Capítulo 29
Murphy sacó una bolsa de deporte del coche y luego me siguió hasta la camioneta de Ebenezar. Se detuvo a unos seis metros y dijo:
—Estarás de coña…
—Venga —dije—. ¿Quieres aparecer con tu propio vehículo en un lugar donde va a ver lío? Seguro que a los coches patrulla les haría mucha ilusión. Adentro.
—¿Con qué funciona, con carbón?
Ebenezar sacó su calva por la ventanilla con cara de pocos amigos.
—Ni idea, yo lo dejo suelto para que cace su comida.
—Murph —les presenté—, este es Ebenezar McCoy. Ebenezar, esta es Karrin Murphy.
—Oye —dijo Ebenezar mirándola con el ceño fruncido—, tengo entendido que se lo has hecho pasar mal al chico.
Murphy lo miró molesta.
—¿Quién eres tú?
—Mi maestro —dije en voz baja—. Un amigo.
Murphy me miró y luego apretó los labios. No se le escapó la escopeta en la parte trasera del vehículo.
—¿Vienes para ayudar?
—Mientras no me consideres demasiado viejo —dijo alargando las palabras con bastante sarcasmo.
—¿Tienes permiso de conducir? ¿Has conducido por Chicago últimamente?
El viejo mago la miró con el gesto torcido.
—Lo que yo pensaba —dijo Murphy—. Aparta.
—¿Qué? —soltó Ebenezar.
Suspiré.
—Mejor deje que conduzca ella, señor —le pedí—. Tenemos prisa.
La bolsa de deporte de Murphy cayó al suelo y ella me miró con la boca abierta.
—¿Qué? —pregunté.
—¿Señor? —dijo incrédula.
La miré molesto y agaché la cabeza.
Murphy recogió la bolsa, respiró hondo un par de veces y dijo con su tono más profesionalmente amable:
—Si no le importa, señor McCoy. Yo conozco mejor las calles y hay vidas en juego.
El ceño fruncido de Ebenezar había dejado paso a una media sonrisa, pero dijo:
—¡Bah, de todas formas ya no veo ni las señales de tráfico! —Abrió la puerta y se deslizó a un lado—. Entra, entra. Venga, Hoss, no hay tiempo que perder.
Murphy no llegó a colocar su sirena magnética de policía en el techo de la camioneta, pero nos llevó a un aparcamiento cercano a la guarida de Mavra a toda pastilla. Conocía las calles del viejo centro tan bien como el que más, y nimiedades como semáforos en rojo, calles de un solo sentido, y prioridad de paso no parecían influir en su conducción. La vieja camioneta de Ebenezar se mantuvo a la altura, aunque yo me di con la cabeza en el techo un par de veces.
Le conté a Murphy lo que había descubierto sobre la guarida de los vampiros durante el trayecto.
Murphy negó con la cabeza.
—Mierda. No es lo que esperaba. No pensé que se escondieran en un lugar tan frecuentado.
—Ni yo —dije—. Pero eso solo significa que tenemos que actuar antes. Cuanto más tiempo estén allí los vampiros, más rehenes acabarán desangrados y mayor será el riesgo de que a uno de sus renfields se le crucen los cables y tirotee a cualquiera con un rifle de asalto.
—Rifles de asalto —dijo Murphy—. Y rehenes. Dios, Harry, podrían morir civiles.
—Nada de «podrían», ya están muriendo —repuse—. Hay al menos tres cadáveres. Y con los renfields es solo cuestión de tiempo.
—¿Y si esto es un error? —preguntó Murphy—. ¿De verdad esperas que dispare contra personas que quizá estén muertas o quizá no? Mi obligación es proteger a las personas, no sacrificarlas.
Los dientes me castañetearon cuando pasamos por encima de un profundo bache.
—Estamos hablando de la Corte Negra. Matan y lo hacen con bastante frecuencia. No solo eso, sino que además pueden propagar su especie más rápidamente que ningún otro vampiro. Si dejamos que aniden sin problemas, dentro de unos días podríamos tener a docenas allí abajo. En dos semanas serían cientos. Hay que hacer algo y pronto.
Murphy negó con la cabeza.
—Pero eso no implica que tengamos que ir en plan héroe de cómic. Harry, dame tres horas para construir un caso y tendré a todos los polis y todos los equipos SWAT disponibles a trescientos kilómetros a la redonda dispuestos a tomar ese nido.
—¿Y qué les vas a decir exactamente? —pregunté—. ¿Qué el sótano está lleno de vampiros? Creo que con eso no los convencerás y tú lo sabes. Y si entran sin saber a qué se enfrentan, los que morirán serán los policías.
—Y si entramos solo nosotros, ¿qué? —preguntó Murphy—. ¿Qué hacemos? ¿Echamos la puerta abajo, disparamos a todo lo que se mueva y luego hacemos como los van helsings voladores? Un ataque directo a un objetivo sobre aviso es una de las maneras más fáciles de diñarla.
—Pues habrá que pensar algo —dije—. Tracemos un plan.
Murphy me lanzó una mirada por encima de Ebenezar que, evidentemente, había decidido mantenerse al margen.
—¿No como el de las bolitas del Wal Mart, espero?
—Te lo diré cuando lo sepa. Quizá Kincaid tenga algo en mente.
—Sí —dijo Murphy sin mucha esperanza—. Quizá. Ya está. Aquí es donde nos espera Kincaid.
No era un barrio agradable. La ciudad llevaba inmersa en proyectos de remodelación urbana varias décadas, pero la mayor parte del dinero se había empleado para recuperar zonas más infames y conocidas como Cabrini Green. Entonces, otros barrios de los alrededores se fueron degradando poco a poco y ocuparon su lugar. El suburbio había muerto. Que viva el suburbio.
Había estado en peores sitios, aunque no en muchos. Edificios altos y estrechas avenidas ocultaban la luz del sol. La mayoría de las ventanas por debajo de la tercera o cuarta planta parecían selladas con tableros. Los comercios a nivel de la calle estaban abandonados, los desagües atorados con basura y otros detritus urbanos, y casi todas las farolas fundidas. Por todas partes había pintadas y símbolos de bandas. Olía a moho, basura y humo de coches. Los residentes de aquella zona se movían con resolución, confianza y miradas inexpresivas, indicando con todo su cuerpo que no eran buenos objetivos para atracos o agresiones.
Descubrí a los diez segundos de estar allí una especie de narcosala improvisada. Un poco más allá, el esqueleto carbonizado de un coche abandonado al que desmontaron antes de prender fuego. Tenía la sensación de que Murphy era la primera poli que visitaba aquel lugar en las últimas semanas.
Pero allí faltaba algo.
Mendigos, transeúntes, vagabundos, borrachos indigentes, mujeres con toda su vida en un carrito… Incluso a plena luz del día debería haber alguno recogiendo latas, pidiendo limosna o dando tumbos con una botella en la mano oculta dentro de una bolsa de papel.
Pero nada. Todo el mundo que se movía iba de un lado a otro, sin interactuar con su entorno.
—¿No os parece esto muy tranquilo? —preguntó Murphy algo tensa.
—Sí —confirmé.
—Han estado matando —dijo casi escupiendo las palabras.
—Puede que sí, puede que no —repuso Ebenezar.
Asentí.
—Aquí hay energías oscuras. La gente lo nota, aunque no sepan de qué se trata. Tú también lo has percibido.
—¿A qué te refieres?
Me encogí de hombros.
—Es la presencia de la magia negra. Te pone nerviosa y malhumorada. Si te concentraras, te calmaras e intentaras detectarla, la podrías sentir. Deja una especie de mancha a su paso.
—Apesta —apostilló Ebenezar.
—¿Y qué tiene que ver eso con que no haya gente de la calle? —preguntó Murphy.
—Llevas aquí tres minutos y la energía ya te incomoda. Imagina vivir con ella. Tener un poco más de miedo cada día. Estar cada vez más enfadado. Más desmoralizado. La gente acaba tan harta que se marcha, aunque no entiendan bien por qué. A largo plazo este tipo de energía crea su propio erial.
—¿Quieres decir que los vampiros llevan aquí ya un tiempo? —preguntó.
—A juzgar por los efectos, al menos varios días —dije asintiendo con la cabeza.
—Yo diría que unas dos semanas —gruñó Ebenezar con seguridad—. Quizá tres.
—¡Dios! —dijo Murphy con un escalofrío—. ¡Qué horror!
—Sí. Si llevan aquí tanto tiempo, significa que Mavra tiene algo en mente.
Murphy frunció el ceño.
—¿Quieres decir que ese vampiro primero se estableció aquí, y después decidió cuándo quería que supieras de su presencia? Esto podría ser una trampa.
—Es posible. Paranoico, pero posible.
Su boca se convirtió en una fina línea.
—Eso se te olvidó mencionarlo en el desayuno.
—Nos vamos a enfrentar a unos muertos vivientes, Murph. En estos casos hay que esperar siempre lo peor.
—Ni se te ocurra hablarme con ese tono condescendiente.
Negué con la cabeza.
—No, perdona. ¿Dónde está Kincaid?
—En el nivel dos del aparcamiento —dijo Murphy.
—Para en el primer nivel —le ordené.
—¿Por qué?
—No sabe nada de Ebenezar y no quiero asustarlo. Subiremos al segundo nivel caminando.
Ebenezar asintió y dijo:
—Buena idea, Hoss. Un buen mercenario puede ser a veces muy picajoso. Os daré un minuto, luego entraré con la camioneta.
Murphy detuvo el vehículo y nos bajamos. Esperé hasta que estuvimos a varios metros de la camioneta y luego en voz baja dije:
—Lo sé. Tienes miedo.
Murphy me miró molesta. Iba a negarlo, pero se lo pensó mejor, se encogió de hombros y dijo:
—Un poco.
—Y yo. Es normal.
—Creía que lo había superado —murmuró entre dientes—. O sea, ya no tengo terrores nocturnos. Vuelvo a dormir bien. Pero no es como antes, Harry. Antes pasaba miedo, pero al mismo tiempo me servía de estímulo. Antes habría querido hacer esto. Ahora no. Tengo tanto miedo que estoy a punto de vomitar. Y lo odio.
—Tienes miedo porque has aprendido muchas cosas —le dije—. Ahora sabes contra qué nos enfrentamos. Sabes lo que podría pasar. Serías idiota si no tuvieras miedo. Yo no querría conmigo a nadie que no tuviera el sentido común de estar al menos preocupado.
Asintió con la cabeza, pero preguntó:
—¿Y si me quedo paralizada otra vez?
—Eso no ocurrirá.
—Pero podría pasar.
—No pasará —dije.
—¿Estás seguro?
Le guiñé un ojo e hice girar mi bastón con una mano.
—Sí, porque si no, no apostaría mi vida en ello. Confío en ti, Murph, así que respira hondo y al lío.
Asintió con expresión pensativa.
—No hay nada que nosotros podamos hacer para detener a esas cosas.
Y con «nosotros» se refería a la policía.
—No, no sin que mueran un montón de polis.
—La gente que está con los vampiros, esos renfields. Tendremos que matar a algunos, ¿verdad?
—Probablemente —admití bajando la voz.
—Pero no es culpa suya que les hayan lavado el cerebro.
—Ya lo sé. Haremos todo lo posible para no matarlos, pero por lo que sé de ellos, su estado es tal que no creo que nos dejen muchas opciones.
—¿Recuerdas al agente Wilson? —preguntó Murphy.
—El federal al que me quitaste de encima.
La expresión de Murphy cambió, pero no llegó a torcer el gesto.
—Sí. Pasó por encima de la ley para dar su merecido a los que estaban fuera de su alcance y ahora nosotros estamos haciendo lo mismo.
—No, no estoy de acuerdo —dije.
—¿No? ¿Por qué no?
—Porque no estamos hablando de personas.
Murphy frunció el ceño.
Medité un momento.
—Y aunque lo fueran, asumiendo que fueran igualmente peligrosos e intocables, ¿cambiaría eso algo?
—No lo sé —dijo—. Eso es lo que me da miedo.
Desde que la conocía, Murphy siempre había respetado la ley. Tenía las cosas muy claras cuando se trataba de distinguir entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, pero su prioridad siempre era la ley. Creía en ella, pensaba que era la mejor forma de proteger a sus congéneres. Confiaba en el poder de la ley, que, aunque imperfecto, era absoluto, casi sagrado. Era algo que tenía arraigado en el alma, una pieza clave de su fortaleza.
Pero su experiencia con las fuerzas oscuras le había enseñado que la ley era ciega y sorda a algunas de las cosas más espeluznantes del mundo. Había visto seres que se movían en las sombras y que pervertían el propósito de la ley al utilizarla como arma contra las personas a las que debía proteger. Aquella fe suya ya no era tan inquebrantable, si no, ni siquiera habría considerado la posibilidad de traspasar los límites de su autoridad. Y ella lo sabía.
Esa certeza se había cobrado un precio. En sus ojos no había lágrimas, pero yo sabía que estaban ahí, por dentro, llorando por la muerte de su fe.
—Ya no sé qué es lo correcto —dijo.
—Yo tampoco —repliqué—. Pero alguien tiene que actuar. Y por aquí solo estamos nosotros. Tenemos dos opciones, o hacemos algo al respecto o no lo hacemos y ya tendremos tiempo de lamentarnos cuando vayamos de funeral en funeral.
—Sí —dijo Murphy. Respiró hondo, profundamente—. Supongo que necesitaba escuchar esas palabras en alto. —Una pequeña, pero brillante luz iluminó sus ojos—. Vamos. Estoy lista.
—Murph —dije.
Inclinó la cabeza y me miró. De repente sentí los labios muy secos.
—El vestido te sienta bien.
Sus ojos brillaron.
—¿De verdad?
—Sí.
Nos miramos a los ojos, pero yo desvié la mirada cuando la intensidad del momento me hizo sentir incómodo. Murphy dejó escapar una risa callada y tranquila y me acarició la mejilla. Sus dedos estaban calientes, su tacto era suave y delicado.
—Gracias, Harry.
Llegamos al segundo nivel del aparcamiento juntos, caminando con paso decidido. No había luces. En la profundidad de las sombras pude distinguir dos camionetas aparcadas juntas. La primera era una vieja tartana medio fosilizada que probablemente databa de cuando la gente pensaba que era una tontería producir minifurgonetas. Una cruz roja dibujada en la puerta del conductor delataba su identidad.
La segunda era una furgoneta blanca de alquiler. Nos acercamos y Kincaid deslizó la puerta. No podía verlo bien en aquella oscuridad.
—No habéis tardado tanto —dijo—. Camináis rápido.
—El conductor ya está aquí —le informé—. Aparecerá dentro de un minuto en una vieja camioneta Ford. Pero quería que lo supieras antes.
Kincaid miró la rampa y asintió.
—Vale. ¿Qué sabemos?
Se lo conté. Lo asimiló sin decir ni una palabra, miró el plano que Bob me había dibujado y dijo:
—Es un suicidio.
—¿Qué? —pregunté.
Kincaid se encogió de hombros.
—Como entremos allí por las buenas, nos van a achicharrar a medio metro de la puerta.
—Yo ya se lo he dicho —apostilló Murphy.
—Pues habré que trazar un plan —dije—. ¿Alguna sugerencia?
—Volar el edificio —dijo Kincaid sin alzar la vista—. Suele funcionar con los vampiros. Luego rociamos los restos con gasolina y le prendemos fuego. Después lo hacemos volar otra vez.
—Para próximas ocasiones, yo esperaba una sugerencia que no me recordara al Loco Harry, la marioneta esa empeñada en hacer saltar todo por los aires.
—Vale —dijo Kincaid.
Eché un vistazo a la camioneta.
—Eh, ¿dónde están los de la Cruz Roja?
—Los maté y los descuarticé —repuso Kincaid.
Lo miré sin decir nada.
Kincaid aguantó mi mirada durante un segundo.
—Era broma.
—¡Ah! —dije—. Perdona. Bueno, ¿dónde están?
—Se han ido a comer. Por alguna razón pensaron que yo era poli y que si entraban en el albergue obstaculizarían mi trabajo. Les di un billete de cien y les dije que se pillaran algo de comer.
—¿Te creyeron? —pregunté.
—Creo que piensan que tengo una placa.
Murphy miró a Kincaid.
—Eso es ilegal en esta ciudad.
Kincaid se dio la vuelta para buscar algo en la furgoneta.
—Perdona si he herido su sensibilidad, teniente. La próxima vez les diré que pasen y dejaré que los maten. Los cien los añadiré a la factura, Dresden. —Una chaqueta oscura con el logotipo de la Cruz Roja en un hombro salió volando de la furgoneta y le dio a Murphy en el pecho. La cogió y un segundo después atrapó la gorra de béisbol haciendo juego—. Póntelo —dijo Kincaid—. Con esto podremos acercarnos lo bastante para caer sobre ellos. Puede que incluso nos quitemos de en medio a algunos de sus secuaces.
—¿De dónde has sacado esto? —pregunté.
Kincaid sacó la cabeza de la furgoneta lo justo para arquear una ceja.
—Los encontré por ahí.
—Kincaid —dijo Murphy—. Dame las llaves de la camioneta de la Cruz Roja.
—¿Por qué?
—Para cambiarme —dijo Murphy un poco tensa.
Kincaid negó con la cabeza.
—No tienes nada que no hayamos visto antes, teniente —dijo. Después de un segundo, me miró y añadió—: A no ser que tú no…
—Sí —dije apretando los dientes—. Yo también he visto algo parecido. Hace ya un tiempo, pero aún lo recuerdo vagamente.
—Bueno, no estaba seguro —dijo Kincaid.
—Dale las puñeteras llaves.
—Sí, señorito Dresden —dijo lacónico y tiró un llavero con solo dos llaves a Murphy. Lo cogió, dejó escapar una especie de gruñido, y caminó hacia la furgoneta de la Cruz Roja. Abrió la puerta y entró.
—No está mal —dijo Kincaid, lo bastante bajo para que Murphy no le oyera. Siguió trajinando en la furgoneta. Al parecer no echaba en falta la luz—. Vaya con el vestido. Quiero decir que ahora sí se nota que es una mujer.
—Cállate, Kincaid.
Casi escuché su sonrisa lobuna, aunque no pudiera verle la cara.
—Sí, señorito. Bueno, ahora no mires. Me estoy vistiendo y me sonrojo con facilidad.
—Chúpamela, Kincaid —gruñí.
—¿No me debes ya suficiente pasta? —Oí como se movía por el interior del vehículo—. ¿Se te ha ocurrido cómo bloquear la magia de Mavra?
—Sí —respondí. La camioneta de Ebenezar crujió con el cambio de marcha—. Nuestro conductor se encargará.
—¿Seguro que podrá?
—Sí —dije—. Aquí viene.
Kincaid salió de la furgoneta con pistolas en todos los compartimentos de la armadura negra y a prueba de balas que se había puesto y que parecía una o dos generaciones más avanzada que el equipamiento más moderno de la policía. Tenía un juego de revólveres enormes, un par de esas metralletas pequeñas, pero letales que disparan tan rápido que suenan como una sierra de cinta y un puñado de automáticas. Llevaba un par de cada, supongo que porque después de aquello, tenía una audición para el papel protagonista en una peli de John Woo.
Kincaid se puso otra chaqueta de la Cruz Roja para intentar ocultar todo aquel arsenal y luego se colocó una gorra a juego, como la que le dio a Murphy. Observó como se acercaba la camioneta de Ebenezar y dijo:
—¿Y ese tío quién es?
Justo entonces la camioneta de Ebenezar avanzó hacia nosotros y nos deslumbró con los faros hasta que se detuvo.
—Bueno, Hoss —comenzó a decir Ebenezar desde la ventanilla abierta—, ¿y quién es el mercenario ese?
El viejo y el mercenario se vieron y se miraron fijamente a unos dos metros o dos metros y medio. El tiempo se detuvo en uno de esos instantes congelados, cristalizados.
Y entonces los dos echaron mano de sus armas.