Capítulo 9

Salimos. Joan y Jake intercambiaron unas palabras con Bobby y una mujer que supuse que era Emma. Después Joan metió a Jake en el coche de un empujón y salieron a toda prisa, dejándome camino libre para investigar un poco. No había tiempo que perder con esa clase de magia letal por ahí suelta, y las llaves me proporcionaban la excusa perfecta para husmear un poco más.

Como no creía que Bobby el Gorila, guardara nada importante en su cabezota, me centré en la mujer y caminé hacia ellos.

—Hola. Soy Harry. Ayudante de producción.

—Emma —dijo la mujer. Era bastante guapa. Tenía esa clase de belleza que transmitía calidez y amabilidad; una de esas caras que siempre deberían sonreír. Sus ojos eran de un verde intenso, su piel pálida y su largo pelo rojizo estaba iluminado con mechas doradas. Llevaba unos pantalones vaqueros con un jersey negro que le quedaban estupendamente. Pero no sonreía. Me ofreció la mano.

—Encantada de conocerte. Me alegro de que llegaras a tiempo de echar una mano.

—Cualquiera habría hecho lo mismo —respondí.

—Venga, Emma —dijo Bobby con expresión ceñuda—. Vamos a llamar a un taxi y nos largamos de aquí.

Ella no le hizo ni caso.

—Creo que no te he visto por aquí antes.

—No, soy nuevo. Un amigo me presentó a Arturo, le dijo que necesitaba trabajo.

Emma apretó los labios y asintió con la cabeza.

—Es un blando —dijo—. Por si no te lo ha dicho nadie, este no es el típico día de rodaje.

—Eso espero. Siento lo de tu amiga.

Emma asintió.

—Pobre Giselle. Espero que se ponga bien. Es francesa, no tiene familia. Desde donde yo estaba no pude verla. ¿Se cortó en la garganta?

—Sí.

—¿Dónde? Quiero decir, ¿dónde exactamente tenía el corte?

Tracé una línea en mi propia cara, comenzando desde la parte posterior de mi mandíbula, cruzando el cuello, hasta la nuez.

—Así. De atrás hacia delante.

Emma se estremeció.

—Dios, qué cicatriz.

—Si sobrevive no creo que le preocupe.

—Por supuesto que sí —repuso Emma—. Se verá. Nadie la contratará.

—Podría haber sido peor.

Me miró fijamente.

—¿No apruebas su profesión?

—Yo no he dicho eso.

—¿Qué pasa? ¿Eres de los religiosos o qué?

—No, pero…

—Porque si lo eres, te digo desde ya que yo no, y no me gusta que la gente me juzgue por mi trabajo.

—No soy religioso. Pero…

—Estoy hasta las narices de los cabrones hipócritas que… —iba a decir algo más, pero hizo un esfuerzo muy visible para contenerse—. Perdona. No suelo ser tan suspicaz. A veces me pone de los nervios que la gente me diga lo malo que es mi trabajo. Cómo corrompe mi alma. Que debería dejarlo y vivir una vida acorde a la palabra de Dios.

—No te lo vas a creer —dije—. Pero sé exactamente a qué te refieres.

—Tienes razón —contestó—. No me lo creo.

Algo en su cinturón hizo bip y sacó un teléfono móvil.

—¿Sí? —hizo una pausa—. No, no, cariño. Mami ya te lo dijo antes de salir. Si la yaya dice que solo te da una galleta, entonces solo tendrás una galleta. Ella es la jefa hasta que yo llegue a casa. —Escuchó durante un rato y luego suspiró—. Lo sé, cariño. Lo siento. Volveré a casa pronto, ¿vale? Yo también te quiero, cielo. Besos. Adiós.

—¿Tienes un hijo? —pregunté.

Me dedicó una media sonrisa y volvió a colocar el teléfono en su cinturón.

—Dos. Están con su abuela.

Fruncí el ceño.

—Vaya, nunca había pensado en actrices con hijos.

—No, los hombres no pensáis en esas cosas —dijo.

—¿Y a su padre no le importa tu trabajo?

Sus ojos se encendieron de furia por un momento.

—Se desentendió de los niños. Y de mí.

—Ya —repuse, y le di las llaves—. De parte de Jake, son de su coche. Perdona si te he ofendido. No era mi intención.

Suspiró y pareció que su enfado se desvanecía. Aceptó mis disculpas.

—No es culpa tuya, es que estoy tensa.

—Todo el mundo parece tenso por aquí —observé.

—Sí. Es por la película. Si no sale bien, acabaremos todos en el paro.

—¿Por qué?

Ladeó la cabeza.

—Es complicado. Todos tenemos contrato con Silverlight. Arturo se marchó, pero consiguió introducir en su acuerdo con el estudio una cláusula por la que podría contratar a gente de Silverlight durante los tres meses siguientes a su salida.

—Vaya —me sorprendí—. Jake mencionó otra película.

Emma asintió.

—Arturo quería rodar tres. Esta es la segunda. Si las películas funcionan bien, Arturo se hará con un nombre y nosotros podremos presionar a Silverlight para romper los contratos o renegociar al alza.

—Entiendo —dije—. Y si las películas son un fracaso, Silverlight tendrá la sartén por el mango.

—Exacto. —Frunció el ceño—. Hemos tenido un montón de problemas, y ahora esto.

—Venga, Emma —gritó Bobby—. Me muero de hambre. Vamos a comer algo.

—Deberías aprender a controlarte un poco. —Los ojos verdes de la mujer brillaron de pura irritación, pero consiguió borrar esa expresión de su rostro y se dirigió hacia mí—: Te veré entonces esta tarde, Harry. Encantada de conocerte.

—Lo mismo digo.

Dio media vuelta y miró furiosa a Bobby mientras caminaba hacia el coche. Se subieron sin decir una palabra, Emma se colocó en el asiento del conductor y se marcharon. Yo caminé pensativo hasta mi coche. Thomas y Arturo tenían razón. Alguien había creado una maldición entrópica muy potente. A no ser, claro, que todo aquello se debiera únicamente a una concentración accidental de energía destructiva; el equivalente místico a que le caiga a uno un rayo.

A veces la energía se acumula por varias razones; grandes cantidades de emoción, sucesos traumáticos, o simple geografía. Esa energía afecta al mundo que nos rodea. Es lo que proporciona a los Chicago Cubs ventaja cuando juegan en casa (aunque la maldición de Billy Goat prácticamente la anule)[2], lo que deja un aura intangible de miedo alrededor de sucesos trágicos y violentos, y hace que en algunos lugares ocurran cosas extrañas.

Yo no sentí ninguna acumulación especial de energías justo hasta el momento en que la maldición se cebó con Giselle y Jake, pero eso no quería decir que no fuera un simple accidente. Existe un amplio espectro de energías mágicas difíciles de definir o comprender. Reciben miles de nombres según las diferentes culturas: mana, energía psíquica, tótem, juju, chi, poder bioetéreo, fuerza, alma. Se trata de un sistema increíblemente complejo de energías interconectadas que afecta a la vieja madre Tierra, pero que al final se puede resumir en un concepto bastante simple: te ha tocao.

Pero el asunto es que no era la primera persona conocida de Arturo que salía mal parada. Puedo tragarme que te caiga un rayo una vez, pero si yo no hubiera aparecido, esta ya sería la cuarta ocasión en unos días. Me parecía poco probable que se tratara de una coincidencia.

Por mucho que lo deseara, la energía que había provocado que Giselle resbalara, cayera sobre la mampara de cristal, se cortara el cuello y que luego las luces se desprendieran del techo y electrificaran el suelo, no emanaba de uno de esos puntos calientes. La sentí pasar junto a mí como una enorme serpiente maligna, y no fue a por la primera persona que se cruzó en su camino. Pasó de mí, de Joan, Jake, Bobby y Emma y fue directa a por la chica de la ducha.

Así que Arturo se equivocaba en al menos una cosa. Él no era el objetivo del malocchio, sino las mujeres que lo rodeaban.

Y eso me cabreó. Llamadme Neanderthal si queréis, pero me vuelvo bastante irracional cuando les suceden cosas malas a las mujeres. La violencia humana alcanza su punto más abyecto cuando la que recibe los golpes es una mujer, y con los depredadores sobrenaturales es aún peor. Por eso ver cómo Thomas hipnotizaba a Justine me puso malo. Sabía que a la chica no le disgustaba, seguro. Que Thomas no pretendía hacerle ningún daño. Pero la parte más primitiva de mí solo veía que era una mujer y que Thomas se había apoderado de su voluntad. No importa lo que piense la parte más racional de mi cerebro, cuando veo a alguien haciendo daño a una mujer, el gigantophitecus que hay en mí quiere pillar el hueso que tenga más a mano y, como en la peli de Kubrick, atizar con él al fulano en cuestión.

Me subí al coche con el ceño todavía más fruncido y me obligué a calmarme y pensar. Respiré hondo un par de veces hasta que me tranquilicé lo bastante para analizar lo que sabía. Los ataques tenían cierto regusto a vendetta. Alguien se la tenía jurada a Arturo y la había tomado con las mujeres que lo rodeaban. ¿Quién le guardaría un rencor tan terrible?

Una mujer celosa, quizá. Sobre todo si considerábamos que tenía tres ex esposas.

Sin embargo, Madge había invertido en el negocio de Arturo. Y no me pareció la clase de persona que pondría en peligro su dinero debido a algo tan primitivo e intangible como el odio vengativo. La esposa más reciente, Tricia, estaba en la misma situación, aunque aún no la había conocido. La otra ex, creo que Lucille, no iba a salir en la peli. ¿Estaría utilizando la magia para ajustar cuentas?

Negué con la cabeza y puse en marcha el coche. Una vez fui objeto de una maldición entrópica. Fue mucho más potente que el malocchio que casi mata a Jake y Giselle. Sobreviví por los pelos y eso que para alejar la maldición de mí contaba con un variopinto arsenal de magia y con el sacrificio de un buen hombre.

Logré salvar a Jake y Giselle, pero solo porque había tenido suerte. Podría haber acabado fácilmente electrocutado en un charco formado por mi propia sangre. A duras penas había mitigado el impacto del malocchio, pero eso no quería decir que no pudiera volver a ocurrir. Y era más que probable que la próxima vez, la flecha de magia maligna fuera dirigida a mí.

Metí primera y me dirigí a mi despacho sin dejar de pensar durante todo el camino.

No tenía información suficiente para sospechar de nadie en particular. Quizá fuera más inteligente examinar el arma del crimen, por así decirlo, para descubrir cómo se había usado.

Después de todo, las maldiciones tenían las mismas limitaciones que cualquier otro hechizo. Es decir, que quienquiera que hubiera echado el mal de ojo tenía que disponer de los medios adecuados para dirigir la magia hacia un objetivo. Lo que mejor funciona son partes del cuerpo: mechones de pelo, trozos de uñas y sangre fresca son los más utilizados, pero hay muchos más. Una marioneta, una muñeca vestida como la víctima, también serviría para dirigir el hechizo malévolo. Incluso tengo entendido que se puede utilizar una foto buena.

Pero dirigir un hechizo era solo una parte del proceso. Antes de que el asesino pudiera dirigirlo hacia una persona en concreto, tendría que reunir energía para ponerlo en marcha. Una maldición tan fuerte requeriría mucho trabajo, ya que hay que reunir y concentrar una gran cantidad de magia en un solo lugar. Y después de eso, habría que dar forma a esa energía, modelarla hasta dar con la estructura deseada. Incluso entre aquellos que poseen el don de la magia, es una disciplina rara. Por supuesto, cualquiera del Consejo podría hacerlo con los ojos cerrados, pero en el Consejo Blanco no estaban todos los que tenían habilidades mágicas. En realidad, la mayoría de los iniciados carecen del talento necesario para ser aprendices. Y son muchos los que abandonan y jamás terminan sus estudios.

Una magia tan potente sería peligrosa para cualquier novato. Era muy poco probable que se tratara del capricho pasajero de un aficionado al ocultismo. Alguien con una inquietante habilidad estaba asesinando mujeres metódicamente.

Pero ¿por qué? ¿Por qué matar a las mujeres que trabajan para Arturo? ¿Qué consecuencias tenía aquello? El personal de sus películas estaba claramente nervioso. Quizá alguien pretendía causar terror, hacer que el negocio de Arturo fracasara.

La venganza podría ser un motivo, pero tras pensarlo un rato, decidí que la codicia abría un campo de posibilidades más amplio. La codicia es una motivación fácil y estéril. Si el dinero vale, no es necesario conocer a alguien para aprovecharse de él. No tienes que odiarlo, ni amarlo, ni tener ningún tipo de relación con él. Ni siquiera tienes que saber quién es. Solo tienes que desear dinero más que respirar, y si nos fijamos en la Historia, no es una motivación poco común.

Aparqué en el garaje del edificio y subí por las escaleras a mi despacho. ¿Quién ganaría con la ruina de Arturo? Los estudios Silverlight. Asentí. Ese argumento funcionaba mucho mejor que un arrebato loco de venganza. Era un buen punto de partida y tenía un par de horas para indagar más. Con suerte, quizá consiguiera la información necesaria para apoyar o echar por tierra la idea de un tío malo con el signo del dólar en el lugar donde debería tener la conciencia.

Abrí la puerta de mi despacho, pero, antes de entrar, sentí como algo frío y duro presionaba contra mi nuca: el cañón de una pistola. Mi corazón comenzó a latir frenético de puro pánico.

—Entra en el despacho —dijo suavemente una voz ronca, tranquila y masculina—. No queremos que esto sea más ruidoso de lo necesario.