Capítulo 18
Pensé en hablar con Arturo antes de irme, pero al final decidí no hacerlo. Thomas e Inari estaban heridos, y cuanto antes recibieran atención médica mejor. Además, Uniorejo había dejado que sus esbirros se inmolaran para escapar. Y si tenía alguna forma misteriosa de comunicarse con Mavra, o un teléfono móvil, puede que su jefa ya estuviera de camino con refuerzos.
Uniorejo aún era bastante nuevo dentro del mundo de los vampiros, sus dos compinches eran prácticamente unos bebés y aun así, casi acaban con nosotros. Mavra estaba a otro nivel. Llevaba siglos matando. Los humanos llevaron a la Corte Negra al borde de la extinción, pero sobrevivieron algunos vampiros, los más listos, fuertes y letales. Uniorejo era bastante peligroso, pero si Mavra nos sorprendía, acabaría con nosotros.
Corrí a por el Escarabajo azul que había dejado aparcado cerca del estudio de Arturo. No tardé mucho, estaba a solo un par de manzanas de allí. Entré en el edificio, solo me vio un par de personas a las que ignoré al cruzar las puertas del estudio. Cogí mi mochila, al cachorro dormido, mi abrigo, y rebusqué en los bolsillos hasta que encontré las llaves. Me lo llevé todo y salí hacia el coche.
Obligué al Escarabajo a volver a la vida y desdibujé las líneas de gravilla con toda la velocidad que su pequeño motor podía alcanzar. El único faro del Escarabajo alumbró a Lara, que llevaba a Thomas sobre los hombros, estilo bombero. Se había quitado el vestidito negro y había hecho con él un improvisado cabestrillo para Inari, que avanzaba dando tumbos detrás de su hermana mayor.
Abrí las puertas, la ayudé a bajar a Thomas y a dejarlo en la parte de atrás del Escarabajo. Lara se quedó mirando por un momento el interior de mi coche. No parecía que le gustara su estilo minimalista y parcheado.
—No hay asiento atrás —observó.
—Por eso he puesto la manta —contesté—. Sube. ¿Cómo está?
—Vivo, de momento —dijo Lara—. Respira, pero no le quedan reservas. Necesitará renovarlas.
Me detuve y la miré.
—Querrás decir que necesita alimentarse de alguien.
Sus ojos se volvieron hacia Inari, pero la chica estaba muy ocupada procurando mantenerse en posición vertical a pesar del dolor, y probablemente no habría oído ni el despegue de un transbordador espacial. De todas formas Lara bajó la voz.
—Sí, y a fondo.
—Maldita sea —rezongué. Abrí la puerta a Inari y la ayudé a sentarse en el asiento del acompañante, le abroché el cinturón y dejé al cachorro en su regazo. Ella lo agarró con el brazo sano, entre sollozos.
Saqué al Escarabajo del polígono industrial a toda pastilla. Tras unos primeros momentos de conducción temeraria, comencé a relajarme. Me mantuve alerta, pero no percibí que nos siguiera nadie. Puse en práctica algunos trucos para perder a un posible perseguidor, por si las moscas, y por fin pude hablar.
—Os llevaré a mi casa —le dije a Lara.
—¿No pensarás que el sótano de una antigua pensión es un escondite seguro?
—¿Cómo sabes dónde vivo? —pregunté.
—Oí el informe de la Corte sobre la vulnerabilidad de tu casa —contestó mientras descartaba la idea con un despreocupado movimiento de mano.
La sola idea de que alguien hubiera evaluado la seguridad de mi apartamento me parecía aterradora. Pero preferí ocultar mis sentimientos.
—Pues a mí me ha mantenido con vida hasta la fecha. En cuanto lleguemos, nos protegeremos tras mis potentes defensas. No podremos salir, pero estaremos seguros hasta el amanecer.
—Como quieras, pero si no se alimenta, Thomas morirá dentro de una hora.
Solté un taco.
—Además, Mavra sabe dónde vives, Dresden. Seguro que ya tendrá a alguien emboscado cerca de tu apartamento.
—Cierto —admití—. ¿Pues adónde vamos entonces?
—A la casa de mi familia.
—¿Vivís todos en Chicago?
—Claro que no —dijo Lara con voz cansada—. Pero tenemos casas en varias ciudades de todo el mundo. Thomas lleva unos dos o tres años residiendo con cierta regularidad en Chicago, entre vacaciones y vacaciones. Justine está en la casa, esperándolo.
—A Inari tiene que verla un médico.
—Tengo uno —dijo. Luego añadió—: En la reserva.
La miré por el retrovisor durante un momento (aquel espejo jamás había reflejado nada tan bonito) y luego me encogí de hombros.
—¿Por dónde se va?
—Está al norte, junto al lago —me indicó—. Lo siento, no sé los nombres de las calles. Gira a la derecha en el siguiente semáforo.
Lara me fue indicando y yo seguí sus instrucciones sin olvidar que aquello no debería convertirse en una costumbre. Tardamos más de media hora en llegar a una de esas lujosas urbanizaciones que suelen surgir junto a cualquier masa de agua de mediana extensión. He visto construcciones parecidas durante el curso de mis investigaciones, pero la zona a la que me llevó Lara era más elegante y suntuosa que cualquiera de las que había visto nunca.
La casa frente a la que nos detuvimos tenía varias alas, varias plantas y un par de torreones. Debía de haber costado varios centenares de millones y habría quedado fenomenal como cuartel general del malo en una peli de James Bond. La mansión estaba rodeada de viejos árboles y el cuidado jardín tenía el aspecto de un idílico bosque de colinas verdes y setos de hermosas formas, adornados con enredaderas y hojas otoñales. Había pequeños espacios de luz aquí y allí, rodeados de su propia nube de niebla vespertina.
Avanzamos por aquel pequeño Sherwood durante casi un kilómetro y yo empecé a ponerme nervioso. Si algo intentaba matarme, estaría demasiado lejos de la carretera para buscar ayuda. O para pedirla a gritos. Agité la mano para escuchar el tintineo de los escuditos de plata de mi brazalete y me aseguré de que estuviera listo para entrar en acción en cualquier momento.
Vi por el espejo retrovisor como los pálidos ojos grises de Lara me observaban antes de decir:
—Dresden, tú y mi hermano no tenéis nada que temer de mí esta noche. Respetaré nuestro trato y disfrutaréis del derecho de invitados mientras estéis en la casa de mi familia. Lo juro.
Fruncí el ceño y no me atreví a mirarla a los ojos, ni siquiera a través del espejo. No hacía falta. Había algo en su voz que pude reconocer. Lo llamo el anillo de la verdad.
La única ventaja de vértelas con enemigos sobrenaturales es que todos aceptan y respetan el código de honor del Viejo Mundo. Un juramento y las obligaciones que conlleva la hospitalidad son más coercitivos que la amenaza de la fuerza bruta. Lo que Lara me había ofrecido significaba que no solo no intentaría hacerme daño, sino que además estaría obligada a protegerme en caso de que alguien me atacara. Si no cumplía con su deber como anfitriona, incurriría en un terrible desprestigio una vez que se corriera la voz.
Pero por lo que sabía, Lara no era la que tomaba las decisiones en la Casa Raith. Si alguien por encima de ella en la cadena alimenticia familiar, por ejemplo, papi Raith, pensaba que podría salirse con la suya sin que nadie se enterara, quizá decidiera sustraerme de la vieja ecuación de la vida. Era un riesgo real, y no me apetecía correrlo.
El último vampiro que me ofreció su hospitalidad fue una tal Bianca y me drogó, casi me mató, me manipuló para que comenzara una guerra (que después me obligó a aceptar un caso peligrosísimo que me ofreció la reina de las hadas), e intentó convertirme en la comida de su adquisición vampírica más reciente, mi ex novia Susan. No había razón para creer que Lara no fuera capaz de traicionarme de la misma manera.
Desgraciadamente, no se podía decir que tuviera muchas más opciones. No tenía ni idea de cómo ayudar a Thomas y mi apartamento era el único lugar de la ciudad donde yo estaría a salvo. Si me largaba de allí, era probable que Thomas no sobreviviera. Lo único que tenía era la intuición de que Lara respetaría nuestro acuerdo. Dos segundos después de que terminara la tregua, remataría lo que había empezado, seguro, pero mientras tanto, estaríamos bien.
Una vocecita paranoica dentro de mí me recordó que Lara tiene la capacidad de mostrar mayor o menor sinceridad, y que eso debería mantenerme alerta. Su aspecto casi humano era lo que convertía a los vampiros de la Corte Blanca en seres tan peligrosos. Jamás se me ocurrió pensar que quizá Bianca fuera una buena persona debajo de aquel monstruo sediento de sangre. Sabía que no era humana y jamás bajé la guardia durante todo el tiempo que traté con ella.
Con Lara ocurría como con Thomas, no tenía la sensación de estar ante una criatura sobrenatural. Pero debía tener siempre en mente que estaban cortados por el mismo patrón. Eran seres mentirosos. Tenía que ser paranoico, que en este caso podría equipararse a ser listo. No podía permitirme el lujo de confiar en Lara si quería evitar la secuela del clásico «Harry casi muere por ser un panoli caballeroso».
Me prometí a mí mismo que a la más mínima sospecha saldría de aquella casa a través de la pared más cercana, incinerando antes y preguntando después. No sería la huida más sutil del mundo, pero seguro que los Raith podían pagar los desperfectos. Me pregunté si los vampiros tendrían problemas en conseguir un seguro multirriesgo del hogar.
Conduje el Escarabajo hasta la curva de la entrada del Cháteau Raith. El motor vibró, tosió y finalmente murió antes de que yo lo apagara. Ante nosotros aparecieron dos gárgolas de piedra con pinta de malvadas, de algo más de un metro de altura, y tras ellas un camino que se adentraba en una rosaleda donde la tierra estaba cubierta por gravilla de color blanco inmaculado.
Los rosales eran viejos, algunos tenían unos troncos tan gruesos como mi pulgar. Sus ramas formaban una maraña por todo el jardín y alrededor de las patas de las gárgolas. La iluminación era suave, en tonos azules y verdosos, y hacía que las rosas parecieran negras. Alrededor de las ramas crecían gruesas hojas, pero también pude ver los puntiagudos extremos de unas espinas más grandes de lo normal. Su ligero y embriagador perfume impregnaba el aire.
—Ayuda a Inari —me indicó Lara—. Yo me encargo de Thomas.
—Como fuiste tú quien le disparó, creo que será mejor que yo lleve a Thomas —aduje—. Tú ayuda a Inari.
Apretó ligeramente los labios, pero asintió con la cabeza.
—Como quieras.
Pues claro que como yo quiera.
Lara se inclinó para sacar a Inari del coche, pero antes de que pudiera tocar a la chica, el cachorro de la oreja mellada se despertó de golpe y comenzó a ladrar y gruñir con furia chillona. Lara apartó la mano y frunció el ceño ante aquella contrariedad.
—¿Qué le pasa a tu animal?
Suspiré, me puse el abrigo de cuero y rodeé el coche hasta el asiento del acompañante.
—Que no es mío. —Cogí al psicópata en miniatura y lo metí en uno de mis bolsillos. Se revolvió allí dentro durante un minuto y luego consiguió asomar la cabeza. El cachorro miró a Lara fijamente sin dejar de gruñir—. Ya está. Ahora la bestia no puede hacerte daño.
Lara me lanzó una mirada de perdonavidas y ayudó a Inari a ponerse en pie. Después me echó una mano para sacar a Thomas del coche con el mayor cuidado posible. Su cuerpo estaba laxo y frío, sus ojos completamente blancos, pero pude escuchar su trabajosa respiración. Como no conocía la gravedad de las heridas de su torso, no me quise arriesgar a llevarlo bocabajo sobre mis hombros, así que coloqué un brazo debajo de sus omóplatos, el otro bajo sus muslos y lo alcé como si fuera un bebé. Pesaba bastante. Los hombros comenzaron a dolerme y los oídos a pitar con un tono sordo y agudo.
Me sentí mareado por unos instantes, pero me libré de esa sensación con un esfuerzo de voluntad. No podía mostrar ninguna debilidad en aquel momento.
Seguí a Lara y a Inari por el camino hasta la casa. Lara pulsó un botón en un pequeño panel de plástico junto a la puerta y pronunció en voz alta:
—Lara Raith. —Se produjo un pesado y metálico clic-clac y una de las puertas se abrió lentamente.
Justo entonces las luces de otro coche nos iluminaron. Una limusina blanca apareció junto al Escarabajo azul en la entrada y se detuvo. Un momento después, un coche blanco aparcaba detrás de la limusina.
La limusina la conducía una mujer de más de uno ochenta de altura, vestida con un uniforme gris. Llevaba el pelo hacia atrás, recogido en una trenza, y pintalabios de color rojo oscuro. Un hombre alto y musculoso, con un traje de seda gris salió del lado del acompañante de la limusina. Me pareció ver la funda de una pistola pegada a su costado mientras se colocaba bien la chaqueta. Miró a su alrededor abarcándolo todo: nosotros en la puerta, el camino, el jardín, los árboles, el tejado de la casa… Estaba comprobando posibles líneas de fuego. Era un guardaespaldas.
Al mismo tiempo, otro hombre y otra mujer salieron del coche blanco. Al principio creí que eran las mismas dos personas. Los miré atónito. El hombre era igual al guardaespaldas, pero la segunda mujer llevaba un traje gris muy parecido al del hombre que la acompañaba. Entonces lo comprendí, dos parejas de gemelos idénticos. Los cuatro parecían despiertos, competentes y peligrosos. Se colocaron alrededor de la limusina con silenciosa coordinación, como si lo hubieran hecho ya un millón de veces.
Entonces, la conductora abrió la puerta de la limusina.
El ambiente de repente se hizo más frío, como si el Todopoderoso hubiese puesto en marcha el aire acondicionado. Un hombre salió del coche. Medía alrededor de un metro ochenta, tenía el pelo oscuro y la piel pálida. Iba vestido con un traje de lino blanco, camisa de seda gris plata y zapatos de piel italianos. En el lóbulo de su oreja izquierda lucía una piedra preciosa de color rojo que quedó a la vista cuando la brisa apartó los mechones de pelo liso y negro bajo los que se ocultaba. Tenía dedos largos, espaldas anchas, los ojos de un jaguar adormecido y era aún más guapo que Thomas.
A mi lado, Lara se estremeció y la oí susurrar:
—¡Joder, no!
El recién llegado caminó hasta nosotros, muy despacio, con cautela. Los gemelos se colocaron en posición, a su lado y tras él, y entonces se me ocurrió que parecían muñecos; dos ejemplares de Barbie y Ken guardaespaldas. El hombre pálido se detuvo junto a una de las gárgolas y arrancó una rosa de uno de los rosales. Después siguió avanzando, sin ninguna prisa, mientras arrancaba las hojas y las espinas del tallo, una a una.
Cuando estuvo a poco más de un metro se detuvo, y por fin alzó la vista de la flor.
—¡Ah, Lara, cariño! —murmuró. Su voz era profunda, queda y suave como la miel caliente—. Qué agradable sorpresa encontrarte aquí.
El rostro de Lara se transformó en una máscara inexpresiva para ocultar la ansiedad que sin embargo pude sentir por la tensión de su cuerpo. Saludó con una cortés inclinación de cabeza y fijó la mirada en el suelo.
El hombre sonrió. Sus ojos, distantes y extraños, se posaron sobre el resto de nosotros.
—¿Estás bien?
—Sí, mi señor.
El recién llegado frunció los labios.
—No seas tan formal, Larita. Te he echado de menos.
Lara suspiró. Me miró a los ojos por un segundo con expresión de alarma. Luego se acercó al hombre, lo besó en la mejilla sin alzar la vista y susurró:
—Y yo a ti, padre.
¡Joder!