Capítulo 20

A veces uno se levanta con una vocecita en la cabeza que le dice que aquel va a ser un día especial. A algunos críos les sucede el día de su cumpleaños, por ejemplo, o la mañana de Navidad. Yo recuerdo perfectamente una de esas navidades. Yo era un chaval y mi padre aún vivía. Lo volví a sentir ocho o nueve años después, la mañana que Justin DuMorne vino a sacarme del orfanato. Lo sentí una vez más, la mañana que DuMorne trajo a Elaine a casa desde no sé qué otro hospicio.

Y ahora la vocecita me estaba diciendo que me levantara, que aquel iba a ser un día especial.

Mi vocecita es una psicópata.

Abrí los ojos y me encontré tumbado en una cama del tamaño de un portaaviones pequeño. La luz entraba por debajo de una cortina, pero era escasa y apenas bastaba para distinguir algunas formas. Tenía una docena de cortes y heridas que me escocían. La garganta me ardía de sed y el estómago me dolía de hambre. Mi ropa estaba manchada de sangre (y de otras cosas peores), la cara me raspaba por la barba incipiente, tenía el pelo tan enredado que parecía que había pasado horas frente al espejo cardándolo, y no quiero ni pensar en cómo debía de oler para cualquiera que entrara en el cuarto. Necesitaba una ducha.

Salí de la cama, me deslicé hasta el otro cuarto, y rodeé el foso y sus almohadas. No vi ningún cadáver, pero bueno, para eso había subido allí la conductora. La pálida luz del amanecer iluminaba el cielo todavía de un azul profundo en una ventana cercana. Había estado sin sentido solo un par de horas. Aun así, era el momento de subir al coche y volver a casa.

Intenté abrir la puerta para salir del cuarto de Thomas, pero estaba cerrada. Eché un vistazo y el cierre estaba asegurado con dos candados y alguna otra clase de cerrojo. Aquello no había forma de abrirlo.

—Vale, pues lo haremos por las malas. —Di un par de pasos hacia atrás, elegí la pared que me pareció la más cercana al exterior y comencé a reunir mi voluntad. Me tomé mi tiempo y me concentré mucho para tener más posibilidades de controlar el hechizo—. Venga, no me falles —murmuré a la pared—. Cuando me enfado me pongo muy feo.

Iba ya a mandarlo todo a hacer puñetas y a volar la pared por los aires cuando oí varios clics metálicos, el picaporte se movió, la puerta se abrió y apareció Thomas con el mismo aspecto de siempre, aunque en esta ocasión vestía unos pantalones caqui con un jersey de algodón de cuello alto. Llevaba una chaqueta tres cuartos de cuero marrón sobre los hombros, y una bolsa de deporte en la mano. Se paró en seco en cuanto me vio. Su rostro reflejaba algo que no creí haber visto jamás en él: vergüenza. Bajó los ojos para no encontrarse con los míos.

—Harry —dijo en voz baja—. Siento lo de la puerta. Quería asegurarme de que nadie te molestara mientras dormías.

No dije nada. Pero entonces recordé a Justine. Una ola de ira pura y simple me recorrió el cuerpo.

—Te he traído ropa y toallas. —Thomas me tiró la bolsa de deporte. Aterrizó a mis pies—. Hay un cuarto de invitados dos puertas más allá, en el lado izquierdo. Puedes ducharte allí.

—¿Cómo está Justine? —pregunté. Mis palabras sonaron secas y duras. Thomas permaneció allí parado, sin levantar los ojos del suelo.

Sentí como mis manos se transformaban en puños furiosos y me di cuenta de que estaba a punto de liarme a puñetazos con Thomas.

—Lo que yo creía —dije y pasé a su lado, camino de la puerta—. Ya me ducharé en casa.

—Harry.

Me detuve. Su voz tembló de emoción y dio la impresión de que intentaba hablar con la garganta llena de amargura.

—Quería que supieras que Justine… Intenté parar, yo jamás le habría hecho daño. Nunca.

—Ya —asentí—. Tus intenciones no eran malas, ¿crees que con eso lo arreglas todo?

Cruzó los brazos sobre el estómago, como si tuviera náuseas, y agachó la cabeza. Su largo pelo le ocultó el rostro.

—Yo jamás he fingido ser otra cosa, soy un… un depredador, Harry. Y siempre tuve claro lo que ella era para mí: comida. Tú lo sabías. Ella lo sabía. No he engañado a nadie.

Me vinieron a la cabeza un par de contestaciones llenas de veneno, pero al final simplemente dije:

—Anoche, antes de salvarte la vida, Justine me pidió que te dijera que te quería.

Creo que si le hubiera rajado las tripas con una sierra no le habría hecho más daño. Su respiración se hizo entrecortada y comenzó a temblar. Todavía con la vista fija en el suelo pudo pronunciar:

—No te vayas todavía. Tengo que hablar contigo. Por favor. Están pasando cosas que…

Yo casi había salido, pero me detuve y puse todo el desprecio que pude en mis palabras:

—Pide cita en mi despacho.

Dio un paso tras de mí.

—Dresden, Mavra conoce la existencia de esta casa. Por favor, al menos espera a que amanezca.

En eso tenía razón. Joder. El sol mandaría a los de la Corte Negra de vuelta a sus escondrijos, y aunque contaran con algún cómplice mortal, eso solo implicaba que tendría que enfrentarme a armas y tácticas del montón. Probablemente Arturo aún estaría durmiendo y Murphy estaría vistiéndose o camino del gimnasio. Bob no volvería a casa hasta el último momento, así que tenía que esperar a que amaneciera para hablar con él. Podía matar el tiempo allí mismo.

—Está bien —me conformé.

—¿Te importa si te cuento unas cuantas cosas?

—Sí —le dije—. Me importa.

Entonces se le quebró la voz.

—¡Joder! ¿Acaso crees que yo quería que terminara así?

—Creo que has herido y utilizado a una persona que te quería. A una mujer. Por lo que a mí respecta, no existes. Pareces un ser humano, pero no lo eres. Es un detalle que a veces se me olvida.

—Harry…

La rabia prendió en mí como una pared de llamas rojas detrás de mis ojos. Lancé una mirada de reojo a Thomas que le hizo retroceder.

—Conténtate con eso, Thomas —le atajé—. Tienes suerte de no existir. Es lo único que te mantiene con vida.

Cerré de un portazo la puerta de su cuarto al salir. Abrí de golpe la puerta de la habitación de invitados que me había indicado. Y una vez dentro, volví a cerrar la puerta con otro portazo, lo que por otra parte ya comenzaba a parecerme un poco infantil, y eso a pesar de la rabia que me nublaba el entendimiento. Probé a respirar hondo un par de veces y luego abrí el grifo de la ducha.

Agua caliente. ¡Ah, Dios! No hay palabras para describir lo bien que sienta una ducha caliente después de varios años de vivir sin caldera en casa. Me cocí durante un rato y encontré jabón, champú, espuma de afeitar y una maquinilla esperándome en una estantería dentro de la ducha. Mientras me frotaba comencé a calmarme un poco. Pensé que después de un café caliente estaría casi estable de nuevo.

Es de suponer que si lord Raith podía permitirse una casa de aquel tamaño, también se habría hecho con una caldera que estuviera a la altura. Y así era, porque estuve bajo el grifo media hora con el agua todo lo caliente que pude soportar y la temperatura no bajó ni un grado. Cuando salí, el espejo del baño estaba empañado y el aire era tan denso y húmedo que casi costaba respirar. Me sequé bien con la toalla, me la coloqué a la cintura y salí del cuarto de baño a la habitación de invitados. Allí el aire era más frío y seco, lo que hacía que fuera un placer respirarlo.

Abrí la bolsa de deporte que Thomas me había dado. Había unos vaqueros azules que parecían más o menos de mi talla y un par de calcetines de deporte de color gris. Luego encontré algo que al principio me pareció una tienda de campaña, pero que luego resultó ser una enorme camisa hawaiana con un estampado de flores azules y naranjas.

Miré aquella cosa con escepticismo mientras me ponía los vaqueros. Me estaban bastante bien. Thomas no había incluido ropa interior limpia, pero casi mejor. Prefería ir en plan comando que llevar unos gayumbos que hubieran sobrevivido a su antiguo dueño. Me subí la cremallera de los pantalones con bastante precaución. Había un vestidor cerca con un espejo y me acerqué para peinarme mientras reunía valor para ponerme la camisa.

El reflejo de Inari en el espejo me observaba por la espalda. El corazón se me escapó del pecho, subió a la garganta, atravesó el cerebro y salió por la coronilla.

—¡Joder! —grité.

Me di la vuelta. Llevaba uno de esos camisones tan monos de color rosa con la imagen de Winnie the Pooh por todas partes. En una chica más baja, o más joven, el camisón le habría llegado a medio muslo, pero en Inari apenas le cubría nada. Llevaba el brazo derecho envuelto hasta el codo en una escayola negra. El izquierdo lo tenía pegado al cuerpo y en él descansaba el cachorro de la oreja mellada. Parecía inquieto e infeliz.

—Hola —dijo Inari. Su voz era suave y sus ojos parecían distantes y desenfocados. En mi cabeza se dispararon todas las alarmas—. El perrito se escapó y estuvo merodeando por la casa anoche. Padre me pidió que lo encontrara y te lo devolviera.

—¡Vaya! —dije—. Sí, pues gracias. No te entretengas por mi culpa. Déjalo sobre la cama y ya está.

En lugar de hacer eso, se quedó mirándome fijamente, concretamente el pecho.

—Tienes más músculos de lo que había pensado. Y cicatrices. —Bajó la vista un momento hacia el cachorro. Cuando volvió a mirarme, sus ojos habían adquirido una tonalidad gris pálido, y unos segundos después adoptaron un lustre metálico—. He venido a darte las gracias. Anoche me salvaste la vida.

—De nada —respondí—. ¿Dejas el cachorro en la cama, por favor?

Se inclinó hacia delante y depositó el perrito en la cama. Parecía cansado pero comenzó a gruñir sin apartar la vista de Inari. Después de dejar al animal, comenzó a avanzar lenta y sinuosamente hacia mí.

—No sé qué me pasa contigo. Me pareces fascinante. He estado toda la noche esperando el momento de poder hablarte.

Hice lo que pude para no recrearme en la gracilidad casi felina de sus movimientos. Si me fijaba demasiado, comenzaría a ignorar todo lo demás.

—Jamás había sentido esto antes —prosiguió Inari, casi hablando para sí. Sus ojos permanecían fijos en mi pecho—. Por nadie.

Se acercó lo suficiente para que pudiera oler su perfume, un aroma que hizo que las rodillas me temblaran por unos momentos. Sus ojos ahora eran de un color plata muy brillante, de una intensidad inhumana, y me estremecí cuando un escalofrío de deseo me recorrió el cuerpo. Fue diferente del que sentí cuando Lara me lanzó su hechizo seductor, pero igualmente potente. Tuve una visión de mí mismo encima de Inari: estábamos tumbados sobre la cama y yo le arrancaba aquel bonito camisón. Pero cerré los ojos e intenté alejar aquella imagen de mí.

Debí de tardar más de lo que creí porque cuando volví a abrirlos, Inari se apretaba contra mí. Tembló y me pasó la lengua por la base del cuello. Casi salgo de un salto de los pantalones prestados. Abrí los ojos como platos, alcé una mano y abrí la boca para protestar, pero Inari puso sus labios sobre los míos y guió mi mano hasta algo desnudo, suave y delicioso. Hubo un segundo de pánico en el que parte de mí se dio cuenta de que las precauciones que había tomado no habían servido de nada. Me habían puesto un cebo y había caído. Pero esa parte enseguida se desvaneció porque la boca de Inari era lo más dulce que había probado jamás. El cachorro siguió gruñendo en señal de aviso, pero no le hice ni caso.

Estábamos en ese punto en el que las respiraciones se hacen más ruidosas cuando Inari separó su boca de la mía, jadeante, con los labios hinchados por los apasionados besos. Sus ojos eran puro fuego blanco y vacío, y su piel comenzaba a adquirir aquella tonalidad perla luminiscente. Intenté pronunciar unas palabras para que se detuviera, pero no pasaron de mis labios dormidos. Me rodeó la pierna con una de las suyas, se apretó contra mí con una fuerza repentina e inhumana, y comenzó a dibujar con la lengua una línea de besos y lametones alrededor de mi garganta. Sentí como el frío se extendía por mi cuerpo, un frío delicioso y dulce que me arrebataba el calor y la fuerza sin dejar de sentir placer.

Y entonces ocurrió lo impensable.

Inari dio un grito de pánico y se apartó de mí bruscamente. Cayó al suelo, al otro lado de la habitación de invitados, jadeando como si le faltara el aire. Alzó la cabeza un momento después para mirarme y sus ojos, de nuevo de su color original, eran pura confusión.

Se había quemado la boca. Tenía llagas alrededor de los labios.

—¿Qué? —masculló—. ¿Qué ha pasado, Harry? ¿Qué haces aquí?

—Yo ya me iba —dije. Aún estaba sofocado, como si hubiese estado corriendo un esprín en lugar de besando a una mujer apasionadamente. Me di media vuelta, guardé la ropa sucia en mi mochila y me planté el abrigo. Metí al cachorro en su bolsillo habitual y dije—: Tengo que salir de aquí.

Justo entonces Thomas abrió la puerta de golpe con ojos de loco. Miró a Inari, luego a mí y de nuevo a Inari, y suspiró ruidosamente, intentando relajarse.

—Gracias a Dios. ¿Estáis los dos bien?

—La boca —dijo Inari todavía adormilada y confusa—. Me duele. ¡Thomas! ¿Qué me ha pasado? —Entonces comenzó a hiperventilar—. ¿Qué está pasando? Esas cosas de anoche, y tú estabas herido, y tenías los ojos blancos, Thomas. Yo… ¿Qué…?

Uau. Daba pena verla. He sido testigo de cómo algunas personas perdían la inocencia y descubrían la existencia de lo sobrenatural, pero generalmente no sucedía de forma tan repentina y aterradora. Quiero decir que, joder, la familia de esta chica no era lo que ella creía. Formaban parte de aquella nueva realidad de pesadilla y no la habían preparado para lo que se le venía encima.

—Inari —le habló Thomas, con dulzura—. Tienes que descansar. Apenas has dormido y tu brazo necesita tiempo para curarse. Deberías volver a la cama.

—¿Cómo? —dijo. La voz se le quebró y le tembló como si estuviera llorando, pero de sus ojos no salió ni una lágrima—. ¿Cómo voy a hacer eso? No sé quién eres tú. No sé quién soy yo. Jamás había sentido nada semejante. ¿Qué me está pasando?

Thomas suspiró y la besó en la frente.

—Hablaremos pronto, ¿vale? Te daré algunas respuestas, pero primero tienes que descansar.

Se apoyó contra él y cerró los ojos.

—Me sentía muy vacía, Thomas. Y me duele la boca.

La cogió en brazos como si fuera una niña y la intentó tranquilizar:

¡Chss! Ya nos ocuparemos de eso. Hoy puedes dormir en mi cama si quieres, ¿vale?

—Vale —contestó. Cerró los ojos y descansó su cabeza sobre el hombro de su hermano.

Aún húmedo de la ducha, me quedé lo bastante frío como para hacer de tripas corazón, quitarme el abrigo, y ponerme la camisa hawaiana. Luego me volví a poner el abrigo de cuero, que no conseguía ni de lejos neutralizar el horror de la camisa. Recogí todas mis cosas y me dirigí hacia la puerta. Thomas salía de su habitación y volvió a cerrar con cerrojo tras él.

Lo observé de perfil. Quería a Inari. Eso era evidente. Y lo admitiera o no, también había querido a Justine. Sentí una rabia fría y amarga recorrerme el cuerpo al recordar a Justine, que había arriesgado el pellejo por él en, al menos, otra ocasión y que finalmente le había entregado su vida aquella misma noche. La simple y feroz pasión de mi furia me sorprendió. Y entonces me di cuenta de algo.

Él no quiso que pasara aquello. Thomas quizá había herido o matado a la mujer que amaba, pero la rabia que yo sentía no era solo una reacción a lo que él había hecho. Esta vez era un mero espectador, pero había vivido algo similar cuando la Corte Roja le destrozó la vida a Susan. Yo jamás le habría hecho daño, ni en un millón de años, pero si no hubiese sido mi novia, probablemente aún viviría en Chicago, seguiría escribiendo su columna para el Midwest Arcarte, y seguiría siendo humana.

Por eso sentía esa inquina y esa vergüenza cuando miraba a Thomas. Estaba ante un espejo, y no me gustaba lo que veía.

Entré en una espiral de autodestrucción tras la transformación de Susan. Y por lo que sabía, en aquel momento Thomas debía de estar todavía peor. Al menos yo logré salvar la vida de Susan. La perdí como amante, pero aún era una mujer vital, de fuerte temperamento y decidida a volver a empezar, aunque no conmigo. Thomas no tenía ese consuelo. Él fue quien apretó el gatillo, por así decirlo, y sus remordimientos lo estaban destrozando por dentro.

No debí decirle aquellas cosas. No debí hacer leña del árbol caído.

—Sabía lo que estaba haciendo —le espeté sin más—. Conocía el riesgo. Quería ayudarte.

La boca de Thomas se retorció en una amarga sonrisa.

—Sí.

—En ese momento tú no podías decidir nada, Thomas.

—Pues allí no había nadie más. Si no es responsabilidad mía, ya me dirás de quién.

—¿Tu padre y Lara sabían lo que Justine significaba para ti?

Asintió con la cabeza.

—Fue una trampa —dije—. Podían haber mandado a cualquier otra, pero sabían que Justine estaba aquí. Tu padre ordenó a Lara que te llevara a tu habitación. Y por lo que dijo Lara en el coche de camino aquí, sabía lo que iba a hacer.

Thomas alzó los ojos. Miró su puerta por un momento y luego habló:

—Ya. —Su mano se convirtió en un puño—. Pero ahora eso ya no importa.

En eso llevaba razón.

—Lo que dije antes estuvo mal.

Negó con la cabeza.

—No, tenías razón.

—Tener razón y ser cruel son cosas distintas. Lo siento.

Thomas se encogió de hombros y no hablamos más del tema.

—Tengo cosas que hacer —dije mientras me dirigía hacia el pasillo—. Si quieres hablar, acompáñame hasta la puerta.

—Por ahí no —dijo Thomas en voz baja. Me miró a los ojos por un minuto y luego asintió, liberando algo de la tensión que lo atenazaba—. Ven. Es mejor evitar a los de seguridad y los monitores. Si mi padre ve que te marchas quizá intente matarte otra vez.

Di media vuelta y comencé a caminar junto a Thomas. El cachorro gimió y le rasqué detrás de las orejas.

—¿Cómo que otra vez?

Thomas habló lentamente, con ojos inexpresivos.

—Inari. Te la envió al ver que salías de mis aposentos.

—Si me quiere muerto, ¿por qué no viene él a hacer el trabajo?

—Así no es como funciona la Corte Blanca, Harry. Nosotros engañamos, seducimos, manipulamos. Utilizamos a los demás para nuestros fines.

—Así que tu padre utilizó a Inari.

Thomas asintió con la cabeza.

—Pretendía que tú fueras su primero.

Hum, ¿su primer qué?

—Su primer amante —aclaró Thomas—. Su primera víctima.

Tragué saliva.

—No creo que supiera lo que estaba haciendo —aventuré.

—Y así era. En mi familia, venimos a la vida como cualquier otro bebé. Somos personas. No hay Hambre. No nos alimentamos de nadie. No hacemos cosas de vampiros ni nada de eso.

—No lo sabía.

—Casi nadie lo sabe. Pero al final todo llega, y ella ya está en la edad. El pánico y el trauma han debido de despertar su Hambre. —Se detuvo junto a un panel y lo golpeó con la cadera. El panel se deslizó y desveló un pasadizo tenuemente alumbrado que discurría entre paredes interiores. Thomas entró—. Entre eso, los analgésicos y el cansancio, no sabía lo que estaba haciendo.

—Déjame adivinar —dije—: La primera vez es letal para la víctima.

—Siempre —dijo Thomas.

—Pero es joven y se le puede perdonar que pierda el control bajo esas circunstancias. Así que yo acabo muerto, todos lo consideran un accidente y Raith sale de rositas.

—Sí.

—¿Por qué nadie le ha dicho nada, Thomas? No sabe lo que es. Ni cómo es este mundo.

—Está prohibido —dijo Thomas en voz baja—. No podemos decirle nada. Así es como lo quiere mi padre. Yo tampoco tenía ni idea cuando tenía su edad.

—Pero es una locura —dije.

Thomas se encogió de hombros.

—Si le desobedecemos nos matará.

—¿Qué le pasó en la boca? O sea, hum, en esos momentos no pensaba con claridad. No estoy seguro de lo que vi.

Thomas frunció el ceño. Dejamos el pasadizo secreto y aparecimos en una habitación mal iluminada a medio camino entre una madriguera y una biblioteca. Estaba llena de libros, cómodos sofás de piel y olía a tabaco de pipa.

—No es que me interesen tus intimidades —dijo Thomas—, pero ¿quién es la última persona con la que has estado?

—Bueno, contigo, en este paseo.

Puso los ojos en blanco.

—No, hombre. En el sentido bíblico.

—Ya. —La pregunta me hizo sentir incómodo, pero dije—: Susan.

—¡Ah! —dijo Thomas—. Entonces no me extraña.

—¿No te extraña el qué?

Thomas se detuvo. Tenía la mirada ausente, pero hizo un claro esfuerzo por concentrarse en la respuesta.

—Verás, cuando nos alimentamos… mezclamos nuestra vida con la presa. Nos fundimos con ella. Transformamos una porción de su vida en parte de la nuestra y luego nos la llevamos con nosotros. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—No es tan diferente de lo que hacen los humanos —explicó—. El sexo es más que una sensación. Es la unión de la energía de dos vidas. Y es explosiva. Es el proceso por el que se crea vida. Por el que se crean almas nuevas. Piensa en eso. No hay un poder más peligroso y volátil que ese.

Asentí con el ceño fruncido.

—El amor es otra clase de poder, lo que supongo que tampoco te sorprende. La magia procede de las emociones, entre otras cosas. Y cuando dos personas se unen en ese acto tan íntimo, cuando de verdad se aman abiertamente, ese amor los cambia a los dos. Permanece en la energía de sus vidas, incluso cuando no están juntos.

—¿Y?

—Y para nosotros es letal. Los vampiros blancos podemos inspirar lujuria, pero es solo una sombra. Una ilusión. El amor es una fuerza peligrosa. —Negó con la cabeza—. El amor acabó con los dinosaurios, tío.

—Lo que mató a los dinosaurios fue un meteorito, Thomas.

Se encogió de hombros.

—Ahora circula una teoría que dice que cuando el meteorito se estrelló contra la Tierra solo mató a los bichos más grandes. Quedaron muchos reptiles más pequeños, más o menos del mismo tamaño que los mamíferos de la época. Los reptiles deberían haber recuperado su posición de privilegio, pero no lo hicieron porque los mamíferos podían amar. Podían consagrar sus vidas, total y casi irracionalmente a su pareja y sus crías. Eso los hacía más aptos para la supervivencia. Los lagartos no podían hacer eso. El meteorito dio a los mamíferos una oportunidad, pero fue el amor el que cambió las tornas.

—¿Y qué tiene eso que ver con que Inari se quemara?

—¿Es que no me escuchas? El amor es una energía primaria, Harry. Solo tocar esa clase de poder ya nos hace daño. Nos quema. No podemos tomar ninguna energía que haya sido tocada por el amor. Además merma nuestra habilidad para provocar lujuria. Incluso los símbolos de amor entre dos personas pueden ser peligrosos. Lara tiene una cicatriz circular en la palma de la mano izquierda por coger el anillo de boda equivocado. Mi prima Madeline recogió una rosa que había sido un regalo entre amantes, y las espinas la envenenaron de tal manera que estuvo en cama una semana.

»La última vez que estuviste con alguien, fue con Susan. Os queréis. Su roce, su amor, aún están en ti y te protegen.

—Si eso es cierto, entonces ¿por qué me aprietan los pantalones cada vez que veo a Lara?

Thomas se encogió de hombros.

—Eres humano. Ella es preciosa y hace bastante que no te comes un rosco. Pero te lo aseguro, Harry. Nadie de la Corte Blanca podría controlarte del todo o alimentarse de ti ahora.

Fruncí el ceño.

—Pero de eso hace ya un año.

Thomas negó con la cabeza.

—Si no ha habido nadie más, entonces sigue siendo la impronta más fuerte que otra vida ha dejado en la tuya.

—¿Cómo defines el amor?

—No sabría decirlo, Harry. No lo sé. Solo lo reconozco cuando lo veo.

—¿Pues qué pinta tiene el amor?

—Puedes tenerlo todo en este mundo, pero sin amor, no valdrá una mierda —soltó sin pararse a pensar—. El amor es paciente, es benigno. El amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor jamás dejará de existir. Cuando todas las estrellas del cielo se enfríen y el silencio se apodere del universo, solo tres cosas permanecerán: la fe, la esperanza y el amor.

—Y la más importante de estas tres cosas es el amor —apostillé—. Eso es de la Biblia.

—Primera carta a los Corintios, capítulo 13 —confirmó Thomas—. He parafraseado el texto. Padre nos obliga a todos a memorizar ese pasaje. Es como cuando los mortales ponen pegatinas de aviso en los productos de limpieza que guardan debajo del fregadero de la cocina.

Me pareció que tenía sentido.

—¿De qué querías que habláramos?

Thomas abrió la puerta de la biblioteca y entró en una habitación larga y silenciosa. Encendió las luces. Había una alfombra gris sobre el suelo. Las paredes también eran grises y las luces del techo lanzaban su cálida luz sobre una fila de retratos que colgaban de las tres paredes de la habitación.

—Ya hemos llegado. La verdad es que jamás pensé que te vería en una de nuestras casas… ni siquiera en esta, que está tan cerca de Chicago. Quiero enseñarte una cosa —me confió en voz baja.

Lo seguí.

—¿El qué?

—Retratos —dijo Thomas—. Padre siempre pinta retratos de las mujeres que le han dado hijos. Míralos bien.

—¿Qué estoy buscando?

—Tú fíjate.

Lo miré extrañado, pero comencé por la pared de la izquierda. Raith no era malo con el pincel. El primer retrato era de una mujer alta, de aspecto mediterráneo, vestida con ropa que sugería que había vivido en el siglo XVI o XVII. Una placa dorada bajo el cuadro decía «Emilia Alexandria Salazar». Seguí con los demás retratos del cuarto. Para alguien que supuestamente se alimentaba a través del sexo, Raith no parecía ser un padre muy prolífico. Era solo una suposición, pero tenía la impresión de que entre un retrato y el siguiente habrían pasado entre veinte y treinta años. Los trajes iban evolucionando a través de la historia de la moda, acercándose cada vez más al presente.

El siguiente y último retrato era de una mujer con el pelo y los ojos oscuros, y facciones angulosas. No era precisamente guapa, pero desde luego tenía un atractivo un tanto misterioso y peculiar. Estaba sentada sobre un banco de piedra, llevaba una larga falda negra y una camisa de algodón rojo oscuro. Tenía la cabeza inclinada con cierto aire altivo, en los labios una divertida media sonrisa, y los brazos descansaban en el respaldo del banco a cada lado, como si reclamara todo el espacio para sí.

El corazón comenzó a latirme más rápido. Muy rápido. Vi lucecitas de colores. Luché por concentrarme sobre la placa dorada bajo el retrato. En ella había un nombre escrito: Margaret Gwendolyn Lefay.

La reconocí. Solo tenía una foto suya, pero la reconocí.

—Mi madre —susurré.

Thomas negó con la cabeza. Se metió la mano bajo el jersey de cuello alto y sacó una cadena de plata. Me la pasó y vi que de la cadena colgaba un pentáculo de plata muy parecido al mío.

De hecho, era exactamente igual que el mío.

—No es tu madre, Harry —dijo Thomas con voz baja, pero seria.

Lo miré atónito.

—Es nuestra madre —dijo.