Capítulo 1

El edificio estaba en llamas y no era por mi culpa.

Mis botas crujieron y rechinaron sobre el suelo de baldosas al doblar a toda pastilla una esquina y correr hacia las puertas de aquel colegio abandonado del sudoeste de Chicago. Las lejanas farolas de la calle eran la única fuente de luz del polvoriento pasillo y dejaban enormes parches de oscuridad total sobre el suelo de las viejas aulas.

Llevaba en brazos una caja de madera labrada, más o menos del tamaño de una cesta para la ropa sucia. Pesaba lo suyo y los hombros ya empezaban a dolerme. Además, como a lo largo de mi vida me han disparado en ambos, aquellas molestias musculares rápidamente se convirtieron en profundos y desgarradores espasmos. La puñetera caja ya era una carga de por sí, sin contar con lo que contenía.

Dentro de la caja, unos cuantos cachorros grises y blancos de orejas caídas lloraban y gemían, balanceándose hacia delante y hacia atrás con cada una de mis zancadas. Uno de los perritos, marcado por una muesca en una oreja, fruto de algún percance propio de su especie, parecía ser más valiente o más tonto que el resto de la camada. Escaló por la caja hasta asomar las pezuñas por la tapa y soltó un agudo ladrido aderezado con gruñidos chirriantes, mientras fijaba sus grandes ojos oscuros en algo que se movía a mis espaldas.

Avivé el paso, el guardapolvos de cuero que me llegaba a la altura de las rodillas chocaba contra mis piernas. Escuché un siseo y un crujido, y me desvié hacia la izquierda como pude. Una bola de una sustancia apestosa que se parecía al alquitrán pasó volando junto a mí, envuelta en una llama amarillenta. Golpeó el suelo a varios metros y al momento explotó en un pequeño charco de fuego enfurecido.

Intenté esquivarlo, pero mis botas estaban hechas para caminar, no para correr a toda velocidad sobre baldosines polvorientos. Resbalé y caí. Intenté controlar la caída como pude y acabé deslizándome sobre el trasero, de espaldas al fuego. Sentí el calor por un segundo, pero los conjuros con los que protegía mi abrigo evitaron que me quemara.

Logré esquivar por los pelos otra masa en llamas que avanzaba en mi dirección. Aquella sustancia, fuera lo que fuera, se pegaba como el napalm y ardía con tal fiereza sobrenatural que había convertido una docena de taquillas metálicas en un amasijo ardiente.

La bola me rozó el omóplato izquierdo y arrastró con ella los hechizos de protección de mi guardapolvos para acabar explotando contra la pared de al lado. Yo me agaché, perdí el equilibrio y la caja se me cayó. Todos los cachorros regordetes se desparramaron por el suelo con un coro de gemidos y aullidos de socorro.

Miré hacia atrás.

Los demonios guardianes parecían chimpancés desquiciados, de color violeta salvo por las alas negras de cuervo que les salían de los hombros. Eran los tres que habían escapado al hechizo de parálisis que con tanto cuidado había preparado y que ahora me seguían de cerca saltando por el pasillo con la ayuda de sus alas de plumas negras.

Mientras los observaba, uno de ellos se llevó la mano a la entrepierna y… Bueno, no quiero dar muchos detalles, pero sacó la clase de munición que los primates de los zoos utilizan tradicionalmente. El demonio mono me lo lanzó con un terrible graznido y se prendió fuego mientras volaba hacia mí. Tuve que agacharme para que aquella bola asquerosa de pringue incendiaria no me diera en las narices.

Recogí a los cachorros y los metí de nuevo en la caja. Me incorporé y salí corriendo. A mis espaldas, los monos demonios rompieron a aullar.

Escuché unos débiles ladridos y miré hacia atrás. El perrito de la muesca en la oreja había plantado con fuerza sus patitas en el suelo y ladraba desafiante a los monos demonios, que cada vez estaban más cerca.

—Mierda —dije y di media vuelta. El líder de los monos se lanzó a por el cachorro. Pero yo hice como los jugadores de béisbol, derrapé por el suelo con los pies por delante y planté el talón de mi bota en el hocico del mono. No estoy muy cachas, pero mido más de uno noventa y desde luego no soy un peso pluma. Golpeé al demonio con fuerza suficiente para arrancarle un grito de dolor y lograr que se apartara. Acabó chocando contra una taquilla de metal y dejó una abolladura de quince centímetros de profundidad.

—Qué bola de pelo más tonta —murmuré mientras recogía al perrito—. Por eso tengo un gato. —Corrí hacia la caja mientras el cachorro seguía con su derroche de feroces ladridos. Lo metí con los demás sin más ceremonias, esquivé dos o más bolas de fuego y reanudé la carrera mientras comenzaba a toser a causa del humo que ya invadía el edificio. La luz crecía a mis espaldas, allí donde las llamas provocadas por los misiles de los monos comenzaban a devorar las paredes y el suelo, extendiéndose con rapidez.

Corrí hacia la puerta principal del viejo edificio y empujé la barra hacia abajo con la cadera sin apenas reducir la marcha. Pero entonces, algo me dio en la espalda y me tiró del pelo con fuerza. El mono demonio comenzó a morderme el cuello y la oreja. Me dolió. Intenté darme la vuelta para quitármelo de encima, pero me tenía bien cogido. Sin embargo, gracias a que me revolví, pude ver como un segundo demonio se lanzaba contra mi cara y tuve tiempo de agacharme para esquivarlo.

Dejé caer la caja e intenté agarrar al demonio aferrado a mi espalda. Aulló y me mordió la mano. Furioso y dolorido, me di la vuelta, y me lancé de espaldas contra la pared más cercana. El demonio mono conocía esa táctica. Se apartó en el último segundo y me golpeé la base del cráneo contra una fila de taquillas metálicas.

Un montón de estrellitas me cegaron por un momento, y cuando por fin recuperé la visión, vi como dos de los demonios se lanzaban a por la caja de los cachorros. Los dos arrojaron sendas bolas en llamas y la madera se prendió fuego.

Cogí un viejo extintor que colgaba de la pared, y el mono que me atacó se lanzó de nuevo a por mí. Lo golpeé en el hocico con el extremo del extintor y lo dejé fuera de juego, luego le di la vuelta y rocié con una nube de polvo blanco la caja labrada. Conseguí apagar el fuego, pero para estar más seguro, descargué lo que quedaba sobre las caras de los dos demonios, con lo que se creó una gruesa nube de polvo blanco.

Tras coger la caja, salí del colegio y cerré la puerta tras de mí.

Hubo un par de golpes desde el otro lado de la puerta y luego se hizo el silencio.

Entre jadeos miré a los cachorros que lloraban dentro de la caja. Un puñado de hocicos, y ojos negros y húmedos me devolvieron la mirada manchados con el polvo blanco del extintor.

—Joder —les dije—. Tenéis suerte de que el hermano Wang os quiera tanto. Si no me hubiese pagado por adelantado, os pediría que me llevarais a mí.

Un montón de colas comenzaron a moverse de un lado a otro.

—Qué perros más tontos —gruñí. Alcé la caja de nuevo y avancé con ella en brazos hacia el viejo aparcamiento del colegio.

Estaba a medio camino cuando algo arrancó de cuajo las puertas de acero, en sentido contrario al de apertura. Un bramido potente y profundo surgió del interior del edificio y luego una versión extragrande de los monos demonios salió por la puerta haciendo que el suelo retumbara.

Era violeta. Tenía alas. Y parecía muy cabreado. Mediría por lo menos dos metros y medio y tenía que pesar seguramente cuatro o cinco veces más que yo. Mientras lo contemplaba, dos pequeños monos demonios volaron directamente hacia King Kong y fueron absorbidos por la masa del gran demonio al impactar contra él. Kong ganó otros treinta y cinco kilos y se hizo un poco más corpulento. Ya no era como King Kong, sino más bien como Monozinger Zeta. Seguramente fue así como los demonios guardianes consiguieron escapar a mi conjuro; vertieron toda su energía en una sola entidad y usaron la fuerza extra que proporciona una mayor densidad para romper mi hechizo.

Monozinger extendió unas alas de envergadura similar a la de un avión pequeño y se lanzó sobre mí con un movimiento increíblemente grácil. Como profesional de la investigación privada, me he enfrentado a muchos tipos de bestias. Con el paso del tiempo y la experiencia, he desarrollado con éxito un procedimiento estándar para tratar con monstruos grandes y desalmados: Salgo por piernas. Yo y Monty Python.

El aparcamiento y el Escarabajo azul, mi viejo y castigado Volkswagen, estaban a solo treinta o cuarenta metros, y yo puedo correr bastante rápido con la motivación adecuada.

Monozinger rugió y eso me motivó un montón.

Se produjo una pequeña explosión y a continuación un fogonazo de luz roja más luminosa que las farolas que alumbraban la calle. Otra bola de fuego se estrelló contra el suelo a unos centímetros de mí y explosionó como una bomba de cañón de la guerra de Secesión, dejando tras de sí un cráter en el pavimento del tamaño de un ataúd. El enorme demonio rugió, me adelantó batiendo sus alas negras de buitre y se dispuso a dar media vuelta para hacer otra pasadita.

—¡Thomas! —grité—. ¡Arranca el coche!

Se abrió la puerta del acompañante y un joven asquerosamente guapo con el pelo oscuro, vaqueros ajustados y una chupa de cuero desgastada y abierta sobre el pecho desnudo, sacó la cabeza y me miró por encima del cristal verde de sus gafas. Luego alzó la vista y vio lo que se me venía encima. Se quedó paralizado y con la boca abierta.

—¡Qué arranques el puñetero coche! —grité.

Thomas asintió con la cabeza y se metió de nuevo en el Escarabajo. El coche tosió, rechinó y volvió a la vida entre convulsiones. El faro que aún sobrevivía se encendió, Thomas pisó a fondo y salió del aparcamiento.

Durante un segundo pensé que me iba a dejar tirado, pero redujo la velocidad lo suficiente para que pudiera alcanzarlo. Luego se inclinó a la derecha y abrió la puerta del acompañante. Con un rugido de esfuerzo salté al interior del coche. Por poco se me cae la caja, pero la sujeté justo antes de que el cachorro de la oreja mellada se asomara al borde, dispuesto a volver a la batalla.

—¿Qué coño es eso? —gritó Thomas. Su oscura melena rizada y brillante comenzó a azotarle la cara y los hombros, a medida que el coche ganaba velocidad y el frío aire otoñal se colaba a través de las ventanillas bajadas. Sus ojos grises estaban desorbitados por el miedo—. ¿Qué es eso, Harry?

—¡Tú conduce! —grité. Coloqué la caja de cachorros llorosos en el asiento de atrás, agarré mi varita mágica, saqué medio cuerpo por la ventanilla abierta y acabé sentado en ella, con el pecho pegado al techo del coche. Me giré para coger la varita con la mano derecha y enfrentarme al demonio.

Reuní mi voluntad, mi magia, y el extremo de la varita comenzó a brillar con una luz rojo cereza.

Estaba a punto de liberar mi energía cuando vi como el demonio se lanzaba en picado con otra bola de fuego en la mano, dispuesto a tirarla contra el coche.

—¡Cuidado! —grité.

Thomas debió de verlo por el espejo retrovisor. El Escarabajo giró bruscamente y la bola de fuego chocó contra el asfalto, originando una explosión de llamas y una onda expansiva que rompió todas las ventanas a ambos lados de la calle. Thomas consiguió esquivar un coche aparcado subiéndose a la acera, pero el Escarabajo comenzó a dar peligrosos tumbos que casi le hacen perder el control. Con todo aquel movimiento estuve a punto de caerme de mi puesto en la ventanilla. Comenzaba a preguntarme qué posibilidades tenía de aterrizar sobre algo blando cuando sentí como Thomas me cogía del tobillo. Me agarró y tiró de mí hacia el interior del coche con una fuerza que habría sorprendido a cualquier otro que desconociera su verdadera naturaleza.

Ahora estaba seguro de no caerme, así que cuando el demonio volvió a lanzarse sobre nosotros, apunté con mi varita mágica y grité:

—¡Fuego!

Una lanza de fuego casi blanco salió de la punta de mi varita mágica y cruzó el aire de la medianoche iluminando la calle como un relámpago. Con lo que se estaba moviendo el coche, pensé que fallaría, pero contra todo pronóstico la llama alcanzó de lleno a Monozinger en el estómago. El bicho gritó, se revolvió y cayó desplomado al suelo. Thomas volvió al asfalto de la carretera.

El demonio hizo ademán de incorporarse.

—¡Para el coche! —grité.

Thomas pisó el freno a fondo y casi consigue convertirme en puré de mago sobre la acera. Me agarré con todas mis fuerzas, pero para cuando recuperé el equilibrio, el demonio ya se había puesto de nuevo en pie.

Gruñí de pura frustración, preparé otra andanada y apunté con cuidado.

—¿Qué haces? —gritó Thomas—. Está tocado, ¡vámonos!

—No —contesté—. Si lo dejamos aquí, la tomará con cualquiera.

—¡Pero no con nosotros!

Hice oídos sordos a las quejas de Thomas y me preparé para volver a disparar canalizando toda mi energía hacia la varita hasta que saltaron chispas y comenzó a salir humo por toda su superficie.

Después, me dispuse a darle entre ceja y ceja.

El fuego lo alcanzó como una bola de derribo, golpeándolo justo en la barbilla. La cabeza del demonio explotó en una nube de vapores luminosos de color violeta y centellas de luz roja en lo que, debo reconocer, fue un espectáculo bastante chulo.

Los demonios que se adentran en el mundo mortal no tienen cuerpo propiamente dicho, sino una recreación, algo así como un traje, y mientras la conciencia del demonio no deje ese cuerpo ficticio, su aspecto es totalmente real. Que le vuelen a uno la cabeza supone un desgaste demasiado grande para que la energía vital de un demonio pueda mantener la ilusión. El cuerpo de Monozinger se agitó en el suelo durante unos segundos y luego la forma terrenal del demonio King Kong dejó de moverse y comenzó a derretirse hasta transformarse en una masa grumosa de gelatina traslúcida: ectoplasma, materia del Más Allá.

La oleada de alivio que me invadió hizo que me mareara un poco, y volví al Escarabajo dando traspiés.

—Perdona si me repito —dijo Thomas entre jadeos un poco después—, pero ¿qué-coño-era-eso?

Me derrumbé sobre el asiento todavía sin resuello. Me puse el cinturón y comprobé que los cachorros y su caja estaban intactos. Así era. Luego cerré los ojos con un suspiro.

—Shen —dije—. Criaturas espirituales chinas. Demonios. Metaformos.

—¡Joder, Dresden! ¡Casi consigues que me maten!

—No seas quejica. No te ha pasado nada.

Thomas me miró furioso.

—¡Por lo menos me podrías haber avisado!

—Pero si te lo dije —repuse—. En Mac's te dije que te llevaría a casa, pero que antes tenía que hacer un recado.

Thomas me fulminó con la mirada.

—Un recado es llenar el depósito de gasolina, comprar un cartón de leche, esas cosas. No huir de un gorila con alas, morado y pirómano, que nos lanza boñigas incendiarias.

—La próxima vez coge el tren.

—¿Adónde vamos? —preguntó todavía enfadado.

—Al aeropuerto.

—¿Por qué?

Señalé con la mano el asiento de atrás.

—Tengo que devolver la propiedad robada a mi cliente. Quiere llevárselos al Tíbet cuanto antes.

—¿No te estarás dejando nada en el tintero, verdad? ¿Unos canguros ninja o algo así?

—Quería que supieras lo que se siente —dije.

—¿Qué quieres decir?

—Venga, Thomas. Tú nunca vas a Mac's para pasar el rato con los colegas. Estás forrado, tienes contactos, y eres un puñetero vampiro. No me necesitabas para llevarte a casa. Podrías haber cogido un taxi, una limusina, o convencer a alguna mujer para que te hiciera el favor.

Thomas dejó de fruncir el ceño y su rostro se convirtió en una cauta máscara inexpresiva.

—Ya. Entonces, ¿por qué estoy aquí?

Me encogí de hombros.

—No pareces muy dispuesto a lanzarte sobre mí, así que supongo que quieres hablar.

—Qué intelecto más agudo. Deberías hacerte detective privado o algo así.

—¿Te vas a quedar ahí insultándome, o me lo vas a contar?

—Vale —dijo Thomas—. Necesito un favor.

Resoplé.

—¿Qué favor? ¿Se te olvida que en teoría estamos en guerra? Magos contra vampiros, ¿te suena de algo?

—Si quieres, podemos imaginar que esto es una táctica subversiva que forma parte de un terrible y elaborado plan destinado a manipularte —contestó Thomas.

—Vale —dije—. Porque si me tomo la molestia de empezar una guerra y tú no te das por aludido, herirías mis sentimientos.

Sonrió.

—Seguro que no sabes de qué parte estoy.

—Claro que sí —resoplé—. De la tuya.

Su sonrisa se ensanchó. Thomas tiene una de esas sonrisas superblancas y encantadoras que hacen que las bragas de las mujeres desaparezcan por combustión espontánea.

—Cierto, pero te he hecho varios favores en estos últimos años.

Fruncí el ceño. Era verdad, aunque nunca entendí por qué.

—Sí, ¿y?

—Y ahora te toca a ti —dijo—. Te he ayudado y quiero cobrarme el favor.

—Ya. ¿Qué quieres que haga?

—Quiero que aceptes el caso de un conocido mío. Necesita tu ayuda.

—No tengo tiempo —dije—. Tengo que ganarme la vida.

Thomas se quitó de un manotazo un trozo de mono flambeado y lo tiró por la ventanilla.

—¿A esto lo llamas vida?

—Esto es una parte de la vida. Quizá te suene el concepto, es conocido como «trabajo». Verás, funciona así: tú sufres haciendo una serie de cosas molestas y humillantes, y a cambio te dan dinero, aunque poco. Como en los programas de televisión japoneses, solo que sin toda esa gloria.

—Habló el proletario. No te pido que trabajes gratis. Te pagaré.

—Ya —murmuré—. ¿Por qué necesita ayuda?

Thomas frunció el ceño.

—Piensa que alguien intenta matarlo. Yo creo que tiene razón.

—¿Por qué?

—Se han producido varias muertes sospechosas en su entorno.

—¿Cómo cuáles?

—Hace dos días envió a su conductora, una chica llamada Stacy Willis, a buscar sus palos del golf al coche para hacer un par de hoyos antes de comer. Willis abrió el maletero y se abalanzaron sobre ella unas veinte mil abejas que de alguna manera lograron colarse en la limusina durante el lapso que transcurrió desde que llegó a la puerta de la casa y volvió.

Asentí con la cabeza.

—Aja. Desde luego es sospechoso. Repugnantemente sospechoso.

—A la mañana siguiente, su asistente personal, una joven llamada Sheila Barks, fue atropellada por un coche que se dio a la fuga. Murió en el acto.

Fruncí los labios.

—Eso no es tan raro.

—Estaba haciendo esquí acuático.

Lo miré atónito.

—¿Cómo pudo ocurrir algo así?

—Según parece pasaba por debajo de un puente cuando un coche se salió de la carretera y aterrizó encima.

¡Ag! —dije—. ¿Alguna idea de quién puede estar detrás?

—No. ¿Crees que es una maldición entrópica? —preguntó Thomas.

—Si es así, es de las chapuceras. Aunque desde luego muy potente. Las muertes son bastante espectaculares. —Eché un vistazo a los cachorros. Se habían hecho un ovillo entre todos y dormían. El cachorro de la oreja mellada estaba encima del montón. Abrió los ojos y me dedicó un soñoliento gruñido de aviso. Después se volvió a dormir.

Thomas miró la caja en el asiento de atrás.

—Qué bolitas de pelo tan monas, ¿qué son?

—Perros guardianes de no sé qué monasterio del Himalaya. Alguien se los llevó y los trajo aquí. Los monjes me contrataron para recuperarlos.

—¿Por qué? ¿No tienen perreras en el Tíbet?

Me encogí de hombros.

—Creen que estos perros son de estirpe Fu.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Qué saben artes marciales?

Resoplé, saqué la mano por la ventanilla con la palma hacia abajo y comencé a moverla hacia delante y hacia atrás, como si fuera un ala flotando en el viento que desplazaba el Escarabajo.

—Los monjes piensan que descienden de un espíritu animal divino. El espíritu guardián celestial. Son perros de Fu. Creen que eso los hace especiales.

—¿Y es verdad?

—¿Y cómo voy a saberlo, tío? Yo aquí solo soy un mandao.

—Menudo mago estás hecho.

—El universo es bastante grande —dije—. No lo puedo saber todo.

Thomas guardó silencio un rato mientras la carretera susurraba a nuestro paso.

—Oye, ¿te puedo preguntar qué le ha pasado a tu coche?

Eché un vistazo al interior del Escarabajo, que ya no se parecía al de los demás Volkswagen. Las fundas de los asientos habían desaparecido, al igual que el relleno. De la misma manera que la moqueta del suelo y unos grandes trozos del salpicadero hecho de madera. Quedaba aún un poco de vinilo, algo de plástico, y todo lo que estaba hecho de metal, pero de lo demás, ni rastro.

Yo había hecho unas cuantas reparaciones provisionales con tablas, hierros, espuma barata que compré en la sección de acampada del súper y un montón de cinta adhesiva. Todo aquello le daba al coche un toque postmoderno, y con esto quiero decir que parecía un superviviente de un cataclismo nuclear.

Por otro lado, el interior del Escarabajo estaba muy, muy limpio. Yo siempre procuro ver el lado positivo de las cosas.

—Demonios fúngicos —dije.

—¿Unos demonios fúngicos se comieron tu coche? —preguntó.

—Más o menos. Aparecieron en el interior del coche y utilizaron todo el material orgánico que vieron para fabricarse sus cuerpos.

—¿Los convocaste tú?

—¡Uf, qué va! Me los envió hace unos meses el malo de turno.

—Yo pensaba que había sido un verano tranquilo.

—Tengo una vida, tío. Y además de vérmelas con semidioses, mediar entre naciones en guerra y resolver misterios procurando no acabar muerto, hago otras cosas.

Thomas alzó una ceja.

—¿Cómo vértelas con demonios fúngicos y caca de mono en llamas?

—¿Qué quieres? Yo en lo mío soy lo más.

—Ya. Oye, Harry, ¿te puedo preguntar una cosa?

—Supongo.

—¿De verdad salvaste al mundo? Porque con la última ya serían dos veces seguidas.

Me encogí de hombros.

—Más o menos.

—Se dice por ahí que te cargaste a una princesa hada y que evitaste que estallara la guerra entre Invierno y Verano —dijo Thomas.

—Mi intención era salvar mi culo, pero resultó que el mundo estaba en el mismo sitio.

—Gracias por ser tan gráfico, tendré pesadillas con esa imagen —dijo Thomas—. ¿Y qué pasó con los demonios infernales del año pasado?

Negué con la cabeza.

—Pretendían desatar una horrible plaga, aunque no habría durado mucho. Su idea era provocar después el apocalipsis. Sabían que no tenían muchas probabilidades, pero estaban dispuestos a intentarlo de todas formas.

—Como cuando juegas a la lotería —dijo Thomas.

—Sí, algo así. La lotería genocida.

—Y tú los detuviste.

—Yo contribuí a detenerlos y sobreviví para contarlo. Pero no hubo un final feliz.

—¿Ah, no?

—No me pagaron. En ninguno de los dos casos. Gano más dinero con la caca de mono en llamas. Es bastante absurdo, la verdad.

Thomas rió un poco y negó con la cabeza.

—No lo entiendo.

—¿Qué no entiendes?

—Por qué lo haces.

—¿Hacer el qué?

Se arrellanó en el asiento del conductor.

—Todo este rollo de Llanero Solitario que te traes. En cuanto te despistas, te dan más golpes que a una estera y apenas te puedes ganar la vida con el trabajo de detective. Vives en un apartamento húmedo y pequeño que más bien parece una cueva. Estás solo. No tienes mujer, no tienes amigos, y conduces este montón de chatarra. Tu vida es bastante patética.

—¿Es eso lo que piensas? —pregunté.

—Estoy siendo totalmente sincero.

Me reí.

—¿Por qué crees que lo hago?

Se encogió de hombros.

—Solo se me ocurren dos posibilidades: o te consume un profundo y sádico odio hacia tu propia persona, o estás loco. Y porque te doy el beneficio de la duda dejo fuera de la lista la estupidez crónica.

Seguí sonriendo.

—Thomas, no me conoces. No tienes ni idea de quién soy.

—Pues yo creo que sí. Te he visto bajo presión.

Me encogí de hombros.

—Sí, pero ¿con qué frecuencia? ¿Quizá un día o dos al año? Y generalmente siempre es cuando algún ser ha estado calentándome, zurrándome la badana con la idea de matarme después.

—¿Y?

—Que eso no refleja cómo es mi vida los trescientos sesenta y tres días restantes —dije—. No lo sabes todo sobre mí. No solo vivo para la magia violenta y la piromanía creativa de Chicago.

—¡Ah, es verdad! Tengo entendido que viajaste a la exótica Oklahoma hace unos meses por algo relacionado con un tornado y el Laboratorio Nacional de Tormentas Violentas.

—Era un favor para la señora del Verano. Fui en busca de una sílfide de tormenta rebelde. Iba a todas partes montado en uno de esos todoterrenos con los que se persiguen tornados. No veas la cara que puso el conductor cuando se dio cuenta de que el tornado nos perseguía a nosotros.

—Una historia muy bonita, Harry, pero ¿por qué me la cuentas? —preguntó Thomas.

—Para que veas que hay cosas de mi vida que desconoces. Tengo amigos.

—Cazadores de monstruos, licántropos y una calavera parlanchina.

Negué con la cabeza.

—No solo eso, además me gusta mi apartamento. E incluso me gusta mi coche.

—¿Te gusta esta… chatarra?

—Puede que no parezca gran cosa, pero tiene lo que hay que tener, chaval.

Thomas se arrellanó aún más en el asiento con expresión escéptica.

—Ahora me veo obligado a reconsiderar la opción de la estupidez crónica.

Me encogí de hombros.

—Mi Escarabajo azul y yo somos la caña. Dentro del mundo de los cuatro cilindros, pero la caña.

El rostro de Thomas perdió toda expresión.

—¿Y qué me dices de Susan?

Cuando me enfado me gustaría ser capaz de poner esa cara de póquer, pero a mí no me sale tan bien.

—¿Qué pasa con ella?

—La querías. Dejaste que formara parte de tu vida. Pero por tu culpa acabó mal. Se fijaron en ella cierta clase de criaturas indeseables y casi le cuesta la vida. —Continuó sin apartar los ojos de la carretera—. ¿Cómo puedes vivir con algo así sobre tus hombros?

Comenzaba a enfadarme, pero tuve un extraño momento de lucidez y mi ira se evaporó antes de que llegara a condensarse. Estudié el perfil de Thomas en un semáforo y vi como se esforzaba por mantener la mirada distante, como si nada de aquello le tocara de cerca. Lo que quería decir que le afectaba. Estaba pensando en alguien importante para él, y sabía muy bien de quién se trataba.

—¿Qué tal está Justine? —pregunté.

Sus rasgos se enfriaron aún más.

—Eso no es importante.

—Vale, pero ¿cómo está?

—Soy un vampiro, Harry. —Su voz sonó gélida y lejana, pero no pudo ocultar su desasosiego—. Es mi novi… —Se trabó con la palabra e intentó disimularlo con una tos—. Es mi amante. Es comida. Y no hay más que hablar.

—¡Ah! —repuse—. Me cae bien, ¿sabes? Desde que me chantajeó para echarte una mano en la fiesta de Bianca. Fue muy valiente.

—Sí —dijo—. Valor le sobra.

—¿Cuánto tiempo llevas saliendo con ella?

—Cuatro años —respondió Thomas—, casi cinco.

—¿Y no has estado con nadie más?

—No.

—Burger King —dije.

Thomas me miró confundido.

—¿Qué?

—Burger King —repetí—. Me gusta comer en Burger King. Pero aunque pudiera permitírmelo, no comería allí todos los días durante casi cinco años.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Thomas.

—Quiero decir que resulta bastante obvio que Justine es algo más que comida para ti, Thomas.

Giró la cabeza y me observó fijamente durante un momento con ojos vacíos, extrañamente inhumanos.

—No es cierto. No puede serlo.

—¿Y por qué no te creo? —dije.

Thomas me miró, su expresión se terminó de endurecer.

—Déjalo. No quiero hablar de eso.

Decidí no presionarlo. Se esforzaba demasiado en ocultarlo, así que sabía que era todo fachada. Pero si no quería hablar del tema, no podía obligarlo.

Además, tampoco quería. Thomas era el típico listillo con la habilidad de despertar el instinto asesino en todo aquel que lo conocía, y cuando tengo tanto en común con alguien, no puedo evitar que me caiga bien. Así que decidí dejarlo tranquilo.

Por otro lado, me olvidaba con demasiada facilidad de su verdadera naturaleza y no me lo podía permitir. Thomas era un vampiro de la Corte Blanca. Los blancos no beben sangre. Se alimentan de emociones, de sentimientos y a través de ellos, absorben la energía vital de sus víctimas. Hasta donde yo sabía, lo hacían mientras mantenían relaciones sexuales, y muchos creían que podrían seducir a un santo. Vi una vez a Thomas alimentándose y fuera lo que fuera lo que le hacía inhumano, se apoderaba por completo de él. Lo convertía en un ser hecho de hambre; una criatura fría, hermosa y blanca como el mármol. La verdad, es un recuerdo bastante espeluznante.

Los blancos no eran tan fuertes ni estaban tan organizados, o militarizados, como los de la Corte Roja, pero no sufrían de sus típicas flaquezas. La luz del sol no suponía un problema para Thomas y, por lo que había visto, las cruces y otros objetos sagrados tampoco tenían efecto sobre él. Pero solo porque no fueran tan inhumanos como los otros vampiros, no quería decir que los blancos fueran menos peligrosos. De hecho, tal y como yo lo veía, en muchos casos los convertía en una amenaza aún mayor. Sé cómo actuar cuando un bicho baboso e infernal surge de repente, pero con alguien que parece casi humano suelo bajar la guardia.

Y siguiendo ese hilo argumental, caí en la cuenta de que estaba a punto de aceptar el caso como si Thomas fuera un cliente más. No se puede decir que fuera una decisión muy inteligente y desde luego había muchas posibilidades de que me condujera a situaciones poco saludables.

Se quedó callado de nuevo. Ahora que había dejado de gritar y de luchar por mi vida, el coche comenzó a parecerme un lugar desapaciblemente frío. Subí la ventanilla para que no entrara más aire otoñal.

—Bueno —dijo—. ¿Me vas a ayudar?

Suspiré.

—Ni siquiera debería estar en el mismo coche que tú. Bastantes problemas tengo ya con el Consejo Blanco.

—¡Oh, a tu gente no le gustas! Pobrecito.

—Que te den —dije—. ¿Cómo se llama?

—Arturo Genosa. Es un productor de cine y está creando su propia empresa.

—¿Le has puesto sobre aviso?

—Más o menos. Es un tío normal, pero muy supersticioso.

—¿Por qué quieres que lo vea?

—Necesita tu ayuda, Harry. Si no le echas una mano, no creo que sobreviva una semana.

Miré a Thomas extrañado.

—Las maldiciones entrópicas ya resultan complicadas cuando son precisas, así que no digamos las chapuceras. Si intento desviarla, podría poner en peligro mi vida.

—Yo me la he jugado por ti.

Pensé en sus palabras por un momento. Luego dije:

—Sí, es cierto.

—Y tampoco te pedí dinero a cambio.

—Está bien —dije—. Hablaré con él. Pero no te garantizo nada. Aunque si acepto el caso, me tendrás que pagar por hacerlo, además de lo que ese tal Arturo me ofrezca.

—¿Así es como tú devuelves los favores?

Me encogí de hombros.

—Sal del coche.

Negó con la cabeza.

—Vale, cobrarás el doble.

—No —dije—. No quiero dinero.

Alzó una ceja y me miró por encima de los cristales de sus modernas gafas verdes.

—Quiero saber por qué —dije—. Quiero saber por qué me has estado ayudando. Si acepto el caso, me lo tienes que explicar.

—No me creerías.

—Ese es el trato. Lo coges o lo dejas.

Thomas frunció el ceño y condujo varios minutos en silencio.

—Vale —dijo entonces—. Trato hecho.

—Bien —respondí—. Venga esa mano.

Nos estrechamos las manos. Sus dedos estaban muy fríos.