Capítulo 5

Volví a casa arrastrando los pies a eso de las tantas. Mister, el gato gris bobtail de casi trece kilos con el que comparto piso, me hizo una llave de judo al restregarse contra mis piernas y casi me tira al suelo con su ritual afectivo.

Inclinó la cabeza a un lado y olfateó el aire. A continuación me comunicó su aristocrático enojo con un maullido gutural de aviso y se encaramó al mueble más cercano desde el que estudió al cachorro que aún dormía en mi brazo.

—Es temporal —le dije y me senté en el sofá—. No se va a quedar.

Mister guiñó los ojos, se acercó a mí con sigilo y le lanzó un zarpazo de indignación.

—No te pases. Este pequeño lunático es un peso pluma. —Murmuré un conjuro y se encendieron varias velas por todo el apartamento. Marqué el número que utilizó el hermano Wang mientras estuvo en la ciudad, pero me salía una grabación diciendo que ese teléfono ya no estaba disponible. A veces los teléfonos hacen cosas raras cuando los uso así que volví a intentarlo. Nada. Bah. Me dolían los huesos y quería descansar a salvo y a gusto en mi guarida.

Mi guarida estaba en el sótano de un antiguo y quejumbroso edificio construido hacía más de cien años como pensión. Las ventanas, que desde fuera rozaban el nivel de la calle, se situaban en la parte más alta de las paredes y el apartamento no era más que una habitación grande con chimenea. Los muebles eran viejos, pero cómodos. Había un sillón, un sofá de dos plazas, un par de sillas con asiento reclinable… Nada pegaba con nada, pero todo parecía mullido y acogedor. El suelo de piedra estaba cubierto con varias alfombras y había suavizado el aspecto del hormigón de las paredes con varios tapices y fotos enmarcadas.

Toda la casa estaba impoluta y olía a pino. Hasta la chimenea estaba tan limpia que solo se veía la piedra. Las hadas no tienen rival como amas de casa. Pero no puedes hablar a nadie de ellas porque recogen sus bártulos y se marchan. ¿Por qué? No tengo ni idea. Son hadas, ellas funcionan así.

A un lado del cuarto de estar había un hueco en la pared con una estufa de leña, una nevera antigua de las que funcionan con bloques de hielo, y unos armarios donde guardo las cosas de cocinar y algo de comida. Al otro lado, una estrecha puerta conduce a mi dormitorio y al baño. Apenas había espacio para una cama pequeña y un armario de segunda mano.

Aparté la alfombra que cubría la trampilla en el suelo que daba al sótano. Como está a bastante profundidad, ahí abajo hace frío todo el año, así que intenté que no se me cayera el perrito mientras me ponía encima una gruesa bata de franela. Luego encendí una vela, abrí la trampilla y bajé por la escalera plegable a mi laboratorio.

Le había prohibido a mi servicio de limpieza que bajara al laboratorio y como resultado, durante los últimos dos años, había ido perdiendo poco a poco la batalla contra el caos. Las paredes estaban cubiertas por estanterías metálicas llenas de tupperwares, cajas, bolsas, barreños, botellas, vasos, cuencos y urnas. La mayoría de los frascos tenían una etiqueta donde se especificaba su contenido: ingredientes para cualquier clase de poción o hechizo, invocaciones y objetos mágicos que de vez en cuando tenía tiempo de fabricar. Una gran mesa de trabajo ocupaba el centro de la habitación y en su extremo más lejano había un parche de hormigón que en ningún caso hacía juego con el suelo de la sala. El parche estaba rodeado por un círculo de invocaciones grabado en la piedra. Me permití el lujazo de reemplazar el viejo anillo con uno nuevo hecho de plata y alejé de él todo lo posible lo que había en la habitación.

La cosa que tenía atrapada bajo el círculo había permanecido tranquila desde la noche en que la encerré en una cárcel espiritual, pero cuando se trata de sepultar a un ángel caído, os aseguro que toda precaución es poca.

—Bob —dije mientras encendía más velas—. Despierta.

Había una estantería que no iba con la decoración del cuarto. Estaba formada por dos simples riostras metálicas que sostenían un tablón de madera. Restos de cera vieja, procedente de velas derretidas, se acumulaban en montículos multicolores a ambos lados del tablón en cuyo centro descansaba un cráneo humano.

La calavera se estremeció un poco, rechinó los dientes y en sus cuencas vacías apareció una tenue luz naranja. Bob, la Calavera, no era realmente una calavera. Era un espíritu del aire, un ser de gran conocimiento y siglos de experiencia en magia. Desde que se lo robé a Justin DuMorne, el Darth Vader personal de mi infancia, la sabiduría y habilidad de Bob me han ayudado a salvar vidas. Principalmente la mía, pero las de otros también.

—¿Qué tal te fue? —preguntó Bob.

Comencé a rebuscar entre mis cosas.

—Tres de los cabrones se libraron de ese hechizo de parálisis del que estabas tan seguro —respondí—. Casi no salgo de una pieza.

—Qué guapo te pones cuando lloriqueas —dijo Bob—. Casi creo que… ¡gatos sagrados, Harry!

¿Hum?

—¿Has robado uno de los perros del templo?

Acaricié al cachorro y me sentí un poco ofendido.

—Ha sido un accidente. Se quedó en el coche de polizón.

¡Uau! —dijo Bob—. ¿Qué vas a hacer con él?

—Aún no lo sé —contesté—. El hermano Wang ya se ha ido. Acabo de llamar al número de contacto que utilizó aquí, pero está fuera de servicio. No puedo pedir a un mensajero que lo lleve al templo porque toda esa zona de las montañas está vigilada y una carta tardaría meses en llegar. Si es que llega. —Por fin encontré una caja lo bastante grande. Después de buscar un poco más, metí dentro un par de albornoces viejos de franela y sobre ellos puse al agotado cachorro—. Además, tengo cosas más importantes de las que preocuparme.

—¿Cómo qué?

—Como la Corte Negra. Mavra y su… su… Oye, ¿qué nombre recibe un grupo de vampiros de la Corte Negra? ¿Una bandada? ¿Una manada?

—Una plaga —dijo Bob.

—Eso. Parece que Mavra y su plaga están en Chicago. Uno de ellos se me acercó tanto que casi me manda al otro barrio.

Las luces de Bob titilaron en sus cuencas de la emoción.

—Guay. ¿Y qué vas a hacer, lo de siempre? ¿Esperar a que lo vuelvan a intentar y luego seguir a los atacantes para llegar hasta Mavra?

—Esta vez no. Voy a encontrarlos antes, tiraré la puerta abajo y los mataré mientras duermen.

¡Uau! Ese es un plan con más mala baba de la habitual, Harry.

—Sí, a mí también me gusta.

Cogí la caja con el cachorro dentro y continué:

—Quiero que te lleves a Mister a dar un paseo por la ciudad por la mañana. Averigua dónde se oculta Mavra durante el día y por lo que más quieras, no te lleves por delante más hechizos de protección.

Por alguna razón me pareció que Bob se estremecía.

—Sí, tendré mucho más cuidado. Pero los vampiros no son idiotas, Harry. Saben que están indefensos durante el día. Habrán tomado medidas para proteger su refugio. Siempre lo hacen.

—Yo me ocuparé de eso —dije.

—Quizá no puedas tú solo.

—Por eso les voy a achuchar a la Liga de la Justicia —dije, intentando no bostezar. Dejé la caja con el perrito sobre la mesa, cogí mi vela y me acerqué a la escalera.

—¿Eh oye, adónde crees que vas? —preguntó Bob.

—A la cama. Mañana madrugo. Caso nuevo.

—Y el chucho del templo se queda aquí ¿por qué?

—Porque no quiero que esté solo —contesté—. Y si me lo llevo arriba, creo que Mister esperará a que me duerma para comérselo.

—Joder, Harry. Soy un voyeur, no un veterinario.

Lo miré molesto.

—Necesito dormir.

—¿Y me encasquetas el perro?

—Sí.

—Este trabajo es una mierda.

—Monta un sindicato —le dije sin piedad.

—¿De qué va el nuevo caso? —preguntó.

Se lo conté.

—¿Arturo Genosa? —preguntó Bob—. ¿Arturo Genosa, el productor de cine?

Alcé las cejas.

—Sí, ese. ¿Has oído hablar de él?

—¿Qué si he oído hablar de él? ¡Joder, sí! ¡Es el mejor de los mejores!

Mi intuición dio la voz de alarma y me pareció que el estómago se me caía a los pies.

Hum, ¿qué clase de pelis hace?

—¡Películas eróticas ampliamente aclamadas por la crítica! —dijo Bob, apenas capaz de hablar por la emoción.

Lo miré sorprendido.

—¿Hay críticos de cine erótico?

—¡Claro! —balbució Bob—. En todo tipo de revistas y publicaciones.

—¿Cómo cuáles?

Juggs, Hooters, Funkybuns, Busting out…

Me froté los ojos.

—¡Bob, eso son revistas porno, no revistas normales!

—Cuatro estrellas, cuatro pollones, ¿qué más da? —preguntó Bob.

No iba a entrar en esa discusión.

La calavera suspiró.

—Harry, no pretendo llamarte idiota ni explicarte lo que es obvio, pero te contrató un vampiro de la Corte Blanca, un íncubo. ¿Qué clase de trabajo pensabas que ibas a hacer?

Miré a Bob furioso. Tenía razón. Debí suponer que no sería nada sencillo.

—Por cierto —dije—, ¿qué sabes de la Corte Blanca?

—Bueno, lo normal —contestó Bob, lo que en realidad quería decir que sabía mucho.

—Esta noche he visto a Thomas muy raro —dije—. No sé cómo describirlo exactamente. Apareció también Justine, dijo que estaba helado y se mostró muy preocupada por ello. Entonces él se sacó de la manga algún tipo de magia hipnótica y la dejó totalmente ida.

—Tenía Hambre —dijo Bob—. Es decir, Hambre con «h» mayúscula. El Hambre es una especie de… no sé cómo explicarlo. Un espíritu simbiótico dentro de un vampiro de la Corte Blanca. Todos nacen con uno.

—Claro —dije—. De ahí procede su fuerza, sus poderes y todo eso.

—Además de su inmortalidad —dijo Bob—. Pero deben pagar un precio. Por eso llevan a cabo todo el rollo ese de alimentarse. El Hambre tiene que sobrevivir.

—Ya lo pillo, ya lo pillo —dije con un bostezo—. Utilizan sus poderes, eso despierta el apetito del espíritu y entonces tienen que alimentarse. —Fruncí el ceño—. ¿Qué pasa si no se alimentan?

—¿A corto plazo? Cambios de humor, mal genio, comportamiento violento, paranoia. A largo plazo gastan toda la reserva de energía vital que tengan. Una vez que eso pasa, el Hambre se apodera del vampiro y lo obliga a cazar.

—¿Y si no pueden cazar?

—Se vuelven locos.

—¿Y las personas de las que se alimentan? —pregunté.

—¿Quieres saber qué pasa con ellas? —dijo Bob—. Los vampiros les arrebatan pedazos de su vida. Les producen daños espirituales, como cuando la Pesadilla se cebó con Mickey Malone. Los dejan vulnerables a la seducción y el control mental de los blancos, así les resulta luego más fácil volver a hincarles el diente.

—¿Qué pasa si no les dejan en paz?

—Si no «los» dejan en paz, iletrado. Si se siguen alimentando, el mortal acaba literalmente consumido. Se va sumergiendo en una especie de ensoñación. Es bastante usual que les de un ataque cardiaco durante el acto sexual.

—Sexo letal —dije—. Literalmente.

—Para morirse —confirmó Bob.

Entonces se me ocurrió una idea extraña que me inquietó mucho más de lo que habría deseado.

—¿Y si el vampiro no quisiera alimentarse de alguien?

—Lo que quiera da igual —dijo Bob—. Se alimentan por instinto. Es su naturaleza.

—Así que si un vampiro está con alguien —dije—, al final lo acaba matando.

—Antes o después —dijo Bob—. Sí, siempre.

Negué con la cabeza.

—Lo tendré en cuenta —dije—. Aunque es difícil mantener la guardia con Thomas. Es tan… bueno, si fuera humano no me importaría invitarlo a una cerveza de vez en cuando.

La voz de Bob adquirió un tono más serio.

—Quizá sea un gran tío, Harry, pero eso no cambia el hecho de que no siempre tiene control sobre su poder, o su Hambre. No creo que pueda dejar en paz a esa novia tan guapa que tiene. Ni tampoco que pueda dejar de alimentarse de ella. —Bob hizo una pausa—. Aunque quisiera, claro. Porque está muy buena. ¿Quién no querría hincarle el diente a Justine de vez en cuando? ¿Verdad?

—Céntrate —gruñí—. Tú busca el escondite de Mavra. Yo volveré del trabajo antes del anochecer, si puedo.

Bob suspiró, soñador.

—Unos tanto y otros tan poco. Genosa siempre contrata a las chicas más guapas. Montones y montones de chicas guapas. Yo deambularé por las calles, buscando a las espeluznantes criaturas de la noche, mientras tú estarás junto a unos bellezones en bolas sin perder detalle de lo que hacen. Qué cosas tiene la vida.

Sentí como me sonrojaba.

—Échale un ojo al perro. Tienes mi permiso para llevarte a Mister a dar una vuelta por la ciudad después de que haya salido el sol. Vuelve al anochecer.

—Eso haré —dijo Bob—. Harry, Harry, Harry. Qué no daría yo por estar en tu pellejo esta semana…

Semejante declaración demuestra que una cara bonita puede hacer que incluso un espíritu de intelecto sin cuerpo alcance cotas insospechadas de estupidez.