Capítulo 4

Thomas y yo entramos en el edificio de apartamentos y encontramos al guardia que debería haber estado en la caseta de fuera, tomándose un café con otro tipo sentado tras una mesa. Cogimos el ascensor para subir al último piso. Solo había dos puertas en el pasillo y Thomas llamó a la más cercana. Mientras esperábamos, escuchamos como la música fluía y palpitaba desde el interior. Habían limpiado la alfombra con algo que olía a la planta boca de dragón. Thomas tuvo que llamar dos veces más hasta que la puerta por fin se abrió.

Una hermosa mujer de unos cuarenta y pocos años apareció en la puerta acompañada por una avalancha de música. Mediría casi un metro setenta y llevaba el pelo castaño oscuro recogido con unos palillos. Sostenía una pila de platos de papel en una mano y un par de copas vacías de plástico en la otra. Llevaba un vestido de punto color esmeralda que le llegaba a las rodillas y que revelaba las curvas de una pin-up de la Segunda Guerra Mundial.

Su rostro se iluminó inmediatamente con una sonrisa.

—¡Thomas, qué alegría verte! Justine dijo que te pasarías.

Thomas dio un paso adelante con su brillante sonrisa puesta y besó a la mujer en las dos mejillas.

—Madge —dijo—. Estás estupenda. ¿Qué haces aquí?

—Esta es mi casa —contestó Madge un tanto cortante.

Thomas rió.

—No me digas, ¿por qué?

—El viejo tonto me convenció para que invirtiera en su empresa. Tengo que asegurarme de que no malgasta el dinero. Así lo tengo vigilado.

—Ya —dijo Thomas.

—¿Te ha convencido por fin para que actúes?

Thomas se puso una mano sobre el pecho.

—¿A un pobre colegial como yo? Me sonrojo solo de pensarlo.

Madge rió, no sin cierta maldad, mientras acariciaba con los ojos el bíceps de Thomas. O le gustaba mucho hablar con Thomas o en el pasillo hacía más frío de lo que yo creía.

—¿Quién es tu amigo?

—Madge Shelly, este es Harry Dresden. Lo he traído para que hable de negocios con Arturo. Harry es amigo mío.

—Yo no diría tanto. —Sonreí un poco y le ofrecí la mano.

Intentó liberar una mano de todos aquellos platos y copas, pero acabó excusándose entre risas.

—Ya estrecharemos manos en otra ocasión. ¿Eres actor? —preguntó Madge con ojos inquisitivos.

—«Ser o no ser» —dije—. «La lluvia en Sevilla es una maravilla.»

Sonrió y señaló con la cabeza al cachorro que sostenía en la cara interna de mi antebrazo izquierdo.

—¿Y quién es tu amigo?

—Es el perro sin nombre. Como Clint Eastwood, pero más esponjoso.

Volvió a reír y le dijo a Thomas:

—Ya veo por qué te gusta.

—Es moderadamente divertido —dijo Thomas.

—Y hace horas que debería estar en la cama —dije—. No quisiera parecer insociable, pero tengo que hablar con Arturo antes de que me quede dormido aquí de pie.

—Entiendo —dijo Madge—. La música está muy fuerte en el cuarto de estar. Thomas, ¿por qué no me acompañáis al despacho? Luego os llevaré a Arturo.

—¿Está aquí Justine? —preguntó Thomas. En su voz había una ligera nota de tensión contenida que no creo que Madge notara.

—Por alguna parte anda —dijo sin especificar dónde—. Le diré que has venido.

—Gracias.

Seguimos a Madge por el interior del apartamento. El cuarto de estar estaba tenuemente iluminado, pero pude ver a unas veinte personas entre hombres y mujeres. Algunos bailaban, otros estaban de pie bebiendo, riendo o charlando, como en cualquier fiesta. La habitación estaba llena de humo y solo parte procedía de cigarrillos. Unas luces de colores parpadeaban y cambiaban con la música.

Observé a Thomas mientras atravesaba la habitación. Su forma de caminar cambió ligeramente; lo noté aunque no habría sido capaz de decir en qué exactamente. No es que se moviera más rápidamente, pero sus pasos eran, de alguna manera, más ágiles. Echó un vistazo a la sala con los párpados un poco caídos y comenzó a llamar la atención de todas las mujeres junto a las que pasaba.

A mí no me miraba nadie, ni siquiera con un cachorro durmiendo en el brazo. No es que yo sea Quasimodo ni nada de eso, pero con Thomas caminando por la habitación como si fuera un ángel depredador, yo no tenía nada que hacer.

Una vez atravesamos el cuarto de estar, Madge nos condujo hasta una pequeña habitación con librerías y un escritorio con un ordenador.

—Poneos cómodos, voy a buscarlo —dijo.

—Gracias —contesté y me senté en la silla frente al escritorio. Madge dio media vuelta para marcharse, pero mantuvo los ojos sobre Thomas durante unos segundos más antes de salir. El vampiro de la Corte Blanca se sentó en una esquina del escritorio con expresión ausente—. Pareces pensativo —dije—, y no sé por qué, pero creo que no es bueno. ¿Qué pasa?

—Tengo hambre —dijo Thomas—. Y cosas en las que pensar. Madge es la primera ex mujer de Arturo.

—¿Y monta una fiesta para él? —pregunté.

—Ya, el caso es que nunca me pareció que le tuviera especial cariño.

—¿A qué se refería con lo de la inversión?

Thomas se encogió de hombros.

—Arturo dejó su puesto en un gran estudio de la Costa Oeste para fundar el suyo propio. Madge es muy práctica. Es el tipo de persona que aunque desprecie a alguien, es capaz de actuar como una profesional y trabajar con esa persona, sin negarle además su talento. Si cree que el negocio será rentable, no le preocupa quién lo dirija, aunque no lo soporte. No sería raro que invirtiera dinero en la nueva empresa de Arturo.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Pues no lo sé —dijo Thomas—. De siete cifras, quizá más. Ya le pediré a alguien que lo averigüe.

Silbé.

—Es mucha pasta.

—Supongo —dijo. Thomas era tan rico que seguramente no tenía muy claro cuál era el valor exacto de un dólar.

Iba a hacerle más preguntas, pero la puerta se abrió y un hombre alto y fuerte, de unos cincuenta años, entró en el despacho. Iba vestido con pantalones negros y una camisa gris de seda con las mangas subidas. En su pelo relucían magníficos mechones plateados que enmarcaban un rostro fuerte, con una barba oscura y corta. Estaba moreno, su piel parecía surcada de líneas más pálidas en torno a los ojos y la boca, y sus ojos eran grandes, oscuros y de mirada inteligente.

—¡Tommy! —gritó mientras se acercaba a Thomas—. Esperaba verte esta noche. —Hablaba con marcado acento griego. Dio unas palmadas con ambas manos en los hombros de Thomas y lo besó en las mejillas—. Estás estupendo, Tommy, estupendo de verdad. Deberías trabajar para mí, ¿eh?

—No doy bien en cámara —contestó Thomas—. Pero yo también me alegro de verte. Arturo Genosa, este es Harry Dresden, el hombre del que te he hablado.

Arturo me miró de arriba abajo.

—¡Qué alto es el cabrón!

—Nunca dejé cereales en el plato —dije.

—Hola, perrito —dijo Arturo y rascó al cachorro detrás de la oreja. El perro bostezó, lamió la mano de Arturo y volvió a dormirse enseguida—. ¿Es suyo?

—De momento —dije—. Lo he recuperado para un cliente.

Arturo asintió pensativo.

—¿Sabe lo que es un strega, señor Dresden?

—Un practicante de la brujería popular italiana —respondí—. Adivinaciones, pociones de amor, ritos de fertilidad y protecciones. También pueden echar mano de un nutrido surtido de maldiciones con una técnica que denominan malocchio. Mal de ojo.

Alzó las cejas sorprendido.

—Veo que conoce su oficio, ¿eh?

—Solo lo justo para meterme en líos —dije.

—¿Cree en ello?

—¿En el mal de ojo?

—Sí.

—Cosas más raras se han visto.

Arturo asintió.

—¿Le dijo Tommy lo que necesito?

—Me contó que le preocupaba una posible maldición. Que gente cercana a usted había muerto.

Arturo pareció titubear por un momento y vi como la tristeza minaba su confianza.

—Sí. Dos mujeres. Buenas personas, las dos.

—Ya —dije—. Suponiendo que todo eso se deba a una maldición, ¿por qué cree que va dirigida a usted?

—Ellas dos no tenían ningún tipo de relación —dijo Arturo—. Hasta donde yo sé, soy lo único que tenían en común. —Abrió un cajón del escritorio y sacó un par de carpetas de papel manila—. Informes —dijo—. Información sobre sus muertes. Tommy dice que quizá me pueda ayudar.

—Quizá —admití—. ¿Qué motivos podría tener alguien para lanzarle una maldición?

—El estudio —dijo Arturo—. Hay alguien empeñado en que esta empresa no despegue, en acabar con ella antes de que ruede su primera película.

—¿Qué quiere de mí?

—Protección —dijo Arturo—. Necesito que proteja al equipo de rodaje durante la filmación. No quiero que muera nadie más.

Fruncí el ceño.

—Va a ser complicado. ¿Tiene idea de quién quiere detener la producción?

Arturo me miró contrariado y se acercó a un armarito. Lo abrió y sacó una botella de vino que ya estaba abierta. Tiró del corcho con los dientes y dio un trago.

—Si lo supiera, no tendría que contratar a un detective.

Me encogí de hombros.

—Soy mago, no adivino. ¿Sospecha de alguien? ¿A quién le interesa que usted fracase?

—A Lucille —intervino Thomas.

Arturo miró a Thomas furioso.

—¿Quién es Lucille? —pregunté.

—Mi segunda ex mujer —contestó Arturo—. Lucille Delarossa. Pero ella no tiene nada que ver.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté.

—No sería capaz —argumentó—. Estoy seguro.

—¿Por qué?

Negó con la cabeza y se quedó mirando la botella de vino.

—Lucille… bueno. Digamos que no me casé con ella por su intelecto.

—No es necesario ser listo para reaccionar de manera hostil —dije, aunque no podía recordar la última vez que alguien tonto había utilizado una magia tan poderosa—. ¿Alguien más? ¿Tiene por ahí alguna otra ex mujer?

Arturo agitó una mano mientras respondía:

—Tricia no querría detener la película.

—¿Por qué no? —pregunté.

—Es la protagonista.

Thomas resopló.

—¡Por amor de Dios, Arturo!

El hombre del pelo gris sonrió.

—¿Qué iba hacer? Tenía un contrato en vigor. Me habría machacado en los juzgados si no le doy el papel.

—¿Hay alguna otra ex mujer? —pregunté—. Me puedo acordar de tres, pero si hay más tendré que empezar a tomar notas.

—Todavía no —murmuró Arturo—. Estoy soltero. De momento solo son tres.

—Bueno, algo es algo —dije—. Verá, a no ser que quien le haya echado la maldición actúe delante de mí, no hay mucho que yo pueda hacer. Las maldiciones como el mal de ojo se llaman maldiciones entrópicas, y es prácticamente imposible descubrir al culpable.

—Pero tengo que proteger a mi gente del malocchio —dijo Arturo—. ¿Puede hacer eso?

—Si estoy presente cuando entre en acción, sí.

—¿Cuánto me va a costar eso? —preguntó.

—Setenta y cinco la hora, más gastos. Y mil por adelantado.

Arturo ni siquiera se lo pensó.

—Hecho. Comenzamos a rodar por la mañana, a las nueve.

—Tendré que estar cerca, dentro del estudio, si es posible —dije—. Y cuanta menos gente sepa por qué estoy ahí, mejor.

—Sí —añadió Thomas—. Habrá que inventarse alguna historia. Si se pasea como si nada por el estudio, el malo esperará a que se marche o a que vaya al baño para actuar.

Arturo asintió.

—Que maneje el boom.

—¿Cómo dice?

—El micrófono de boom —explicó Thomas.

Uf, no me parece muy buena idea —repuse—. Mi magia no se lleva muy bien con los aparatos electrónicos.

El rostro de Arturo reflejaba fastidio.

—Está bien. Pues ayudante de producción. —Oímos un sonido agudo procedente de sus pantalones y sacó un móvil del bolsillo. Nos indicó con una mano que esperáramos y se apartó al otro lado de la habitación hablando en voz baja.

—Ayudante de producción. ¿Qué es eso? —pregunté.

—Chico para todo —dijo Thomas—. El chico de los recados. —Se puso de pie, estaba intranquilo.

Alguien llamó a la puerta y cuando se abrió apareció una joven que seguramente no habría cumplido aún los veintiuno. Tenía el pelo oscuro, ojos oscuros y era un poco más alta que la media. Llevaba un jersey blanco con una minifalda negra bastante corta que revelaba unas bonitas piernas. Incluso comparada con la gente guapa de la fiesta, aquella chica era un verdadero bombón. Aunque la última vez que la vi solo llevaba uno de esos lazos rojos que se ponen en los regalos de Navidad, así que es posible que no fuera del todo imparcial.

—Justine —dijo Thomas y en su voz noté una nota de alivio, como si fuera un marinero que gritara «¡tierra a la vista!». Se acercó a la joven y se inclinó para besarla.

Justine se puso colorada y dejó escapar una ahogada risita antes de que sus labios tocaran los de él. Después se besaron como si no hubiera nada más en el mundo.

El cachorro dormido en mi brazo se agitó y vi como miraba fijamente a Thomas mientras un gruñido casi inaudible de desaprobación hacía vibrar su peludo pecho.

El beso no duró tanto, la verdad, pero cuando Thomas finalmente apartó sus labios de los suyos, Justine estaba ruborizada y pude ver como le latía el pulso en el cuello. No vi nada en ella que indicara la voluntad de contenerse. La intensidad de su mirada me habría abrasado de haber estado más cerca, y por un momento pensé que iba a tumbar a Thomas sobre la alfombra justo delante de mí.

En su lugar, Thomas la hizo girar para que apoyara la espalda sobre su pecho, la atrajo contra sí, y la rodeó con sus brazos. Estaba aún más pálido y sus ojos eran ahora de un gris todavía más claro. Apoyó la mejilla contra su pelo por un momento y luego dijo:

—Ya conoces a Harry.

Justine me miró con ojos pesados y sensuales, y asintió.

—Hola, señor Dresden. —Inspiró por la nariz e hizo un visible esfuerzo por recuperar el control—. Estás frío —le dijo a Thomas—. ¿Qué ha pasado?

—Nada —dijo Thomas en voz baja.

Justine inclinó la cabeza y luego se apartó un poco de él. Thomas la miró sorprendido, pero no intentó retenerla.

—¿Cómo que nada? —dijo ella mientras le tocaba la mejilla—. Estás helado.

—No quiero que te preocupes —le dijo Thomas.

Justine me miró de reojo.

Yo busqué a Arturo que seguía hablando por teléfono, luego dije en voz baja:

—La Corte Negra. Creo que era uno de los matones de Mavra.

Los ojos de Justine se abrieron como platos.

—Dios, ¿ha habido algún herido?

—Solo el vampiro —respondí. Señalé al cachorro que de nuevo dormía en mi brazo—. Él lo vio venir.

—Thomas —dijo Justine volviendo su atención a él—, me dijiste que no tenías que preocuparte por Mavra.

—Primero, no sabemos si se trata de Mavra —dijo Thomas mientras me lanzaba una mirada asesina por encima de la cabeza de Justine—. Y, segundo, iba a por Dresden, pero como él está aquí por mí, lo ayudé un poco.

—Le pegó una patada en la cara —añadí—, y salió corriendo.

—Dios mío. Me alegro de que todo haya quedado en nada, señor Dresden, pero esto no debería haber pasado, Thomas. Ni siquiera deberíamos estar en Chicago, si no…

Thomas cogió a Justine por la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.

Justine se estremeció y sus labios dejaron de moverse mientras la boca seguía aún ligeramente abierta. Sus pupilas se dilataron hasta que casi ocultaron los iris. Su cuerpo se balanceó de forma sutil.

—Tranquila —dijo Thomas—. Yo me ocuparé de todo.

En la frente de ella apareció una pequeña línea y balbució:

—Pero… no quiero que… te pase nada.

Los ojos de Thomas relucieron. Alzó una de sus pálidas manos y con la yema de un dedo tomó el pulso de Justine en el cuello. Luego fue bajando, describiendo una lenta espiral que se detuvo a unos centímetros de su clavícula. Justine volvió a estremecerse, su mirada estaba totalmente desenfocada. Cualquiera que fuera la idea que tenía en mente sufrió una muerte lenta y silenciosa que dejó a la joven balanceándose mientras emitía suaves sonidos entre rápidas respiraciones.

Y estaba encantada. Aunque por lo que pude ver, tampoco tenía otra elección.

El silencioso gruñido del cachorro vibró contra la piel de mi brazo. De repente la furia se apoderó de mí con una ola de repentina rabia.

—Para —dije en voz baja—. Sal de su cabeza.

—Esto no es asunto tuyo —respondió Thomas.

—Claro que sí. Deja ahora mismo de jugar con su mente o tú y yo vamos a tener más que palabras.

Thomas apartó la mirada de Justine y se volvió hacia mí. Algo maligno iluminó sus ojos con una ira fría y apretó con fuerza los puños. Después negó con la cabeza y cerró los ojos por un momento. Antes de abrirlos dijo:

—Cuantos menos detalles conozca —dijo con voz tensa y áspera—, más segura estará.

—¿De quién? —pregunté.

—De cualquiera que me odie a mí o a mi casa —dijo escupiendo las palabras con una feroz mueca en sus labios—. Si no sabe más que cualquier otra persona, no hay razón para ir a por ella. Es una de las pocas cosas que puedo hacer para protegerla. No te metas, mago, o te aseguro que yo sí que tendré más que palabras contigo.

Justo en ese momento Arturo colgó el teléfono y se volvió hacia nosotros. Nos miró sorprendido y se acercó hasta donde estábamos.

—Lo siento, ¿me he perdido algo?

Thomas me miró con una ceja alzada.

Respiré hondo y dije:

—No. Discutíamos un tema un poco controvertido, pero podemos dejarlo para después.

—Bien —dijo Arturo—. Bueno, ¿por dónde íbamos?

—Tengo que llevar a Justine a casa —dijo Thomas—. Se ha pasado con la bebida. Mucha suerte, Arturo.

Arturo asintió con la cabeza y sonrió.

—Gracias, Tommy, gracias por todo.

—De nada. —Rodeó a Justine con un brazo y la atrajo hacia sí, luego me saludó con una inclinación de cabeza y dejó la habitación—. Hasta luego, Harry.

Yo también me puse en pie.

—¿Adónde tengo que ir mañana? —pregunté.

Dejó la botella de vino, cogió una libreta del escritorio y anotó una dirección. Después sacó un rollo de billetes de cien, apartó diez y los puso sobre la nota con la dirección. Lo cogí todo.

—No sé si creerle, señor Dresden —dijo Arturo.

Agité los billetes.

—Mientras me pague, no necesito que crea en mí. Hasta mañana, señor Genosa.