Capítulo 27

Llegué al aparcamiento corriendo, entré en el Escarabajo y lo puse en marcha. Detrás de mí oí como saltaba la alarma antiincendios del edificio, una sirena ensordecedora de emergencia. Además de la policía y seguramente alguna ambulancia, por allí aparecerían también unos cuantos camiones de bomberos. Iba a resultar muy complicado salir de allí, al menos para los agentes. Para cuando hubieran evacuado todo el edificio, probablemente yo podría estar en La Habana. Joan al menos me había conseguido diez minutos, puede que incluso más.

—Que Dios te bendiga, Joan —murmuré. Metí marcha atrás y salí de allí en dirección a mi apartamento. Ya estaba bastante lejos, en la autopista, cuando oí las sirenas. Conduje con cuidado y respetando los límites de velocidad; no quería por nada del mundo que me detuviera la policía, e intenté pensar en otra cosa. Pero no podía dejar de darle vueltas a lo que acababa de suceder.

Trixie Vixen estaba en la habitación conmigo cuando llegó la última maldición y aunque era evidente que estaba implicada, el hechizo lo lanzó otra persona. Sin embargo, Trixie conocía todos los detalles y sabía lo bastante de magia para destrozarlos apresurados escudos que levanté por todo el estudio. Si a eso le añadíamos que presumió de tener poderes, no era descabellado suponer que había tomado parte en el hechizo; probablemente participó en el ritual que sirvió para invocar la maldición.

Tenía sentido. Trixie era una diva engreída, egoísta y arrogante, de maneras melodramáticas y malos humos, convencida de que el universo giraba en torno a ella. Las muertes o los sucesos casi mortales provocados por el malocchio habían añadido oscuras connotaciones a la palabra «accidente». Un enjambre de abejas, coches que saltan por puentes y electrocución sobre un charco de sangre eran formas de asesinar bastante ridículas. Y lo del pavo congelado parecía salido directamente de un dibujo animado.

Hasta habrían resultado divertidas, si no hubiera sido por su resultado.

Pero la maldición de hoy había sido diferente. No noté la acumulación lenta y progresiva de energía, no hubo armas manufacturadas por la Corporación Acmé y no se produjeron daños colaterales. A diferencia de las otras muertes, la de Emma había sido el resultado de un golpe preciso y contundente de energía violenta. En ediciones anteriores, la maldición había funcionado más como una rudimentaria hacha de piedra, no como un escalpelo. Además, la maldición de hoy había sido mucho más fuerte que las anteriores.

Y Trixie era el mínimo común denominador.

Cualquier clase de hechizo mágico requiere de ciertas cosas para que se materialice. Primero, debes reunir energía. Luego tienes que darle forma con tus pensamientos y sentimientos para que haga lo que tú quieres. Y para terminar, tienes que liberarla en la dirección a la que quieres que se dirija. Dicho de otra forma, tienes que cargar la pistola, apuntar y apretar el gatillo.

El problema era que, con una maldición tan potente, estábamos hablando de una pistola muy, muy grande. Incluso con un ritual que proporcionara la potencia adecuada, controlar ese poder era algo que no estaba al alcance de cualquiera. Apuntar y apretar el gatillo era más fácil, pero hacerlo todo al mismo tiempo sería muy complicado, incluso para algunos magos. Por eso para los grandes proyectos se necesitan tres personas que trabajen juntas, y es de ahí de donde procede el estereotipo de las tres brujas gritonas preparando un hechizo en torno a un gran caldero.

Trixie salió del estudio antes de que la maldición cayera sobre Inari la otra noche, y tampoco estuvo presente doce horas antes. En cambio, sí había estado en esta ocasión. Vi la personalidad de la melodramática Trixie en todas las muertes absurdas, pero estaba totalmente seguro de que no tenía poderes.

Por lo tanto, la habían ayudado. Alguien tenía que manejar la energía mientras Trixie daba forma a la maldición siguiendo un ridículo guión de muerte. Y alguien más tuvo que apretar el gatillo, canalizando el hechizo hacia su objetivo, algo que también requería más habilidad y capacidad de concentración de la que estaba dispuesto a reconocerle a Trixie. Así que tenían que ser tres.

Tres stregas.

Tres antiguas señoras de Genosa.

La maldición que terminó con Emma era distinta. Para empezar, había sido mucho más potente, y había llegado con mucha más rapidez. El resultado fue una muerte certera y sin escándalo. Si Trixie no estaba con ellas, eso quería decir que una de las otras tenía verdaderas habilidades, o que habían encontrado un sustituto para Trixie capaz de conseguir que el asesinato resultara simple, rápido y limpio.

Cuatro asesinos trabajando juntos. Yo era el único que podía entorpecer su camino y sabían que me estaba acercando. A la luz de los acontecimientos, estaba claro quién sería la próxima víctima de la maldición que caería después de doce horas.

Yo.

Eso suponiendo, claro está, que Mavra y su plaga de vampiros, o quizá el hombre que había contratado para ayudarme a matarlos, no acabaran conmigo antes. Lo mismo se quedaban con las ganas. ¿Lo ves? Este es el poder del pensamiento positivo.

Volví a mi apartamento, salí del coche justo a tiempo para ver a Mister corriendo por la acera a toda velocidad. Miró a ambos lados de la calle antes de cruzar, y entramos en mi apartamento juntos. Comencé a reunir algunas cosas y a meterlas en una bolsa de deporte de nailon, luego abrí la puerta que daba al laboratorio. Bob salió de Mister, que se apresuró a acurrucarse junto al fuego y se durmió al momento.

—¿Y bien? —pregunté mientras terminaba de guardar las cosas en la bolsa—. ¿La has encontrado?

—Sí, la he encontrado —confirmó Bob.

—Ya era hora —dije. Bajé las escaleras a toda prisa, murmuré una palabra y se encendieron varias velas. Saqué un rollo de pergamino del tamaño de una cartulina y lo extendí sobre la mesa en el centro del laboratorio. Luego coloqué una pluma estilográfica a su lado—. ¿Dónde?

—No muy lejos de Gabrini Green —dijo Bob—. Eché un buen vistazo al lugar.

—Bien. Tienes permiso para salir el tiempo necesario y mostrarme lo que has encontrado.

Dio un suspiro, pero no se quejó. La consabida nube de lucecitas naranjas salió por las cuencas de la calavera. Esta vez parecía menos brillante y arremolinada de lo habitual. La nube de luz rodeó la pluma, luego la levantó y comenzó a dibujar un plano de la guarida sobre el pergamino. La voz de Bob, un poco apagada dijo:

—Esto no te va a gustar.

—¿Por qué no?

—Es un albergue.

—¿Un albergue para los sin techo?

—Sí —respondió Bob—. También trabajan en la rehabilitación de drogadictos.

—Vaya por Dios —murmuré—. ¿Cómo se atreven los vampiros a meterse en un lugar con tanta gente?

—Porque esta clase de edificios públicos no tienen apenas umbral, así que no necesitan invitación. Creo que probablemente entraron desde la Subciudad, directos al sótano del albergue.

—¿A cuánta gente han herido?

La pluma de Bob se deslizaba sobre el pergamino. Cuando yo dibujo mapas, suelo acabar con una serie de cuadrados desproporcionados, líneas torcidas y círculos incompletos. El dibujo de Bob parecía una obra de Da Vinci.

—Había tres cuerpos amontonados en una esquina del sótano —dijo Bob—. Han convertido en esclavos a parte del personal del albergue, que los están encubriendo. Los demás, una media docena de personas, están amordazados y encerrados en un armario de cedro.

—¿Viste matones?

—Ya lo creo. Media docena de renfields, cada uno con su propio perro maldito, para más inri.

—¿Renfields? —pregunté.

—¿Cómo pues vivir en este siglo y desconocer la existencia de los renfields? —preguntó Bob—. Tienes que salir más, y pronto.

—Oye, leí el libro. Sé quién era Renfield. Pero nunca había oído hablar de renfields en plural.

—¡Ah! —dijo Bob—. ¿Qué quieres saber?

—Bueno, en primer lugar ¿cómo los llamaban antes de que Stoker publicara su novela? —pregunté.

—No los llamaban de ninguna manera, Harry —dijo Bob con un tono que demostraba su infinita paciencia—. Por eso el Consejo Blanco pidió a Stoker que publicara el libro. Para que la gente supiera de su existencia.

—Ya, vale —me froté los ojos—. ¿Cómo los dominan los vampiros?

—Con control mental —respondió Bob—. Lo habitual.

—Siempre con el control mental de las narices —murmuré—. A ver si lo he entendido bien. Los esclavos se limitan a caminar como atontados a la espera de recibir órdenes, ¿no?

—Sí —confirmó Bob sin dejar de manejar la pluma—. Como si fueran zombis, pero todavía tienen que ir al baño.

—¿Entonces un renfield es una versión descafeinada de los esclavos?

—No —dijo Bob—. Un esclavo está tan sometido que quizá ni siquiera sepa que es un esclavo, y puede permanecer así bastante tiempo.

—Como lo que DuMorne le hizo a Elaine.

—Bueno, supongo, sí. Algo así. Sin embargo para lograr ese sometimiento hay que ser sutil. Someter a alguien también requiere mucho tiempo y cierta cantidad de empatía, algo de lo que Mavra carece.

—¿Y entonces? —dije con cierta impaciencia—. Un renfield es un…

Bob dejó la pluma.

—Es la forma más rápida y sucia que tiene la Corte Negra de hacerse con músculo barato. Los renfields están sometidos a una esclavitud total gracias a la fuerza bruta psicológica.

—Estás de coña —dije—. La clase de daño mental que causaría eso…

—Pierden por completo la cordura —confirmó Bob—. A partir de ese momento solo sirven para una cosa: ejercer la violencia. Pero como es más o menos lo que querían los vampiros, pues encantados.

—¿Cómo se los libera? —pregunté.

—Es imposible —respondió Bob—. Ni el mismo Merlín original pudo hacerlo, como tampoco pudo ninguno de los santos que lo intentaron en su día. Se puede liberar a un esclavo y que se recupere con el tiempo. Pero los renfields no. Desde el momento en que les destrozan la mente, tienen fecha de caducidad.

—¡Oh! ¿Qué quieres decir? —dije.

—Los renfields se vuelven cada vez más violentos y desequilibrados, y se autodestruyen en uno o dos años. No los puedes curar. A efectos prácticos, es como si ya estuvieran muertos.

Repasé los hechos de cabeza y me admiré ante lo mucho que había empeorado la situación. Con los años he aprendido que la ignorancia es más que una bendición: es un puñetero éxtasis orgásmico. Miré a Bob y dije:

—¿Estás seguro de lo que me has dicho?

La nube de luces naranjas flotaron cansadamente hacia la calavera en su estantería.

—Sí. DuMorne investigó bastante sobre ese tema en su día.

—A Murphy no le va a gustar esto —aduje—. Desmembrar monstruos con una motosierra es una cosa. Matar a gente es otra.

—Sí. La gente es mucho más fácil.

—Bob —gruñí—. Son seres humanos.

—Los renfields no, Harry —dijo Bob—. Se mueven, pero en realidad ya no están ahí.

—Ya, pero explica eso en un tribunal —respondí, mientras me estremecía—. O al Consejo Blanco, ya que estamos. Si me cargo a la persona equivocada, podría acabar en la cárcel, o en la cámara estrella de juicios del Consejo Blanco. Mavra utiliza nuestras leyes para protegerse de nosotros. Es muy injusto.

—¡A la mierda las leyes! ¡Cárgatelos a todos! —exclamó Bob con un grito cansado.

Suspiré.

—¿Y qué pasa con los perros?

—Pues son los típicos animales —dijo Bob—. Pero los han imbuido con la misma clase de energía oscura con la que funciona la Corte Negra. Son más fuertes, más rápidos y no sienten dolor. Una vez vi a uno atravesar una pared de ladrillos.

—Seguro que luego parecen perros normales ¿eh?

—Y antes también —apostilló Bob.

—Imagino que si la policía se ocupa de mi caso cuando todo esto haya acabado, se les podrá unir la Sociedad Protectora de Animales como acusación particular. —Negué con la cabeza—. Y para rematarlo todo, Mavra también tiene rehenes encerrados en un armario. Los utilizará como escudo humano cuando comience la batalla.

—O como cebo en alguna trampa —añadió Bob.

—Sí. En cualquier caso complica mucho las cosas, aunque entremos cuando Mavra y su plaga estén durmiendo. —Contemplé el plano de su guarida dibujado por Bob— ¿Algún sistema de seguridad?

—Uno electrónico y viejo —contestó—. Nada del otro mundo. No tendrás problemas en cargártelo.

—Mavra cuenta con eso. Así que habrá centinelas. Tenemos que librarnos de ellos.

—Olvídalo. No es que los esclavos y los renfields sean los mejores guardianes del mundo, pero los perros malditos lo compensan. Si quieres entrar, tendrás que ser invisible, no hacer ruido y no oler. No podrás atacarlos por sorpresa.

—Mierda. ¿Qué clase de armas manejan?

Hum, pues sus colmillos, principalmente, Harry.

Lo miré furioso.

—Los perros no.

—¡Ah! Los esclavos tienen unos cuantos bates de béisbol. Los renfields, rifles de asalto, granadas y chalecos antibalas.

—¡Joder!

Bob me miró desde lo alto de su estantería.

—¡Ooooh, no me digas que tienes miedo de unas ametralladoras!

Lo fulminé con la mirada y arrojé un lápiz a la calavera.

—Quizá a Murphy se le ocurra la forma de hacer esto sin comenzar la tercera guerra mundial. Mientras tanto, cambiemos de tema. Necesito tu opinión.

—Claro —dijo Bob—. Tú dirás.

Le hablé de la maldición entrópica y de quién pensaba que estaba detrás.

—Magia ritual —confirmó Bob—. Más aficionados.

—¿Quién patrocina las maldiciones rituales ahora? —pregunté.

—Bueno, en teoría, muchos poderes. En la práctica, sin embargo, casi todos los escritos en los que figuran están en manos del Consejo, de los Venatori, o de alguien con influencia en el mundo sobrenatural. Muchos se han destruido. Me llevará un tiempo reunir todos los datos.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque tengo recuerdos de unos seiscientos años entre los que buscar y estoy agotado —respondió Bob con voz débil, como si viniera de muy lejos—. Pero puedes estar seguro de que quien promueve la maldición no será muy simpático.

—Cuéntame algo que no sepa —dije—. Eh, Bob.

¿Hum?

—¿Es posible crear un hechizo que dure, no sé, veinte o treinta años?

—Claro, si tienes pasta para pagarlo —dijo Bob—. O si eres el típico ñoño sentimental amante de la familia.

—¿Sentimental? ¿A qué te refieres?

—Bueno, puedes fijar magia a ciertos materiales, ¿no? La mayoría suelen ser muy caros. O puedes optar por lo más barato y utilizar tu varita mágica, por ejemplo, para refrescar la magia de vez en cuando. —Los ojos de la calavera comenzaban a perder brillo con rapidez—. Pero, a veces, la puedes fijar a una persona.

—Eso no es posible —repliqué.

—Para ti no —dijo Bob—. Tiene que haber una relación de parentesco. Compartir la misma sangre, ese tipo de cosas. Quizá si tuvieras un hijo… Pero me parece que para eso tendrías que tener novia, ¿eh?

Me pasé la mano por el pelo sin dejar de pensar.

—¿Y si lo haces así, el hechizo dura tanto tiempo?

—Sí, claro —contestó Bob—. Mientras la persona a la que lo has fijado esté viva. Para evitar que el hechizo se debilite necesita energía del sujeto ancla, por así llamarlo. Por eso casi todas las maldiciones de la peor clase se suelen dar entre familiares.

—Así que por ejemplo —dije—, si mi madre hubiera lanzado una maldición contra alguien, mientras yo esté vivo, esa maldición permanecerá activa.

—Exacto. O como sucede con el hombre lobo. Su propia progenie mantiene viva la maldición. —La calavera abrió la boca en un bostezo—. ¿Alguna cosa más?

Cogí el plano y lo metí en un bolsillo. Bob estaba casi ya sin fuerzas y yo no tenía tiempo que perder. Tendría que descubrir lo demás yo solo.

—Descansa e intenta hacer memoria —le indiqué—. Yo tengo que largarme antes de que la poli aparezca por aquí. —Hice ademán de levantarme del taburete y todos mis músculos se quejaron por tener que ponerse de nuevo en movimiento. Torcí el gesto y dije—: Analgésicos. Está claro que también necesito unos analgésicos.

—Buena suerte, Harry —balbució Bob y las lucecitas brillantes de los ojos de la calavera se apagaron por completo.

Me dolía todo el cuerpo mientras subía las escaleras hacia el apartamento. La verdad es que empezaba a ser un experto en dolores, desde luego práctica no me faltaba. Podía ignorar el sufrimiento. Tenía un talento especial para hacerlo. Y ese talento se había refinado gracias a las duras lecciones de la vida y a las aún más duras lecciones de Justin DuMorne. Pero aun así, aquel tormento pasaba factura. Mi cama no era ninguna maravilla, pero me lo pareció cuando pasé por delante de camino a la puerta.

Tenía las llaves en una mano y la bolsa colgando de un hombro cuando escuché unos golpes procedentes de la esquina más oscura del cuarto, junto a la puerta. Me detuve y, un momento después, mi bastón de mago comenzó a vibrar y a dar golpes. Se estremecía y vibraba, chocando contra la pared y el suelo con movimientos rápidos, demasiado rítmicos para que aquello no tuviera un significado.

—Bueno —murmuré—. Ya iba siendo hora.

Cogí mi bastón, apoyé un extremo con fuerza en el suelo y me concentré en aquel trozo de madera. Me deslicé por su superficie hasta adentrarme en el constante y pesado poder de la tierra bajo él. Luego imprimí mi propio ritmo contra la piedra del suelo. El bastón enmudeció, luego vibró dos veces en mi mano. Le dejé agua y comida a Mister, cerré la puerta de mi apartamento y cargué los escudos de energía protectora a su alrededor.

Cuando llegué a las escaleras, una vieja y pesada camioneta Ford, sufrida y sólida superviviente de la Gran Depresión, entró en el aparcamiento de gravilla situado junto al edificio y se detuvo con un chirrido. Tenía matrícula de Missouri. En la parte de atrás había un compartimento destinado a las armas, con una vieja escopeta de dos cañones en su parte superior, y un antiguo, grueso y pesado bastón de mago en el enganche de más abajo.

El conductor puso el freno de mano y abrió la puerta sin apagar el motor. Era viejo, pero sano; un hombre bajo y fuerte vestido con un mono, unas pesadas botas con suela de goma y una camisa de franela. Tenía unas manos grandes con los nudillos llenos de cicatrices, y llevaba dos sencillos anillos de acero en cada dedo índice. Unos escasos mechones blancos ondeaban alrededor de su calva endurecida por el sol. Tenía los ojos oscuros, su expresión era de fastidio y cuando me vio dio un resoplido y saludó:

—Hola, Hoss. Tienes peor pinta que…

—Siempre me dices lo mismo —le interrumpí con una sonrisa. El viejo rió entre dientes y me ofreció la mano. Se la estreché y sentí de nuevo la agradable familiaridad de su callosa fuerza que resistía a los estragos de la edad—. Me alegro de verlo, señor. Empezaba a pensar que me iba a dejar tirado.

Ebenezar McCoy, miembro veterano del Consejo Blanco, mentor mío durante un tiempo y según tenía entendido un mago potente de verdad, me dio unos golpecitos en el brazo con la mano que le quedaba libre.

—¿Otra vez metido en camisa de once varas, eh? Cualquiera diría que eres demasiado tozudo para saber cuándo dar marcha atrás.

—Será mejor que nos demos prisa —le dije—. La policía llegará en cualquier momento.

Frunció el ceño y sus despeinadas cejas blancas se convirtieron en una sola, pero asintió con la cabeza y dijo.

—Sube.

Me subí a la camioneta y coloqué mi bastón con las armas de Ebenezar. El bastón del viejo era más corto y más grueso que el mío, pero los sellos y fórmulas grabadas en su superficie eran muy similares, y la textura y el color de la madera idénticos. Ambos provenían del mismo árbol herido por un rayo en las tierras de Ebenezar, en las montañas Ozark. Cerré la puerta y los ojos por un momento, mientras Ebenezar ponía en marcha de nuevo la camioneta.

—Tu morse está oxidado —dijo unos minutos después—. En mi bastón sonaba como si hubieras escrito «negrampiros».

—Y eso hice —admitió—. Significa vampiros de la Corte Negra, pero resumido.

Ebenezar chasqueó la lengua.

—Negrampiros. Ese es el problema con vosotros los jóvenes. Esa manía que tenéis de acortar las palabras.

—¿Demasiados acrónimos? —pregunté.

—Y expresiones absurdas.

—Guay —dije—. Qué de pm que haya podido venir porque me estoy jalando un marrón curioso y si no me ayuda todo se va a ir a la eme. Siento haberlo sacado de su queli, pero es que esto es una ful de tres pares.

Ebenezar gruñó, me lanzó una mirada asesina de reojo y dijo:

—No me obligues a patearte el culo.

—No, señor —contesté.

—La Corte Negra —dijo—. ¿Quién?

—Mavra. ¿La conoce?

—Conozco a la criatura —dijo con un ligero énfasis en la última palabra—. Mató a un amigo mío que además era miembro de los Venatori. Y estaba en los archivos de los centinelas. Se cree que tiene algo de talento para la magia negra y se la considera muy peligrosa.

—Tiene más que algo de talento —dije.

El viejo frunció el ceño.

—¿Ah, sí?

—Sí. He sido testigo de cómo lanzaba energía en estado puro y de cómo levantaba el mejor velo que he visto nunca. También he visto cómo utilizaba alguna clase de comunicación mental a larga distancia con sus secuaces.

El viejo volvió a fruncir el ceño.

—Eso es más que algo.

—Ajá. Y me tiene en su punto de mira. Solo que ella no utiliza pistolas.

Ebenezar parecía preocupado, pero asintió.

—¿Te echa en cara lo que pasó en el Velvet Room?

—Eso es lo que parece —le expliqué—. Ya ha intentado matarme en dos ocasiones. Pero sé dónde está su guarida y quiero acabar con ella antes de que lo intente una tercera.

—Me parece lógico —dijo—. ¿Qué tienes pensado?

—Tengo ayuda. Murphy…

—¿La chica policía? —me interrumpió.

—Dios, no la llames chica —dije—. Al menos no delante de ella. Sí, ella, y un mercenario llamado Kincaid.

—No me suena —dijo Ebenezar.

—Trabaja para el Archivo —apunté—. Y se le da muy bien matar vampiros. Pienso entrar con estos dos, pero necesitamos a alguien que espere fuera para sacarnos de allí echando chispas.

—Soy tu conductor ¿no? —dijo pensativo—. Y supongo que querrás a alguien que bloquee el poder de Mavra, si es que tiene acceso a tanta magia como dices.

—La verdad es que no lo había pensado —mentí—. Pero ¡eh! Si se aburre y le apetece hacerlo para pasar el rato mientras nos espera con el coche en marcha, yo encantado.

El viejo me enseñó los dientes en una sonrisa lobuna.

—Lo tendré en cuenta, Hoss.

—Pero no tengo nada que sirva para canalizar la energía —admití—. ¿Podrá alcanzarla sin tener muestras de su pelo o su sangre?

—Sí —dijo Ebenezar, sin especificar cómo lo haría—. Aunque dudo que pueda reducirla del todo. Puedo evitar que construya algo grande, pero quizá tenga suficiente magia para resultar molesta.

—Bueno, me conformo con eso —comenté—. Pero tenemos que hacerlo ahora. Ha tomado a varios rehenes.

—Así son los vampiros —dijo Ebenezar con tono desenfadado, pero vi como entrecerraba los ojos. Despreciaba a los monstruos como Mavra tanto como yo. En ese momento lo habría besado.

—Gracias.

Negó con la cabeza.

—¿Y qué pasa con su maldición de muerte?

Lo miré sorprendido.

—¿Habrás pensado en eso, no? —preguntó.

—¿Qué maldición de muerte? —tartamudeé.

—Utiliza la cabeza, chaval —dijo Ebenezar—. Si tiene el poder de un mago, quizá también pueda sacarse de la manga una maldición de muerte cuando esté a punto de palmar.

—¡Ah, venga ya! —murmuré—. Eso no es justo. Pero si ya está medio muerta.

—¿No se te había ocurrido, eh? —preguntó.

—No —repuse—. Y es un fallo. Es que llevo unos días muy ocupado intentando esquivar diferentes atentados contra mi vida provenientes de todas las direcciones. No he tenido ni un segundo para pensar. Se nos acaba el tiempo.

Gruñó.

—Bueno, ¿adónde vamos?

Consulté el reloj en la marquesina donde se anunciaba un banco.

—Nos vamos de picnic.