Capítulo 32

El sótano del albergue estaba a bastante profundidad, sobre todo para Chicago. Las escaleras descendían unos tres metros y los escalones solo tenían unos sesenta centímetros de anchura. Mi imaginación me torturó con la breve visión de un sonriente renfield con ametralladora apareciendo de detrás de una esquina a tiro limpio y destrozándonos a los tres en un momento. El estómago se me encogió de puro miedo, pero me obligué a mí mismo a obviar ese pensamiento y a concentrarme en lo que me rodeaba.

Las paredes estaban revestidas con mortero y luego pintadas de blanco, pero las grietas y las manchas de minerales en las zonas más húmedas casi conseguían ocultar el color original. En el fondo de las escaleras había un rellano de menos de medio metro cuadrado, y luego un segundo tramo de escaleras que profundizaba aún más. El aire se fue haciendo más frío y viciado a medida que descendíamos.

Olía a moho y podredumbre. Nuestros movimientos y respiración sonaban increíblemente altos en el opresivo silencio que nos envolvía y me encontré apuntando con la pistola de paintball por encima de la cabeza de Murphy y el hombro de Kincaid, dispuesto a disparar en cuanto viera moverse algo. Aunque quizá sirviera de bien poco. Contra un humano armado aquello solo conseguiría mojarlo. O perfumarlo un poco.

La escalera terminaba en una puerta entornada.

Kincaid se agachó y la empujó lentamente con su lanza.

Murphy apuntó con su escopeta el oscuro umbral.

Yo también. El final de mi estúpida pistola de paintball temblaba involuntariamente.

No pasó nada.

De nuevo solo había silencio.

—¡Joder! —murmuré—. No tengo temple para esta mierda.

—¿Quieres que te dé un valium? —preguntó Kincaid.

—Chúpamela —dije.

Echó mano de su cinturón y sacó un par de tubos de plástico. Los dobló por la mitad, los agitó y comenzaron a brillar con luz química. Se acercó a la puerta y arrojó uno a la izquierda y otro a la derecha, haciéndolos rebotar en las paredes para no quedar expuesto ante cualquiera que estuviera escondido al otro lado. Luego esperó un momento y se asomó.

—No veo nada —informó—. No hay luces, pero tu plano es bastante preciso. El pasillo de la derecha continúa durante unos tres metros y termina en la puerta del armario. El pasillo de la izquierda mide seis metros y da a una habitación.

—Primero el armario —dije.

—Cubridme.

Kincaid bajó sigilosamente los dos últimos escalones y franqueó la puerta. Murphy avanzó a treinta centímetros de su espalda. Kincaid se apartó a la derecha. Murphy se agachó con la escopeta apuntando al pasillo de la izquierda alumbrado con luz verde. Yo no fui tan sigiloso, pero seguí a Kincaid con la pistola de paintball y mi bastón listos.

La puerta del armario medía solo metro y medio y se abría hacia fuera. Kincaid iba a pegar la oreja a la puerta, pero se apartó y dejó que yo la tocara primero. No sentí ningún encantamiento sobre ella y asentí con la cabeza. Kincaid cambió su forma de coger la lanza y se preparó para clavársela a lo que pudiera salir de allí. Luego abrió la puerta de golpe.

La luz de su lanza recorrió el húmedo y reducido espacio, demasiado grande para ser un armario normal, pero demasiado pequeño para considerarlo una habitación. Parches de humedad y moho salpicaban las paredes de piedra, y de la puerta salió un olor a sudor y suciedad.

Unos seis niños, ninguno de ellos mayor de nueve o diez años, se apretaban contra la pared del fondo del armario. Iban vestidos con ropa prestada, en su mayoría demasiado grande, y estaban esposados. Las esposas, a su vez, estaban unidas a una cadena más larga enganchada a una pesada argolla de hierro fijada al suelo. Los niños reaccionaron con silencioso terror, apartándose de la puerta y de la luz.

Niños.

Se habían pasado de la raya. Esto lo iban a pagar, aunque tuviera que destrozar el edificio, o toda la puñetera manzana solo con mi voluntad y mis manos. Incluso los monstruos deben trazar la línea en alguna parte.

Pero claro, supongo que por eso son monstruos.

—Hay que ser muy hijo de puta… —gruñí, y me agaché para entrar en la habitación.

De repente Kincaid me empujó con el cuerpo y me apartó de la puerta.

—No —gruñó.

—Joder, quítate de en medio —le ordené.

—Es una trampa, Dresden —dijo Kincaid—. Hay un cable. Si entras, nos matarás a todos.

Murphy nos miró de reojo por un momento, y siguió vigilando la oscuridad.

Miré contrariado a Kincaid y recogí del suelo el tubo de luz verde.

—Yo no veo ningún cable —dije mientras sostenía la luz en alto.

—No es un cable per se —contestó—. Es una red de rayos infrarrojos.

—¿Infrarrojos? ¿Y cómo los puedes…?

—Joder, Dresden, si quieres saber más de mí, espera a que salga la autobiografía, como todos los demás.

Tenía razón. Era un poco tarde para preocuparme sobre el pasado de Kincaid.

—¡Eh, chavales! —les llamé—. No os mováis y quedaos pegados a la pared, ¿vale? Vamos a sacaros de aquí. —Bajé la voz y le dije a Kincaid—: ¿Cómo los sacamos de ahí?

—No sé si podremos —dijo Kincaid—. Los infrarrojos están conectados a una mina antipersonas.

—Bueno —repuse—. Pues no podemos… ¿no podrías poner algún peso sobre la mina y dejarlo ahí? Mientras el peso mantenga la clavija en su sitio, no explotará, ¿verdad?

—Verdad —dijo Kincaid—. Pero eso suponiendo que hayamos viajado en el tiempo a la Segunda Guerra Mundial. —Negó con la cabeza—. Las minas de ahora son bastante buenas matando gente, Dresden. Esta es británica y de las más modernas.

—¿Cómo lo sabes?

Se tocó la nariz.

—Los británicos utilizan un compuesto químico diferente al habitual para detonar la carga. Probablemente sea de racimo.

—¿De racimo?

—Sí, si algo interrumpe el haz de luz, la carga se activa. Salen despedidas hacia arriba varias minas individuales. Hacia arriba, o a un lado o como quieran los que las diseñaron. Luego explotan a metro y medio o metro ochenta del suelo, disparando unas mil bolas de acero en una gran nube. En campo abierto mata todo lo que esté a treinta o cuarenta metros de distancia, o mucho más lejos si se está en un espacio cerrado como este. Yo, por ejemplo, habría colocado las cargas de tal manera que salieran disparadas hacia el pasillo. Con estas paredes de piedra, la metralla lo dejaría todo bastante destrozado.

—Yo podría romper el aparato que envía el rayo infrarrojo —dije.

—Interrumpiendo así la señal —repuso Kincaid—. Haciendo así que todo explote. Y consiguiendo así matarnos a todos.

—Joder. —Tragué saliva y me aparté un paso de la puerta. No quería que mi magia jodiera el aparatito en un momento de monumental mala suerte—. Puedo escudarnos, si todo procede de un mismo punto.

Kincaid alzó una ceja.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Ya, pero eso no ayudará mucho a los chavales. Están al otro lado.

Lo miré furioso.

—¿Cómo se desactiva la mina?

—Sigues sin querer la solución del Loco Harry, ¿verdad?

—Sí.

—Pues entonces alguien tiene que entrar ahí sin activar el dispositivo, desarmarlo y desengancharlo de los sensores.

—Vale —asentí—. Hazlo.

Kincaid asintió.

—No puedo.

—¿Qué?

—No puedo.

—¿Por qué no?

Señaló la puerta con una inclinación de cabeza.

—Hay tres rayos dispuestos en zigzag asimétrico sobre la puerta. Yo no puedo pasar por los espacios libres.

—Yo soy más delgado que tú —observé.

—Sí, pero más largo y mucho más patoso. Y sé lo que ocurre con los aparatos electrónicos cuando se acerca a ellos un mago nervioso.

—Pues alguien tiene que hacerlo —dije—. Alguien lo bastante pequeño para…

Los dos nos volvimos hacia Murphy, al final del pasillo.

Sin apartar la vista de su objetivo preguntó:

—¿Cómo lo desarmo?

—Yo te iré guiando paso a paso —dijo Kincaid—. Dresden, coge su pistola y cúbrenos.

—Oye —dije—. El que manda aquí soy yo. Kincaid, guíala paso a paso. Murphy, dame tu arma, yo os cubro.

Aseguré el mango de la pistola de paintball a mi abrigo, donde solía llevar la varita. Guiñé un ojo a Murphy, que vio el gesto, pero no hizo ni caso. Simplemente me pasó la escopeta y le dio la vuelta a su gorra de béisbol. Luego recorrió el pasillo mientras se quitaba la chaqueta y el cinturón.

—Quítate también el chaleco antibalas —dijo Kincaid—. Luego te lo paso. La esquina inferior izquierda me parece la mejor apuesta. Pégate al suelo, avanza hacia la izquierda cuanto puedas y yo creo que lo conseguirás.

—¿Crees? —pregunté—. ¿Y si te equivocas?

Me miró molesto.

—No me ves a mí diciéndote cómo tienes que vigilar la puñetera puerta por si aparecen los vampiros en cualquier segundo y nos matan a todos, ¿verdad? —preguntó Kincaid.

Iba a mandarlo a la mierda, pero tenía razón. En su lugar maldije la oscuridad mientras me aferraba al arma de Murphy. Aquella escopeta debía de ser un arma militar y tardé unos segundos en encontrar el seguro. Le di la vuelta hasta descubrir el botón rojo. O al menos yo pensaba que era rojo. La luz verde hacía que todo pareciera negro.

—Quieta —dijo Kincaid con voz tranquila—. No aprietes.

—¿Qué no apriete el qué? —preguntó Murphy.

—No aprietes el culo.

—¿Cómo dices?

—Vas a tocar el rayo. Necesitamos unos centímetros más. Relájalo.

—Está relajado —gruñó Murphy.

—¡Ah! —dijo Kincaid—. Pues tienes un buen culo. Quítate los pantalones.

Torcí el gesto y miré de reojo. Murphy estaba tumbada sobre el suelo, cabeza abajo, con la mejilla pegada al frío suelo y los brazos estirados hacia delante. La parte inferior de su espalda estaba al otro lado de la puerta. Consiguió girar la cabeza lo bastante para mirar a Kincaid.

—¿Cómo dices?

—Que te quites los pantalones —dijo Kincaid con una sonrisa—. Piensa en los niños.

Murmuró algo entre dientes y movió los brazos, balanceándose ligeramente.

—Así no —indicó Kincaid—. Vas demasiado rápido.

—Vale, lumbrera —dijo Murphy—. Pues ¿cómo lo hago?

—No te muevas —le ordenó Kincaid—. Yo me ocupo.

Guardamos silencio por un momento. Murphy suspiró o quizá ahogara un grito.

—No muerdo —dijo—. Quieta. Quiero salir con vida de esta.

—Vale —dijo Murphy en voz baja un momento después.

Miré con rabia hacia la oscuridad y sentí que me estaba cabreando cada vez más y con bastante rapidez. Volví la cabeza. Murphy avanzaba hacia la puerta ondulando el cuerpo. Tenía las piernas blancas, bonitas y fuertes. Y tuve que darle la razón a Kincaid en lo del trasero.

Kincaid le sujetaba las piernas, con las manos sobre las pantorrillas, y las iba deslizando a medida que ella avanzaba, guiándola así para que no rozara ninguno de los haces de luz. O al menos eso quise creer porque si no, no habría tenido más remedio que matarlo.

Negué con la cabeza y retomé mi misión de vigilante. ¿Pero qué te pasa? Pensé. Ni que Murphy y tú estuvierais liados. No es de tu propiedad. Es una mujer independiente. Hace lo que quiere con quien quiere. Vosotros dos no tenéis nada. Lo que haga no es asunto tuyo.

Repasé esos pensamientos un par de veces y aunque me parecieron de una lógica aplastante y de una moralidad indudable, me seguía apeteciendo pegar a Kincaid. Lo que implicaba una serie de cosas en las que no tenía tiempo de pensar en aquel instante.

Los oí hablar en voz baja un momento después. Murphy describía el explosivo y Kincaid le daba instrucciones.

En la oscuridad, más allá de la luz química, escuché como algo se movía.

Me puse en tensión y busqué en la bolsa de mi cinturón mis propios palos de luz. Los aplasté contra el suelo para romper la barrera que separaba las dos substancias químicas y luego los agité hasta que comenzaron a emitir su suave luz verde. Los arrojé hacia el pasillo y aterrizaron en la habitación del final. Las luces no revelaron nada más que suelo de piedra y paredes cubiertas con cartón yeso. Bob dijo que la habitación era una especie de almacén con cuartos más pequeños creados recientemente a base de paredes prefabricadas que se podían utilizar como trastero, refugio de emergencia durante un aviso de tornado, o como habitaciones adicionales para los que necesitaran un sitio donde pasar la noche. Pero lo único que podía ver era una puerta, dos pilas de cajas de cartón, un maniquí de costura y los palos que brillaban con luz esmeralda.

Pero de repente algo grande y de cuatro patas se movió frente a una de las luces durante uno o dos segundos. El perro maldito era un animal grande y de largas patas, quizá un gran pastor alemán, y se quedó quieto deliberadamente durante un momento para después desaparecer en las sombras de nuevo.

Mantuve la escopeta apuntando hacia el pasillo y deseé que Inari no me hubiese roto la varita mágica. La prefería mil veces al arma. Sin la varita que me ayudaba a canalizar y contener las energías destructivas de mi fuego mágico, no me atrevía a atacar a los malos con magia, sobre todo en un lugar cerrado como el albergue. Pero bueno, quizá fuera mejor así. Ya había cubierto mi cuota semanal en lo que a destrucción de edificios públicos se refiere.

No vi nada más, pero sabía que allí había algo. Así que cerré los ojos casi por completo, me concentré y escuché. Detecté el tenue sonido de una respiración, pero nada más.

No bastaba. Bajé un poco la escopeta, relajé los hombros e intenté escuchar, concentrándome más de lo que lo había hecho nunca. El sonido de la respiración se hizo más fuerte y entonces descubrí ecos más débiles del mismo sonido en otros lugares. Un momento después pude distinguir un sonido sordo y acompasado que en seguida identifiqué como el latido de un corazón. Se le unieron más pulsaciones en un confuso coro de corazones, pero fui capaz de clasificarlos en dos grupos según su ritmo. Unos latían con un ritmo más rápido y ligero, eran corazones más pequeños, probablemente de los perros malditos. Había cuatro. El otro grupo estaba formado por humanos, y había cinco corazones que latían con una cadencia salvaje y anhelante, apretados contra las paredes a ambos lados de la puerta, escondidos a la vista, pero a menos de seis metros de distancia.

Luego oí unas pisadas en el fondo de la habitación, lentas y meditadas. Se deslizaban silenciosamente por el suelo de piedra y la deteriorada silueta de una mujer esquelética apareció frente a uno de los palos de luz.

No la acompañaba el latido de su corazón.

Mavra.

Entonces aparecieron los perros malditos como vagos espectros y comenzaron a moverse inquietos en las sombras alrededor del vampiro. El corazón me dio un vuelco ante aquel aterrador panorama y dejé de escuchar. Alcé la escopeta, me puse en pie y me alejé.

Una vez más, una suave y burlona risa recorrió el sótano.

—Tenemos problemas —dije sin apartar la vista del pasillo—. Cinco renfields y cuatro perros malditos, por lo menos. Además, Mavra está despierta.

—Desde luego —dijo Mavra con su seca y polvorienta voz—. Te estaba esperando, Dresden. Me gustaría preguntarte una cosa.

—¿Ah, sí? —dije. Miré de reojo a Kincaid y le pregunté «¿cuánto queda?» moviendo solo los labios.

Kincaid se había agachado y había vuelto a coger su lanza. Miró hacia atrás y dijo:

—Treinta segundos.

—Cogemos a los críos y salimos —susurré.

—Hace tiempo que te sigo los pasos, Dresden —dijo Mavra—. Te he visto detener balas. Te he visto detener cuchillos, garras, y colmillos. —Hizo un gesto con la mano—. Pero me gustaría saber cómo te las arreglas cuando alguien utiliza tus propias armas.

Dos renfields aparecieron en la puerta, delante de Mavra. Ambos llevaban un artefacto largo y metálico en las manos, y los dos tenían algo que sobresalía por encima de sus hombros, era redondeado y relucía con un brillo metálico. Una pequeña llama azul titilaba al final de los artefactos que sostenían y entonces supe lo que iba a pasar.

Los dos renfields alzaron sus lanzallamas y llenaron el pequeño pasillo de fuego.