedio, ¿no? Porque estamos en guerra, después de todo, y tú eres inmune a la magia. Seguro que los rojos presionan a la Corte Blanca para que mueva el culo y haga algo. Lo que me lleva a preguntarme por qué no me liquidaste, por qué no me diste el beso de la muerte en su momento. Incluso podrías haberlo grabado para fardar después. Oh, qué coño, ya que estamos, ¿por qué no le has plantado el beso de la muerte a Murphy? Quizá así me callaría.
—¿Es eso lo que quieres ver, mago? —dijo Raith en tono intimidatorio.
Sonreí ante su amenaza y comencé a canturrear:
—Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…
Raith apretó con más fuerza la garganta de Murphy, ella arqueó la espalda y dijo medio ahogada:
—Dresden.
Yo dejé de cantar, pero no me rendí.
—Ya veo, ser inmune a las heridas es una cosa —dije—. Pero creo que la maldición de muerte de mi madre te dio donde más te dolía, aunque sus efectos no sean evidentes. Hay un parásito llamado garrapata. Vive en las montañas Ozarks. Y parece que nada le hiciera daño —continué—. Pero no es inmortal. Difícil de aplastar, sí, pero se la puede atravesar de parte a parte con la herramienta adecuada. También se la puede ahogar. —Sonreí a Raith—. O matarla de hambre.
Se quedó quieto como una estatua, mirándome. Aflojó un poco la presión en el cuello de Murphy.
—Por eso estás de capa caída —proseguí en voz baja—. Mi madre dijo que lo preparó todo para que sufrieras. Y desde la noche en que la mataste no te has podido alimentar. ¿Verdad? No has podido echar mano de tus superpoderes de vampiro. Así que nada de besos mortales, ni enfrentamientos con magos, ni ataques directos a Thomas cuando te fallaron un par de maquinaciones para matarlo. Hasta tuviste que buscar ayuda para esta operación porque ya no puedes esclavizar mujeres. Aunque dado que Inari está viva, supongo que las cañerías te siguen funcionando. Y como aún no la has violado ni la has esclavizado psíquicamente, supongo que eso tampoco lo puedes hacer ya. Desde luego tiene que haber sido duro para ti, ¿eh, Raith? ¿Has pillado el doble sentido, tío? Me refiero a lo de que «ha sido duro».
—Insolente —escupió Raith por fin—. Intolerablemente insolente. Eres como ella.
Suspiré. Todo había sido una mera teoría hasta que su reacción me lo confirmó.
—Sí. Ya decía yo. Eres pura palabrería desde que mi madre acabó contigo. Durante estos años te has creado una leyenda, con la esperanza de que nadie se diera cuenta de que todo era humo. Con la esperanza de que nadie se diera cuenta de que una de tus novias te castró. Seguro que ha sido una experiencia aterradora. Vivir así.
—Quizá —dijo con un suave murmullo.
—Lo acabarán descubriendo —le confié en voz baja—. Esto que haces no tiene sentido. Tendrás que matarnos, pero aun así no volverás a alimentarte. Jamás. Lo inteligente sería ir a lo práctico y salir de aquí corriendo.
El frío rostro de Raith volvió a mostrar una sonrisa.
—No, hijo. No eres el único que descubrió lo que me hizo tu madre. Y cómo. Así que en lugar de huir, esta noche os mataré a ti y a tu hermano. Vuestra muerte pondrá fin a la maldición de la bruja, junto con su descendencia, por supuesto. —Sus ojos de repente se dirigieron a Murphy y añadió con una lenta sonrisa—: Y entonces quizá me tome algo. Porque la verdad, estoy hambriento.
—Hijo de puta —escupí.
Raith me sonrió de nuevo. Después le dijo a Barbie:
—Traedlo.
Y con eso, y apuntando a Murphy con su largo cuchillo, atención aquí al simbolismo doctor Freud, nos condujo a través de unos treinta metros de bosque, hacia un áspero declive, para adentrarnos luego en el frío y la oscuridad.