Capítulo 33
La escopeta se disparó, no sé si porque yo decidí usar el arma o si simplemente apreté el gatillo del susto. Los malos estaban a seis metros, distancia más que suficiente para que se propagara la munición de la escopeta. Si había apuntado bien, tendría que haberme cargado a uno por lo menos. Sin embargo, lo más fuerte de la explosión pasó entre los dos, aunque por la forma en que se apartaron y retorcieron, o el ensordecedor trueno del disparo había bastado para intimidarlos, o quizá los dos resultaron alcanzados de refilón. El fuego salió de forma entrecortada de las bocas de sus lanzallamas para esparcirse por el suelo, las paredes y el techo del pasillo, donde se formaron gotas de fuego en lo que tenía que ser una mezcla de gasolina o algún otro catalizador, y vaselina, el napalm casero. Aunque conseguí abortar su maniobra de ataque, el fuego convirtió el aire frío en abrasador y me dejó casi sin aliento.
Los dos hombres de aspecto vulgar y harapiento, ojos abiertos como platos y mirada fanática, dudaron por un segundo antes de ponerse en posición para apuntar una vez más. Solo fue un segundo, pero me bastó para salvar la vida. Tiré la escopeta, agarré el bastón con la mano derecha y agité mi brazalete escudo. Reuní mi voluntad aterrorizada y levanté una pared de energía ante mí.
Esta vez los renfields no se cortaron, una llama tan gruesa y extensa como el agua que sale por una boca de riego rota avanzó con un rugido por el pasillo. La paré con el escudo, pero aquella protección no estaba pensada para detener el calor. Era un dispositivo de defensa contra la energía cinética y aunque durante mis años de mago lo había utilizado para protegerme de todo, desde balas a ascensores descontrolados, no era la herramienta más indicada para frenar la transferencia de calor intenso. Litros y litros de napalm chocaron contra mi escudo invisible y el fuego ardió pegado a él con un brillo blanquecino. Su terrible calor traspasó el escudo y me golpeó de lleno.
Cómo dolió. Dios, dolió muchísimo. Los dedos de la mano izquierda fueron los primeros en sentirlo, y luego la palma y la muñeca, todo en el espacio de un segundo. Si nunca te has quemado, no puedes ni empezar a imaginar lo que yo sentí. Noté como si los dedos, donde millones de nervios táctiles estaban enviando mensajes de horribles destrozos a mi cerebro, hubieran explotado y hubieran sido reemplazados por un dolor extremo.
Agité la mano y sentí como perdía concentración y el escudo comenzaba a debilitarse. Apreté los dientes y de alguna manera conseguí reunir la fuerza necesaria para volver a alzar la mano, endureciendo el escudo y mi voluntad. Caminé hacia atrás arrastrando los pies, con la mente ahogada por el dolor, pero manteniendo el escudo en alto, desesperadamente.
—¡Diez segundos! —gritó Kincaid.
Vi como me salían ampollas en la mano izquierda. Sentí como los dedos se encogían formando una garra. Parecían más finos, como si estuvieran hechos de cera que se estaba derritiendo, y pude ver la sombra de mis huesos bajo la carne. El escudo se debilitó aún más. El dolor se agudizó. Ahora estaba junto a las escaleras y el escudo parpadeó, el espacio vacío que había entre la puerta y yo bien podría haber sido de un kilómetro.
No aguantaría diez segundos.
Busqué en mi interior, en el terrible dolor rojo, y conseguí arañar algo más de energía. Me concentré en el bastón, y los sellos y runas tallados en su superficie de repente se encendieron con una deslumbrante luz roja. Mi nariz se inundó de olor a madera quemada y, mientras el escudo comenzaba a desaparecer, grité:
—¡Ventas servitas!
La fuerza que acumulé en mi bastón salió disparada como una serpiente de energía invisible. El escudo cayó, al tiempo que un vendaval bajaba por las escaleras aullando. Cuando la columna de aire me alcanzó, enrolló el guardapolvos alrededor de mi cuerpo como si fuera una bandera, envolvió el napalm en llamas como un tubo de gelatina y lo empujó hacia atrás por donde había venido al tiempo que le proporcionaba oxígeno suficiente para triplicar el tamaño de sus llamas.
El fuego se descontroló. Comenzó a arrancar el mortero de las paredes y a abrir grietas en el suelo empedrado; las piedras húmedas empezaron a despedir vapor y se resquebrajaron al expandirse el agua de su interior.
Por un momento pude ver a los dos renfields, todavía disparando fuego contra mí. Después comenzaron a gritar, pero obedecieron a los roncos gritos de Mavra que los instaba a permanecer firmes. Eso los mató. El napalm se plegó sobre ellos y las llamas los devoraron.
Cuando cayeron al suelo estaban tan desfigurados que sus restos no serían fácilmente identificables como humanos.
Seguí concentrado en el viento, las runas de mi bastón relucían con un brillo anaranjado y las llamas se extendieron hasta la otra habitación en un río mortífero de luz deslumbrante y cenizas negras y carbonizadas. Durante unos segundos agónicos mantuve el viento y propagué el fuego, pero entonces mi voluntad se debilitó y las runas de mi bastón comenzaron a apagarse. El dolor se apoderó de mí por un segundo, y era tan intenso que ni siquiera podía ver.
—¡El mago! —aulló Mavra y sus palabras sonaron como escamas polvorientas y fría furia de reptil—. ¡El mago! ¡A por el mago! ¡Matad, matad, matadlos a todos!
—¡Cógelo! —gritó Kincaid. Sentí como Murphy me pasaba las manos por debajo de las axilas y tiraba de mí con sorprendente fuerza. Comencé a recuperar la vista a pesar del terrible dolor a tiempo para ver como un hombre carbonizado de aspecto inhumano blandía un hacha y se lanzaba contra Kincaid. El mercenario clavó su lanza en el pecho del hombre, parándole los pies al momento. Un segundo hombre apareció entre el humo detrás del primero, este con una escopeta en las manos. Escuché un ruido atronador, vi como una lengua de fuego atravesaba al renfield empalado y alcanzaba luego al otro en toda la cara con un resultado bastante repugnante. Kincaid sacó la lanza del cadáver del primer renfield mientras el segundo todavía convulsionaba violentamente. Después apuntó con la escopeta en la dirección adecuada.
Kincaid le dio la vuelta a la lanza y se la clavó al segundo renfield en el pecho. La segunda andanada incendiaria salió de su compartimento en la parte posterior y le arrebató los últimos jirones de vida que le quedaban. Su cadáver en llamas cayó al suelo un segundo después.
Se oyó un disparo entre el humo. Kincaid gruñó y se tambaleó. La lanza cayó de sus manos, pero él se mantuvo en pie. Sacó un par de pistolas y comenzó a dar marcha atrás con dificultad mientras las semiautomáticas disparaban balas contra el humo del pasillo con toda la rapidez de la que era capaz.
Más renfields, achicharrados pero funcionales, aparecieron entre el humo sin dejar de disparar. A su lado estaban los perros malditos, desnudos y sangrientos esqueletos caninos dominados por una horrible rabia. Tras ellos vi, por primera vez iluminada, la figura esbelta y mortífera de Mavra. Llevaba la misma ropa que la última vez: un harapiento vestido renacentista completamente negro. A Hamlet le habría encantado. Vi sus velados ojos fijarse en mí y alzó el hacha que sostenía en una mano.
Los dos primeros perros malditos se lanzaron contra Kincaid, que cayó bajo ellos antes de que yo pudiera siquiera gritar. Entonces, uno de los renfields lo golpeó con un mazo de hierro mientras otro simplemente vaciaba el cargador de una pistola en aquella melé y dos perros malditos más se unían al conjunto.
—¡No! —grité.
Murphy tiró de mí hacia el armario y me sacó de la línea de fuego justo cuando Mavra reaccionó. Su hacha apareció volando y dando vueltas por el pasillo para clavarse en la pared de piedra del fondo del armario con tal fuerza, que su cabeza quedó incrustada en la misma piedra y el mango de madera se hizo astillas. Debajo del lugar donde impactó el hacha, había dos niños todavía encadenados que rompieron a llorar de miedo y dolor cuando se les clavaron las astillas.
—¡Dios mío! —dijo Murphy—. La mano, Dios. —Pero no dejó de moverse. Me empujó hacia la esquina más lejana del armario, cogió su pistola, se apoyó contra el marco de la puerta y abrió fuego siete, ocho o nueve veces hacia el pasillo con el rostro serio y concentrado. Sus pálidas piernas resaltaban contra su chaleco de Kevlar negro.
—¿Harry? —gritó—. Hay humo. No veo nada, pero están al comienzo de las escaleras. ¿Qué hacemos?
Vi una caja negra fijada a la pared, cerca del techo. Seguramente era la mina antipersonas contra la que nos había prevenido Kincaid. Tenía razón. Estaba preparada para estallar y expulsar sus terribles proyectiles en diagonal y hacia abajo, para que rebotaran y mataran a todo el que estuviera dentro del armario y en el pasillo.
—¡Harry! —gritó Murphy.
Apenas tenía fuerzas para contestar.
—¿Puedes activar otra vez la mina?
Me miró de reojo con los ojos como platos.
—¿Quieres decir que no hay salida?
—¡Qué si puedes armarla! —grité.
Asintió una vez.
—Espera mi señal, luego ármala y tírate al suelo.
Dio media vuelta y se subió a una silla de madera cerca de la mina. No sé si la silla ya estaba allí y la usaron los malos o la cogió ella. Unió dos pinzas cocodrilo y después cogió una tercera mientras me miraba de reojo con el rostro pálido. Los niños lloraban y gritaban a sus pies.
Me arrastré hasta que estuve de rodillas frente a los niños, de cara al pasillo. Alcé la mano izquierda y la miré atónito durante un segundo. Siempre había pensado que el rojo y el negro me sentaban bien, pero desde luego me refería a la ropa. No a mis miembros. Mi mano era ahora una garra de carne requemada, retorcida y ennegrecida, abrasada y oscura allí donde no estaba en carne viva. Mi brazalete de plata colgaba de la muñeca con los escudos deformados por el calor. Brillaba y relucía.
Alcé la otra mano para dar la señal a Murphy, pero entonces escuché un grito procedente del pasillo, terrible, feroz y apenas humano. El humo se arremolinó por un momento y pude ver a Kincaid. Avanzaba arrastrando una pierna con la espalda pegada a la pared. Con una mano se agarraba con fuerza la pierna y en la otra sostenía una pistola. Disparaba contra algo que no pude ver, entonces se quedó sin munición.
—¡Ahora Murphy! —grité. Mi voz recorrió el pasillo como un trueno—. ¡Kincaid! ¡Maniobra Loco Harry!
El mercenario giró la cabeza hacia mí. Se movió como un rayo lisiado, rápido, torpe y grotesco. Tiró la pistola, se soltó la pierna y se arrojó hacia mí con sus tres miembros sanos.
Una vez más alcé mi escudo y recé para que los sensores de infrarrojos de la mina funcionaran.
El tiempo se lentificó.
Kincaid atravesó la puerta del armario.
La mina pitó. Se produjo un agudo clic metálico.
Kincaid me sobrepasó. Yo me apoyé contra él y en ese mismo instante, reuní la escasa fuerza que me quedaba para sostener el escudo.
Unas pequeñas esferas de metal, unas veinte o treinta, salieron volando. Yo tenía el escudo colocado en ángulo, en un simple plano inclinado con su base en la puerta, su cima en la pared del fondo del armario, y a un metro veinte por encima del suelo. Varias esferas golpearon el escudo, pero la pendiente hizo que rebotaran hacia el pasillo.
Las submuniciones explotaron en una onda de trueno y luz. Unas bolas de acero salieron despedidas como una vaporización letal que chocaba contra las paredes de piedra y arrancaba la carne con salvaje eficiencia. El escudo inclinado se encendió con una luz azul incandescente al absorber y repeler la energía de la metralla en fogonazos de luz tan brillantes como bombillas. El sonido era indescifrable, tan potente que casi podría matar por sí mismo.
Y de repente, todo acabó.
Se hizo el silencio, solo quebrado por el chisporroteo de las llamas. Todo estaba inmóvil, salvo el humo que se mecía.
Murphy, Kincaid, los niños secuestrados y yo estábamos todos apretados unos contra otros en una pila desorganizada de humanidad aterrada. Nos quedamos allí sentados, aturdidos durante un momento. Luego hablé:
—Vamos, tenemos que salir de aquí antes de que el fuego se propague. —Mi voz sonó ronca—. Vamos a sacar a los críos. Quizá consiga romper las cadenas.
Kincaid extendió un brazo sin decir nada y cogió unas llaves que colgaban de un gancho en la pared opuesta. Luego volvió a sentarse, apoyó la espalda contra la pared y me tiró las llaves.
—O podríamos hacer esto también —dije y le pasé las llaves a Murphy que se dispuso a liberarlos. Yo estaba demasiado cansado para moverme. La mano ya ni me dolía, lo que era muy mala señal. Lo sabía. Pero estaba tan agotado que me daba igual. Me limité a quedarme allí sentado mirando a Kincaid.
Había vuelto a cerrar la mano sobre la pierna. Estaba sangrando. También tenía sangre en el estómago, en una mano y por toda la cara, como si hubiese estado cogiendo manzanas que flotaran en un bidón de sangre.
—Estás herido —dije.
—Sí —repuso—. Un perro.
—Te vi caer.
—La cosa se puso fea —confirmó.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
—Sobreviví.
—Estás sangrando por el pecho —observé—. Y tienes sangre en la mano.
—Ya lo sé.
—Y por toda la cara.
Alzó una ceja y se llevó la mano que tenía libre a la barbilla, luego contempló la sangre.
—¡Ah!, esta no es mía —dijo y comenzó a rebuscar en su cinturón.
Yo reuní la fuerza suficiente para ponerme a su lado y ayudarlo. Sacó un rollo de cinta adhesiva negra de un compartimento de su cinturón y, con movimientos rápidos y fuertes, se enrolló la cinta alrededor de la pierna varias veces, añadiendo capa tras capa de cinta y tapando la herida con el adhesivo. Utilizó un tercio del rollo, después gruñó y la cortó. A continuación me indicó:
—Vas a perder la mano.
—Da igual, de todas formas iba a decir que se la llevaran. Yo la pedí al punto.
Kincaid me miró fijamente durante un segundo y luego dejó escapar una risa suave y fluctuante, como si estuviera algo falto de práctica. Se puso en pie, todavía riendo entre dientes, desenganchó otra pistola y un machete del cinturón y dijo:
—Sácalos. Yo voy a desmembrar lo que quede.
—Guay —dije.
—Tanto rollo y al final hemos tenido que hacer saltar este sitio por los aires. Podíamos haber empezado por ahí, Dresden.
Murphy soltó a los chavales, que comenzaron a apartarse de la pared. Uno de ellos, una niña de no más de cinco años, se echó en mis brazos llorando. La abracé durante un momento, mientras dejaba que se desahogara, y luego dije:
—No, no podíamos.
Kincaid me miró con esa expresión suya indescifrable. Por un segundo me pareció ver en sus ojos algo salvaje, sediento de sangre y lleno de complacencia. Después respondió:
—Quizá tengas razón.
Después desapareció entre el humo.
Murphy me ayudó a ponerme en pie. Había dicho a los niños que se cogieran de las manos, luego agarró al chaval que iba primero y nos condujo a todos hacia las escaleras. Se agachó y recogió los vaqueros de camino. No había suficiente tela para taparle nada así que los tiró con un suspiro.
—Braguitas rosas —dije, bajando la vista—, con lacitos blancos. Jamás lo habría imaginado.
Murphy parecía demasiado cansada para lanzarme una mirada asesina, pero lo intentó.
—Van muy bien con el chaleco de Kevlar y el cinturón de la pistola, Murph. Demuestra que eres una mujer con las prioridades muy claras.
Me dio un pisotón sonriendo.
—Ya está —oímos decir a Kincaid desde el humo. Después apareció de nuevo, tosiendo un poco—. He encontrado cuatro ataúdes ocupados. Uno de ellos era del tío Uniorejo del que me hablaste. Lo he decapitado. Los vampiros son historia.
—¿Y Mavra? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Esa parte del pasillo parece un desguace para el mercado negro de órganos. La mina le explotó prácticamente en los morros. Para identificar su cuerpo necesitaríamos su ficha dental y al campeón mundial de puzles.
Kincaid no vio a Mavra aparecer tambaleándose. Se elevó por encima del humo a sus espaldas, terriblemente desfigurada y mutilada, chamuscada y con un cabreo del demonio. Le faltaba la mandíbula inferior, medio brazo, una sección del tamaño de una pelota de baloncesto del bajo abdomen, y una de sus piernas estaba unida al tronco solo por un colgajo de carne y sus medias negras. Y a pesar de todo eso, se movía con rapidez y sus ojos ardían con fuego muerto.
Kincaid vio la expresión de mi cara, y se tiró al suelo.
Yo saqué la estúpida pistolita de paintball de mi abrigo y la vacié sobre Mavra.
Y que me parta un rayo ahora mismo si aquello no funcionó como la pócima que llaman la purga de Benito. Joder, mejor incluso, y eso lo digo yo, que de pócimas sé un rato. Las pelotas salían disparadas con la misma velocidad que las balas de las letales pistolas de Kincaid y chocaron contra Mavra con un sonoro chisporroteo. Inmediatamente un fuego plateado comenzó a consumir su carne allí donde las pelotas la habían alcanzado. El agua fue penetrando cada vez más y muy deprisa, era como si un gourmet hiperactivo le estuviera arrancado la carne con una cuchara de helado.
Mavra dejó escapar un correoso grito de sorpresa.
Las pelotas de agua bendita y ajo le hicieron un agujero tan ancho como una botella de Coca-Cola de dos litros que la atravesaba de parte a parte. Pude ver el resplandor del fuego en la nube de humo a sus espaldas. Tropezó y cayó de rodillas.
Murphy cogió el machete de su cinturón y lo lanzó por lo bajo.
Kincaid lo cogió. Se volvió hacia Mavra y le cortó la cabeza a la altura de la base del cuello. La cabeza cayó hacia un lado. El cuerpo se desplomó justo donde estaba, sin convulsiones, ni aullidos, ni chorros de icor, ni vendavales mágicos, ni repentinas nubes de polvo. Los restos de Mavra simplemente cayeron al suelo como el cadáver ajado que siempre fue.
Miré impresionado el cuerpo de Mavra y luego la pistola de paintball.
—Kincaid, ¿me la puedo quedar?
—Claro —respondió—. La incluiré en la factura. —Se incorporó despacio mientras observaba toda aquella destrucción y negó con la cabeza. Después subió detrás de nosotros las escaleras—. Aunque lo he visto, todavía no me lo creo.
—¿El qué? —pregunté.
—Tu escudo. Y eso que hiciste con el viento y el fuego, sobre todo con la mano así. —Me miró con una expresión parecida a la cautela—. Nunca había visto a un mago soltarse la melena de esa forma.
Qué cojones. Tampoco estaba de más que el mercenario me tuviera un poco de miedo. Me detuve y me apoyé sobre el bastón. Las runas todavía brillaban con un fuego oscuro, aunque se estaban apagando lentamente. De su madera se elevaban pequeños hilos de humo blanco y olía a quemado. Aquella era la primera vez que hacía algo así, pero esa no era razón para decir nada, al menos de momento.
Lo miré directamente a la cara hasta que se hizo evidente que no quería encontrarse con mis ojos. Luego dije con voz tranquila y suave:
—Y todavía no lo has visto.
Y lo dejé allí, mirando como me alejaba. No pensé ni por un segundo que lo que vio le haría replantearse la opción de matarme si no le pagaba. Pero quizá le asustara lo bastante para que no tomase a la ligera una decisión tan drástica. Menos da una piedra.
Antes de salir del albergue, me quité el guardapolvos y se lo puse a Murphy sobre los hombros. La envolvió por entero, cubriéndole también las piernas aunque arrastraba el dobladillo por el suelo. Me miró agradecida justo cuando Ebenezar apareció en la puerta. El viejo miró a los niños, luego mi mano y respiró hondo.
—¿Puedes caminar? —me preguntó.
—De momento. Tenemos que sacar a estos niños de aquí ahora mismo.
—Bien —dijo— ¿Adónde vamos?
—Llevaremos a los niños con el padre Forthill, en Santa María de los Ángeles —dije—. Él sabrá qué hacer para ayudarlos.
Ebenezar asintió.
—Lo conozco de oídas. Es un buen hombre.
Salimos del edificio y comenzamos a cargar los críos en la castigada Ford de Ebenezar. El viejo tenía un compartimento para armas en la parte de atrás. Su grueso y antiguo bastón ocupaba el estante inferior, mientras que su vieja escopeta Greener estaba en el superior. Subió a los niños, uno por uno, a la parte de atrás, y allí hizo que se tumbaran sobre una gruesa y vieja manta. Después los cubrió con otra.
Kincaid salió del albergue acarreando una pesada bolsa de basura mientras el humo a sus espaldas se hacía más denso. La bolsa parecía medio llena. Se la echó sobre un hombro y luego se volvió hacia mí diciendo:
—Solo quedan un par de detalles. Tal y como yo lo veo, nuestro contrato ha terminado. ¿Estás de acuerdo?
—Sí —respondí—. Ha sido un placer trabajar contigo. Gracias.
Kincaid negó con la cabeza.
—Pagándome, así es como me lo tienes que agradecer.
—Sí, eh, eso —dije—. Pues verás, hoy es sábado, y voy a tener que hablar con mi banco así que…
Dio un paso hacia mí y me ofreció una tarjeta de color blanco. Tenía un número impreso en oro. Había otro número escrito con tinta que hacía que el saldo de mi cuenta de ahorros pareciera extremadamente reducido. Y nada más.
—Mi cuenta en Suiza —explicó—. Y no tengo prisa. Con que esté el martes me conformo.
Se subió a la furgoneta y se marchó.
El martes.
¡Joder!
Ebenezar observó como se alejaba la furgoneta blanca, luego ayudó a Murphy a subirme a la Ford. Me senté en medio, con las piernas en el lado de Murphy. Sostenía un botiquín de primeros auxilios entre las manos y durante el viaje me vendó la mano quemada con gasas, sin decir ni una palabra. Ebenezar condujo con cuidado. Escuchamos las sirenas cuando estábamos ya a un par de manzanas.
—Los críos, a la iglesia —dijo—. ¿Y luego qué?
—A mi casa —respondí—. Me tengo que preparar para el segundo asalto.
—¿El segundo asalto? —preguntó Ebenezar.
—Sí —contesté—. Si no hago nada, una maldición entrópica caerá sobre mí antes de medianoche.
—¿Cómo te puedo ayudar? —preguntó.
Lo miré fijamente.
—Ya hablaremos de eso.
Entornó los ojos sin apartar la vista de la carretera y evitó mostrar sus emociones.
—Hoss. Te involucras demasiado. Haces demasiado. Arriesgas demasiado.
—Pero hay un lado positivo —dije.
—¿Ah sí?
—Si la palmo esta noche no tendré que preocuparme por cómo pagar a Kincaid.