Capítulo 25

Trixie Scrump-Genosa-Vixen-Espialidosa se apoyó contra la pared y dijo:

—No te levantes, Barry. Y no muevas las manos. —Su voz temblaba de los nervios y el cañón del arma se movía arriba y abajo. Los nudillos de la mano que sostenía el móvil estaban blancos—. No quiero dispararte.

—¿Sabes? La gente tampoco quiere estrellar sus coches, pero siempre hay algún imbécil que conduce y habla por el móvil al mismo tiempo, y pam —dije—. Quizá deberías dejar el móvil hasta que hayamos terminado. Solo por si las moscas.

—No me des órdenes —me espetó al tiempo que me acercaba el arma como si fuera alguna especie de juguete sexual. Dio un traspié con sus zapatos de tacón alto, pero mantuvo el equilibrio—. ¡No te atrevas a darme órdenes!

Me callé. Ya estaba bastante tensa. Yo tengo la mala costumbre de hacerme el listo cuando alguien me pone nervioso. No lo puedo evitar. Pero si le buscaba las cosquillas a Trixie, su precario autocontrol quizá se hiciera trizas y me pegara un tiro por accidente. Creo que me moriría de vergüenza si me disparaba sin querer, así que decidí callar la bocaza. Bueno, esa era la idea.

—Vale.

—Deja las manos donde están y no te muevas.

—¿Me dejas al menos que me termine el café? —pregunté—. Está justo a la temperatura que me gusta.

Me fulminó con la mirada.

—No. Y no me llevaste el café que te pedí.

—Cierto —dije—. Tienes razón.

Nos sentamos allí durante un par de minutos y ya se me estaban cansando los brazos de sostener en alto el café y un auricular inútil.

—¿Y qué va a pasar ahora, señorita Vixen?

—¿A qué te refieres?

—Bueno, aquí estamos tú y yo, y el arma, claro. Generalmente siempre hay una razón para utilizar un arma como táctica negociadora, pero, hasta el momento, lo único que haces es apuntarme con ella. No soy ningún experto, pero tal y como yo lo veo, ahora te toca pedir alguna cosa, supongo.

—Sé que tienes miedo —casi escupió—. Por eso hablas. Estás nervioso y hablas porque me tienes miedo.

—Estoy petrificado ante la perspectiva de que eches a perder mi carrera como jugador de petanca —dije—. Así que imagina si me das miedo. Pero también siento curiosidad por lo que viene a continuación.

—No viene nada a continuación —dijo.

Hum, entonces ¿nos quedaremos aquí para toda la eternidad?

Me miró con desprecio.

—No, dentro de un minuto me largaré.

Alcé las cejas.

—¿Así, sin más?

—Sí.

—Vaya, eres una mala listísima —dije—. Jamás se me habría ocurrido que tu plan fuera no hacer nada.

Me dedicó una sonrisa de medio lado.

—No hace falta que haga nada.

—¿Y no te importa que luego le cuente todo esto a la policía?

Trixie rió y me miró realmente divertida.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a decir? ¿Qué te apunté con un arma sin razón aparente, que no te hice nada y que luego me marché?

—Bueno, pues sí.

—¿Y qué crees que creerán? ¿Esa historia tan mala o que me acorralaste cuando yo estaba sola, te propasaste conmigo y yo tuve que sacar el arma del bolso para que me dejaras en paz?

Entorné los ojos. La verdad es que no era un plan tan idiota, lo que me hizo sospechar que no se le había ocurrido a Trixie. Pero ¿para qué mantenerme inmóvil en un lugar? Consulté el reloj de la habitación. Las once y cuarenta. Mierda.

—¡Aaah! —dije—. Quieres quitarme de en medio para cuando llegue la maldición.

Abrió los ojos como platos.

—¿Cómo sabes que… —Calló de repente y ladeó la cabeza. Parecía escuchar lo que alguien le decía por teléfono—. Ya lo sé, no voy a contarle nada. No entiendo por qué… —Se sobrecogió—. ¡Ah, ya!, sí, vale. ¿Quieres bajar y hacerlo tú? Vale, bien. De acuerdo. —Su rostro se ensombreció con una mueca de ira, pero concentró toda su atención sobre mí.

—¿Con quién hablas? —pregunté.

—No te importa.

—La verdad es que sí. Y mucho. Puesto que me han contratado para descubrir a los creadores de la maldición.

Trixie dejó escapar una desagradable carcajada.

—¿Y qué más da si lo descubres? No creo que la policía considere una maldición mágica como arma en un crimen.

—Quizá no. Pero los polis no son la única autoridad en el universo. ¿Alguien te ha hablado alguna vez del Consejo Blanco?

Se humedeció los labios, sus ojos recorrieron la habitación.

—Claro que sí —contestó.

—¿Entonces sabrás que utilizar magia para matar a otro ser humano conlleva la pena de muerte?

Me miró fijamente.

—¿De qué estás hablando?

—El juicio no será muy largo. Suelen durar diez o quince minutos, como mucho. Y una vez te hayan declarado culpable, te ejecutarán allí mismo. Decapitación. Con una espada.

Su boca se movió sin emitir ningún sonido durante unos segundos.

—Mientes.

—Yo siempre voy de cara. Quizá tu problema es que te niegas a admitirlo y no ves más allá.

—Claro que no —me contestó—. Lo que quieres es asustarme. Mientes.

—Ojalá —repuse—. Mi vida sería mucho más sencilla. Oye, Trixie, tú y quienquiera que sea la persona con la que trabajas quizá os libréis si lo dejáis a tiempo. Dejad lo de la maldición y salid de Chicago.

Levantó la barbilla, desafiante.

—¿Y si no?

—Pasarán cosas malas. De hecho tú ya estás acabada, señorita Vixen, aunque aún no lo sepas. Si lanzas la maldición, probarás un poco de tu propia medicina.

—¿Me estás amenazando?

—No es ninguna amenaza —repuse—. Es un hecho. Tú y tu ritual tenéis los minutos contados.

—Ya —dijo, recuperando la compostura—. Creo que subestimas mis poderes.

Resoplé.

—Tú no tienes poderes.

—Claro que sí. Y he matado con ellos.

—Has matado con un ritual —dije.

—¿Y cuál es la diferencia?

—La diferencia —dije— es que si tuvieras algún talento como maga, no necesitarías ningún ritual.

—Lo que tú digas. Son la misma cosa. Magia, poder…

—No —contesté—. Mira, un hechizo ritual como el que has usado no tiene nada que ver contigo. Es como una máquina expendedora cósmica. Metes dos monedas, le das al botón, y aparece la maldición volando, cortesía de alguna fuerza psicótica del otro mundo que disfruta con ese tipo de cosas. No requiere habilidad alguna. No requiere talento. Hasta un chimpancé podría invocar una maldición como la tuya.

—Pero en la práctica no hay diferencia —dijo obcecada.

—Desde luego que la hay.

—¿Cuál es? —preguntó.

—Estás a punto de descubrirlo.

En lugar de asustarse, sonrió.

—¿Te refieres a ese círculo sagrado que has dibujado en el estudio de sonido?

¿Reconoció el círculo? Mierda.

—Sabíamos que intentarías algo —prosiguió—. Lo único que tuve que hacer fue seguirte cuando entraste. No sé qué pensabas conseguir con ese paripé, pero estoy segura de que todos tus garabatos y tus velas no van a conseguir lo que querías. Rompí tu precioso círculo y borré todas las marcas de tiza.

En eso tenía razón. Mierda, mierda.

—Trixie —dije—. Sabes que esto no está bien, ¿por qué lo haces?

—Protejo lo que es mío, Larry —contestó—. Es un asunto de negocios.

—¿Negocios? —pregunté—. Dos personas han muerto. Giselle y Jake casi la palman y no quiero ni pensar en lo que le habría pasado a Inari si yo no llego a estar allí. ¿Qué coño crees que estás haciendo?

—No siento ninguna necesidad de justificarme ante ti.

La miré atónito y luego dije:

—Así que tú tampoco lo sabes. No sabes con quién se casa.

No dijo nada, pero sus ojos se encendieron con desprecio y rabia.

Negué con la cabeza y proseguí.

—Así que te has dedicado a eliminar a todas las mujeres de la vida de Arturo Genosa. Una a una. Ni siquiera sabes si estás matando a la persona indicada.

—Solo queda una muñequita lo bastante guapa para su gusto —dijo.

—Emma —dije.

—Y con ella muerta, no tendré que preocuparme de que nadie me robe lo que es mío.

La contemplé durante un segundo.

—¿Estás loca? —dije—. ¿De verdad crees que te saldrás con la tuya?

—Me sorprendería mucho ver a un fiscal acusarme de brujería —respondió.

Trixie era demasiado tonta para creer lo que le conté sobre el Consejo Blanco y demasiado egocéntrica para acertar con mi nombre, pero por amor de Dios, tenía que ser humana.

—Joder, Trixie. Emma tiene críos.

—Y Hitler —espetó Trixie.

—No, Hitler no tuvo hijos —contesté—. Solo perros.

—Me da igual —respondió.

Consulté el reloj. Las once y cuarenta y tres. En cuatro minutos, más o menos, Emma iba a morir.

Trixie volvió a prestar atención al teléfono, escuchó durante un momento y contestó con un escueto «sí». Después, del teléfono se escapó un sonido de acoplamiento y Trixie se estremeció tan violentamente que me preocupó seriamente que se le disparara el arma por accidente.

—¡Joder! —dijo—. Los teléfonos móviles son una mierda.

Los móviles son como los canarios en jaulas que se bajaban a las minas del mundo sobrenatural. Cuando algo mágico comienza a moverse, los móviles son de los primeros aparatos en notarlo. Lo más probable era que alguien al otro lado del teléfono hubiera comenzado a invocar energía.

Lo que significaba que el malocchio estaba de camino para acabar con Emma.

Y mientras Trixie no me dejara salir de la habitación verde, yo no podía hacer nada para ayudarla.