Capítulo 11
Incrementé el importe de mi factura del teléfono considerablemente, investigando a Genosa. Llamé a una docena de organizaciones y empresas diferentes de Los Ángeles, pero en casi todos los casos me contestaban ordenadores, y cuando conseguía que me atendiera una persona, esta me remitía a su página web en Internet. Parecía que hablar con un ser humano era ya cosa del pasado. Mierda de Internet.
Me di contra un par de paredes, me golpeé la cabeza contra varias puertas cerradas, conseguí un poco de información y me quedé sin tiempo. Apunté varias direcciones de Internet, pillé algo de comida y fui a ver a Murphy.
Investigaciones Especiales tiene sus oficinas en uno de los mazacotes que forman el variopinto complejo de edificios donde tiene su cuartel general la policía de Chicago. Me acerqué a un agente que estaba sentado frente a una mesa y le enseñé la tarjeta de colaborador que me había dado Murphy. El hombre me hizo firmar y me dejó pasar. Subí por las escaleras hasta la planta donde están los calabozos e Investigaciones Especiales.
Abrí la puerta del departamento y entré. La sala principal tendría unos quince metros de largo por seis de ancho y estaba repleta de mesas. Las únicas paredes prefabricadas que había en la habitación servían para delimitar una pequeña sala de espera con un par de viejos sofás, una mesa con algunas revistas, para adultos aburridos, y varios juguetes, para niños aburridos. Uno de esos juguetes, un peluche de Snoopy cubierto de manchas, estaba tirado en el suelo.
El cachorro se había abalanzado sobre él y le estaba mordiendo una oreja. Sacudió la cabeza y su oreja mellada se agitó con ella. Luego arrastró el muñeco de Snoopy describiendo un pequeño círculo sin dejar de emitir agudos gruñiditos. El cachorro me miró, meneó la cola con energía y atacó al muñeco con más entusiasmo todavía.
—¡Eh! —le dije—. Se supone que Murphy iba a cuidar de ti. ¿Qué haces?
El cachorro gruñó y meneó a Snoopy con más fuerza.
—Eso ya lo veo —suspiré—. Menuda niñera está hecha.
Un hombre alto, con una creciente calvicie y vestido con un arrugado traje marrón alzó la vista de su mesa.
—Eh, ¿qué pasa Harry?
—Sargento Stallings —contesté—. Buen combate el de hoy con Murphy. La forma en que le golpeaste el pie con el estómago me pareció inspiradora.
Sonrió.
—Esperaba una llave, pero con esa mujer nunca se sabe. Intentamos avisar a OToole, pero aún es lo bastante joven para creerse invencible.
—Me parece que Murphy se lo dejó claro —objeté—. ¿Está por aquí?
Stallings dirigió la mirada hacia la puerta cerrada del diminuto y barato despacho de Murphy.
—Sí, pero ya sabes cómo se pone cuando tiene papeleo. Está a punto de arrancarle la cabeza a alguien.
—No se lo tomes en cuenta —dije y cogí al cachorro.
—¿Ahora tienes perro?
—Solo por un tiempo. Se suponía que Murphy iba a echarle un ojo. ¿Le dices que estoy aquí?
Stallings negó con la cabeza y puso el teléfono frente a mí.
—Me gustaría llegar a la jubilación. Hazlo tú.
Sonreí y me dirigí hacia el despacho de Murphy. De camino saludé con una inclinación de cabeza a un par de tipos de Investigaciones Especiales. Llamé a la puerta.
—¡Maldita sea! —dijo Murphy desde el otro lado—. ¡He dicho que ahora no!
—Soy Harry —dije—. He venido a llevarme al perro.
—¡Joder! —gruñó—. Apártate de la puerta.
Eso hice.
Un segundo después la puerta se abrió de golpe y apareció Murphy con expresión furibunda y ojos brillantes y fríos.
—Más atrás. Llevo todo el día peleándome con el ordenador. Juro por Dios que si me jodes el disco duro otra vez, te lo meteré por el culo.
—¿Por qué querrías guardar tu disco duro en mi culo? —pregunté.
Murphy entornó los ojos.
—Ah, eh, hum. Sí, bueno. Pues creo que me marcho ya. —Me pareció lo mejor.
—Pues vale —dijo y cerró la puerta de su despacho de un portazo.
Fruncí el ceño. Murphy no era una persona de «pues vale». Intenté recordar la última ocasión en que la había visto tan borde y seca. Cuando estuvo sumida en aquel estrés postraumático se mostró ausente, pero no enfadada. Cuando intuía que habría pelea o cuando se sentía amenazada se ponía furiosa, pero no apartaba a sus amigos.
La única vez que la había visto así fue cuando pensaba que yo estaba involucrado en una sucesión de asesinatos sobrenaturales. Desde su punto de vista, creyó que había traicionado su confianza y expresó su enfado con un derechazo que casi me salta los dientes.
Algo la preocupaba. Y mucho.
—¿Murph? —le hablé a través de la puerta—. ¿Dónde han escondido los alienígenas tu vaina?
Abrió la puerta lo bastante para lanzarme una mirada asesina.
—¿Y eso qué significa?
—No hay vaina, ¿eh? Bueno, quizá seas la gemela malvada de otra dimensión o algo así.
Los músculos de su mandíbula se tensaron, y su rostro se afiló aún más.
Suspiré.
—No pareces tú. No soy psiquiatra ni nada de eso, pero tengo la sensación de que hay algo que te preocupa. Es un pálpito.
Desestimó la idea con un movimiento de mano.
—Es el papeleo…
—No, de eso nada —la atajé—. Venga, Murphy. Soy yo.
—No quiero hablar.
Me encogí de hombros.
—Quizá lo necesites. Estás a punto de tener un brote psicótico.
Volvió a asir el pomo de la puerta, pero esta vez no la cerró.
—He tenido un mal día.
No la creí, pero dije:
—Ya, vale. Siento habértelo complicado aún más con el perro.
De repente pareció cansada. Se apoyó contra el marco de la puerta.
—No. No, se ha portado muy bien. Casi no ha hecho ruido. No ha dicho ni mu en todo el día. Incluso hizo sus cosas en un periódico que le puse.
Asentí.
—¿Seguro que no quieres hablar?
Sonrió y echó un vistazo a la oficina.
—Pero aquí no. Ven conmigo.
Salimos y nos dirigimos por el pasillo hasta una máquina expendedora. Murphy no dijo nada hasta que se compró un tentempié.
—He hablado con mi madre —dijo.
—¿Malas noticias? —pregunté.
—Sí. —Cerró los ojos y dio un mordisco a la barra de chocolate—. Más o menos. Bueno, en realidad, no.
—Ya —dije como si su respuesta tuviera sentido—. ¿Qué ha pasado?
Comió más chocolate y contestó:
—Mi hermana, Lisa, se ha prometido.
—¡Ah! —repuse. En caso de duda, vete por las ramas—. No sabía que tenías una hermana.
—Es mi hermana pequeña.
—Hum. ¿Te doy el pésame? —pregunté.
Me miró furiosa.
—Lo ha hecho aposta. Con vistas a la reunión. Sabía exactamente lo que hacía.
—Bueno, pues me alegro de que por lo menos alguien lo sepa, porque yo desde luego no tengo ni puñetera idea.
Murphy se terminó la barrita.
—Mi hermana pequeña se va a casar. Irá a la reunión de este fin de semana con su prometido, y yo voy a presentarme sin prometido, sin marido. Sin ni siquiera un novio. Mi madre no va dejarme en paz.
—Bueno, pero ¿has estado casada, no? Dos veces, creo.
—Los Murphy son irlandeses católicos —dijo al límite de su paciencia—. Mis dos bodas para ellos cuentan como dos divorcios, y con eso no me quitaré de encima el estigma.
—Ya, pero bueno, supongo que el tío con el que estés saliendo seguro que te acompaña, ¿no?
Miró hacia las oficinas de Investigaciones Especiales. Si las miradas matasen, la suya habría hecho saltar por los aires toda esa sección del edificio y la habría enviado al lago Michigan.
—¿Estás de coña? No tengo tiempo. Hace dos años que no salgo con nadie.
Quizá lo mejor habría sido tirar de comentario manido y soltarle aquello de que a los bajitos no los quiere nadie. En cambio, decidí darle un poco en el orgullo. Otras veces había salido bien.
—La poderosa Murphy. La asesina de diversos y terribles monstruos, vampiros y demás…
—Y trols —añadió Murphy—. Cayeron dos más cuando estuviste fuera este verano.
—Aja. Y ¿vas a dejar que una fiestecita familiar te ponga así?
Negó con la cabeza.
—Oye, es una cosa personal. Entre mi madre y yo.
—¿Y tu madre se sentirá menos orgullosa de ti porque estés soltera, porque seas una mujer con una carrera profesional? —La observé con escepticismo—. Murphy, no me digas que bajo esa apariencia de tía dura resulta que eres una niña de mamá.
Me miró durante un momento con expresión de enfado y tristeza al mismo tiempo.
—Soy la hija mayor —admitió—. Y… bueno, siempre pensé que yo sería su sucesora, supongo. Que seguiría su ejemplo. Las dos lo creíamos. Es una de las cosas que nos mantenían unidas. Y toda la familia lo sabía.
—Y si tu hermana pequeña de repente es la que se parece más a ella, ¿qué? ¿Amenaza eso la relación que tienes con tu madre?
—No —dijo con un tono de fastidio—. No es eso. Pero un poco sí. Más o menos. Es complicado.
—No, eso ya lo veo —dije.
Se apoyó sobre la máquina expendedora.
—Mi madre es estupenda —aclaró Murphy—. Pero en los últimos años me resulta muy difícil llevarme bien con ella. O sea, el trabajo no me deja tiempo libre. Ella piensa que no debí divorciarme de mi segundo marido y eso nos separa un poco. Además, he cambiado. Los últimos dos años han sido terroríficos. Ahora sé más de lo que me gustaría.
Torcí el gesto.
—Ya, bueno, intenté advertirte.
—Sí —me dio la razón—. Y tomé una decisión. Puedo vivir con ello. Pero no soy capaz de sentarme y hablar con ella de todo eso. Así que ya hay otra cosa de la que no puedo hablar con mi madre. Esas pequeñas cosas se van juntando, ¿entiendes? Y acaban siendo muchas, y nos separan cada vez más.
—Pues habla con ella —dije—. Dile que hay cosas que no le puedes contar. Y que eso no quiere decir que no quieras verla.
—No puedo hacer eso.
La miré sorprendido.
—¿Por qué no?
—Porque no —contestó tajante—. Las cosas no funcionan así.
Murphy parecía realmente preocupada, tenía los ojos empapados en lágrimas y yo ya no sabía qué decirle. Quizá porque se trataba de un asunto familiar. La verdad es que me resultaba totalmente ajeno y no lo entendía.
A Murphy le preocupaba su relación con su madre. Murphy debería hablar con su madre, ¿no? Valor y al toro. Así es como habría reaccionado si hubiera tenido un problema con cualquier otra persona.
Pero me he dado cuenta de que la gente se vuelve bastante irracional cuando se trata de su familia, y pierden simultáneamente su capacidad para distinguir entra razón y locura. Yo lo llamo demencia familiar.
Quizá no comprendiera el problema, pero Murphy era mi amiga. Era evidente que estaba sufriendo, y eso era todo lo que necesitaba saber.
—Oye, Murph, quizá estés haciendo de un grano una montaña de arena. Creo que si tu madre te quiere, estará dispuesta a hablar contigo.
—No aprueba mi trabajo —adujo Murphy con voz cansada—. Ni mi decisión de vivir sola después del divorcio. De esos temas ya no tenemos nada más que hablar, y ninguna de las dos dará su brazo a torcer.
Vale, eso sí que lo entendía. Alguna vez me ha tocado soportar la testarudez de Murphy y tengo un diente mellado que puede demostrarlo.
—Así que hace dos años que no vas a esas reuniones familiares para no tener que hablar de estos temas polémicos.
—Más o menos —asintió Murphy—. Los demás ya comienzan a comentarlo. Y todos somos Murphy, así que antes o después alguien dará un consejo sin que nadie se lo pida, y luego se armará el lío. Pero no sé qué hacer. Que mi hermana se vaya a casar hará que todo el mundo hable sobre ciertos temas que preferiría no tocar con mis tíos y tías.
—Pues no vayas —apunté.
—¿Y volver a herir los sentimientos de mi madre? —dijo—. Joder, daré todavía más que hablar que si voy.
Negué con la cabeza.
—Bueno, por lo menos tienes razón en una cosa. No lo entiendo, Murph.
—Da igual —dijo.
—Pero me gustaría comprenderlo —insistí—. Ojalá me preocupara la opinión de mis tíos y tuviera problemas con mi madre. Joder, me conformaría con saber cómo sonaba su voz. —Puse una mano sobre su hombro—. Es un topicazo, pero es cierto, no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes. La gente cambia. El mundo cambia. Y antes o después pierdes a tus seres queridos. Si no te importa que te dé un consejo alguien que no sabe mucho de familias, te puedo decir una cosa: no descuides a los tuyos. Quizá pienses que siempre estarán ahí, pero no es cierto.
Bajó la mirada para que no la viera llorar, supongo.
—Habla con ella, Karrin.
—Probablemente tengas razón —se rindió, asintiendo—. Así que no te mataré por hacerme tragar tus bien intencionadas palabras en un momento de debilidad. Solo por esta vez.
—Un detalle por tu parte —dije.
Respiró hondo, agitó una mano delante de los ojos y luego alzó la vista con una expresión más profesional.
—Eres un buen amigo por aguantar todo este rollo. Algún día te lo compensaré.
—Tiene gracia que digas eso —repuse.
—¿Por qué?
—Estoy siguiendo la pista del dinero, pero la información que busco está, según parece, en Internet. ¿Podrías visitar un par de webs por mí y ayudarme a concretar un poco?
—Sí.
—Gracias. —Le di las direcciones y le hice un resumen de lo que estaba buscando—. Voy a estar por ahí, ¿te llamo en una o dos horas?
Suspiró y asintió.
—¿Has encontrado ya a los vampiros?
—Todavía no, pero tengo ayuda.
—¿Quién? —preguntó.
—Un tío llamado Kincaid. Es duro.
—¿Un mago?
—No. Es uno de esos soldados de fortuna. Un buen asesino de vampiros.
Murphy alzó una ceja.
—¿Está limpio?
—Por lo que yo sé, sí —dije—. Debería tener noticias del que llevará como conductor esta noche. Si hay suerte, encontraré su guarida y caeremos sobre ellos.
—Eh, verás como al final resulta que tenemos que atacar un…
—Sábado —completé la frase por ella—. Lo sé.
Me marché y le conté al cachorro mi teoría sobre la demencia familiar mientras bajábamos las escaleras.
—Es solo una teoría, ¿sabes? Pero se basa en una tonelada de pruebas empíricas. —Sentí una pequeña punzada de dolor mientras hablaba. Yo jamás había tenido problemas familiares. Ni los tendría. Quizá la situación familiar de Murphy fuera complicada y desagradable, pero al menos tenía familia.
Siempre que creía que había superado lo de ser huérfano, me pasaba algo así. Quizá no quería admitir lo mucho que me dolía. Ni siquiera a mí mismo.
Rasqué la oreja mellada del cachorro mientras caminaba hacia el Escarabajo.
—Es solo una teoría —le dije—. Porque ¿cómo voy a saberlo de verdad?