Capítulo 28
Algo parecido a un pequeño ejército había invadido una porción del parque Wolf Lake y lo había reclamado para sí en nombre de Dios y el clan Murphy. Los coches llenaban el pequeño aparcamiento cercano y ocupaban unos cien metros del camino más próximo en su dirección. El verano había sido generoso con la lluvia para variar, y todos los árboles del parque se habían engalanado con unos espectaculares colores otoñales tan brillantes que si los miraba directamente y entornaba los ojos hasta que mis pestañas nublaran la visión, casi parecían arder en llamas.
En el parque, había un par de carpas llenas de mesas y comida en abundancia. Una docena de personas preparaban carne en las barbacoas resguardadas del sol bajo sus lonas. Se oía música procedente de diferentes lugares, y sus ritmos se superponían unos sobre otros. Alguien debió de llevar un generador porque también tenían un televisor enorme sobre la hierba, en torno al que una docena de hombres se arremolinaba, hablando a gritos, riendo y discutiendo sobre lo que me pareció un partido de rugbi universitario.
También había un par de redes de vóleibol y otra de bádminton, y suficientes frisbees volando por los aires para volver loco a los radares de los aeropuertos locales. Un castillo hinchable y gigantesco se balanceaba ostensiblemente mientras una docena de niños saltaba dentro de él, chocando contra las paredes y entre ellos con el mismo entusiasmo. Más niños corrían en grupos por todas partes y debía de haber al menos otra docena de perros persiguiéndose alegremente y pidiendo comida a cualquiera que tuviera. El aire olía a carbón, mezquite, repelente de insectos, y vibraba con el sonido de charlas despreocupadas.
Me quedé allí parado durante un minuto, observando la reunión. Encontrar a Murphy entre doscientas personas no iba a resultar fácil. Primero intenté ser metódico y recorrí cada zona con la mirada de izquierda a derecha. No vi a Murphy, pero mientras estaba allí se me ocurrió que quizá un hombre magullado, de uno noventa, vestido con un abrigo de cuero negro y pinta bastante rara no pasaría lo que se dice desapercibido entre los asistentes al picnic Murphy. Un par de hombres, de los que estaban frente al televisor, me miraba con una intensidad que me hizo pensar que ambos pertenecían a los cuerpos de seguridad.
Otro individuo, que se paseaba con una nevera blanca de poliestireno se fijó en los dos hombres junto a la tele y siguió su mirada hasta mí. Tendría unos treinta y pocos años y mediría unos pocos centímetros más que la media. Llevaba el pelo castaño muy corto y una perilla bien arreglada. Tenía la clase de constitución que suelen desarrollar los hombres peligrosos: no era enorme, pero sí bastante musculoso, aunque de tipo fino, lo que indicaba que era un tío ágil y resistente además de fuerte. Y desde luego, policía. No me preguntes cómo lo supe, creo, que fue por la forma de caminar, por cómo se mantenía alerta ante lo que sucedía a su alrededor.
Enseguida cambió de dirección, se acercó a mí y dijo:
—Hola.
—Hola —contesté.
Su tono era francamente amistoso, pero pude detectar un toque de desconfianza.
—¿Le importa si le pregunto qué hace aquí?
No tenía tiempo para chorradas.
—Sí.
En ese momento dejó de fingir.
—Oye, colega. Esta es una reunión familiar. ¿Por qué no te vas a otra zona del parque donde no moleste tener un mirón con pinta rara?
—Es un país libre —dije—. Y este, un parque público.
—Que la familia Murphy ha reservado por un día —replicó—. Oye, estás asustando a los niños. Largo.
—¿O llamarás a la policía? —pregunté.
Dejó la nevera en el suelo y se puso en jarras delante de mí, a la distancia justa para evitar un puñetazo inesperado. Parecía relajado. Sabía lo que estaba haciendo.
—Te haré un favor y llamaré primero a una ambulancia.
A estas alturas ya habíamos llamado la atención de unos cuantos aficionados al rugbi más. Yo empezaba a sentirme lo bastante frustrado como para seguir con aquel pique, pero no tenía sentido. Supuse que los policías de la familia aquel día libraban, pero si había una pelea quizá alguien llamara a su comisaría y le informaran de la muerte de Emma. Aquella podría ser una buena forma de acabar en una celda donde sin duda moriría.
El tipo se enfrentó a mí con confianza, aunque yo le sacaba una cabeza y debía de pesar unos dieciocho o veinte kilos más. Sabía que si la cosa se ponía fea, contaba con la ayuda de una multitud.
Debe de ser una sensación agradable.
Alcé una mano en señal de capitulación.
—Ya me voy, pero antes tengo que hablar un momento con Karrin Murphy. Es un asunto de trabajo.
Su expresión se resquebrajó ante la sorpresa que disimuló rápidamente.
—¡Ah! —Miró a su alrededor—. Está allí —dijo—. Es el árbitro del partido de fútbol.
—Gracias.
—De nada —contestó—. Oye, no te mataría ser un poco más educado.
—Para qué arriesgarme —murmuré al tiempo que le daba la espalda y me encaminaba hacia el improvisado campo de fútbol. Allí había un grupo de chavales, demasiado grandes para los columpios y demasiado jóvenes para considerarlos adolescentes, que jugaban con lo que se podría llamar, siendo bastante benevolentes, mucho entusiasmo, mientras unas mujeres que supongo serían sus madres, los observaban. Pero no vi a Murphy.
Me dispuse a dar media vuelta y a comenzar a buscar otra vez. A ese paso acabaría preguntando a alguien.
—¿Harry? —la voz de Murphy me llegó desde atrás.
Me di la vuelta y la miré con la boca abierta. Tuve suerte de que ninguno de los chavales me pegara un balonazo en la campanilla, que ahora estaba a plena vista. Tardé un minuto en balbucir:
—Llevas un vestido.
Me miró molesta. Murphy no sería considerada por nadie como esbelta o delgada, pero tenía la constitución de una gimnasta: dura, flexible y fuerte. En general, medir metro y medio, pesar poco más de cuarenta kilos y ser mujer no habían hecho que su vida profesional fuera precisamente un paseo, y a eso había que añadir su puesto al frente de Investigaciones Especiales, un destino que para su carrera equivalía a un exilio a la Bastilla, o a que la dejaran abandonada para que se la comieran las hormigas.
Murphy había logrado destacar en su nuevo trabajo, para desesperación de aquellos que la mandaron allí. En parte, porque contaba con los servicios del único mago profesional de Chicago. Pero también porque era muy buena en su trabajo. Era capaz de inspirar lealtad, sabía valorar y sacar partido de las habilidades de sus agentes y mantenerlos a todos unidos en momentos realmente aterradores, con mi ayuda o sin ella. Era lista, dura, decidida y todo lo que debería ser un jefe de policía ideal.
Salvo hombre. Y su profesión seguía siendo cosa de hombres.
Como resultado, Murphy había intentado adaptarse al ambiente masculino. Había ganado varios premios como tiradora, había participado en numerosos campeonatos de artes marciales y seguía entrenándose sin descanso, generalmente con, entre o cerca de policías. Todos en el departamento sabían que Murphy era muy capaz de zurrar la badana a cualquier engendro del mal en un enfrentamiento mano a mano, y cualquiera que hubiera sobrevivido a una pelea con un hombre lobo jamás pondría en tela de juicio su destreza con las armas de fuego ni su valor. Pero estamos hablando de Murphy, y ella no admite medias tintas. Llevaba el pelo más corto de lo que le gustaba, casi nunca se ponía maquillaje ni ningún adorno. Vestía de modo cómodo, que no desaliñado, pero siempre funcional y práctico, y nunca, jamás, se ponía vestidos.
El de hoy era largo hasta los pies y amarillo. Tenía un estampado floral. Me pareció muy bonito y completamente… inapropiado. Fuera de lugar. Murphy con un vestido. El mundo se me puso patas arriba.
—Detesto estas cosas —se quejó. Bajó la mirada y se sacudió la falda, moviendo la tela ligeramente hacia delante y atrás—. Jamás me gustaron.
—Vaya, hum, ¿y por qué lo llevas?
—Me lo ha hecho mi madre —suspiró Murphy—. Así que pensé, bueno, quizá se ponga contenta al verme con él. —Se quitó el silbato que llevaba colgado al cuello, nombró árbitro a uno de los chavales y comenzó a caminar. Yo me puse a su lado.
—Los has encontrado —dijo.
—Sí. Nuestro conductor está aquí y he llamado a Kincaid hará unos veinte minutos. Tendrá todo el equipo listo y esperándonos. —Respiré hondo—. Y tenemos que actuar ya.
—¿Por qué? —preguntó.
—Estoy convencido de que tus colegas de las fuerzas de seguridad estarían encantados de tener una larga charla conmigo. Yo prefiero que no, por lo menos hasta que haya saldado un par de cuentas pendientes. —Entonces le hice un resumen del asesinato de Emma.
—¡Dios mío! —dijo. Tras dar unos pasos añadió—: Al menos, esta vez me he enterado por ti. Me tengo que cambiar de ropa en el coche. ¿Qué más debería saber?
—Te lo contaré de camino —dije.
—Vale —concluyó—. Oye, le prometí a mi madre que la vería antes de irme. Mi hermana quería hablar conmigo de algo. Dos minutos.
—Claro —dije y nos dirigimos hacia una de las carpas—. Tienes una familia enorme. ¿Cuántos sois?
—La última vez que los conté, éramos unos doscientos —respondió—. Esa, la de la camisa blanca, es mi madre. La chica que van tan… ajustada es mi hermana pequeña, Lisa.
—Tu hermana pequeña tiene las piernas bonitas —dije—. Pero esos pantalones tan cortos tienen que ser un poco incómodos.
—La ropa apretada evita que le llegue la sangre al cerebro —dijo Murphy—. Al menos esa es mi teoría. —Entró en la carpa sonriendo y saludó—: ¡Hola, mamá!
La madre de Murphy era más alta que su hija, aunque poseía ese grosor matriarcal que llega con la edad, la pasta y una vida cómoda. Tenía el pelo rubio ceniza, salpicado de algunas canas que no parecía preocupada en ocultar, y lo llevaba apartado de la cara con una horquilla de jade. Vestía una blusa blanca, una falda de flores y llevaba unas gafas de cristales oscuros. Se dio media vuelta hacia Murphy mientras avanzábamos y su rostro se iluminó por un momento.
—Karrin —dijo con voz cálida y cansada.
Murphy extendió los brazos y las dos se cogieron de las manos y se abrazaron. Había cierta impostura en aquel ritual de gestos, demasiada formalidad, y corrientes emocionales no muy agradables. Mientras intercambiaban unas palabras yo me fijé en algo extraño. Había al menos doce personas bajo aquella carpa cuando llegamos, pero la mayoría habían desaparecido. De hecho, se estaba abriendo un círculo de espacio libre cada vez más grande alrededor de la carpa.
Murphy también se dio cuenta. Me miró y yo subí una ceja. Se encogió de hombros disimuladamente y siguió hablando con su madre.
Un minuto después solo había cinco personas a menos de cinco o diez metros: sin contarme a mí, Murphy, su madre, su hermana pequeña Lisa y el hombre sobre cuyo regazo se había sentado. El tío de la nevera. Estaban detrás de Murphy y de mí, y me giré un poco para poder verlos sin dar la espalda totalmente a Murphy y su madre.
Lisa me recordaba mucho a Murphy, si esta hubiera decidido convertirse en la princesa del estrógeno en lugar de en una princesa guerrera. Pelo rubio, piel clara, nariz respingona y ojos de un azul intenso. Llevaba una camiseta de manga corta de color rojo con el logo de los Chicago Bulls sobre el pecho. Sus pantalones cortos debieron de ser vaqueros en otro tiempo, pero ahora parecían mayas de licra. Calzaba unas chanclas que hacía balancear desde sus dedos con las uñas pintadas, mientras permanecía sentada sobre las rodillas de un hombre que imaginé que debía de ser el novio del que me había hablado Murphy.
Él era muy distinto. Para empezar, parecía un poco mayor. No es que le doblara la edad ni nada de eso, pero desde luego era mayor. Se mostraba cauto a la hora de expresar sus sentimientos, lo que me hizo pensar que había algo que le preocupaba.
—Mamá —decía Murphy—. Este es mi amigo Harry. Harry, esta es mi madre, Marión.
Me planté mi mejor sonrisa para la madre de Murphy y di un paso hacia delante con la mano extendida.
—Encantado, señora.
Ella me estrechó la mano y me miró con detenimiento. Su apretón me recordaba al de Murphy, sus manos eran pequeñas, fuertes y estaban endurecidas por el trabajo.
—Gracias, Harry.
—Y esta es mi hermana pequeña, Lisa —dijo Murphy, volviéndose hacia ella por primera vez—. Lisa, este es… —Murphy se quedó paralizada y sus palabras se convirtieron en un ahogado susurro—. Rich —consiguió articular después de un segundo, su voz tembló con una mezcla de emociones—. ¿Qué haces aquí?
Él murmuró algo a Lisa. La chica saltó de sus rodillas y Rich se incorporó lentamente.
—Hola, Karrin. Tienes buen aspecto.
—Cabrón hijo de puta —escupió Murphy—. ¿Qué coño haces aquí?
—Karrin —gritó la madre de Murphy—. No te permito que hables así.
—¡Oh, por favor! —gritó Lisa.
—No tengo por qué soportar más desplantes, Karrin —gruñó Rich.
Las manos de Murphy se cerraron en sendos puños.
—Eh, eh, tranquilidad —dije. Y en un arranque suicida, di un paso al frente y me coloqué en medio de aquel círculo de miradas asesinas—. Venga, mujer. Por lo menos preséntame a todo el mundo antes de empezar a pelear, así sabré a quién debería esquivar.
Se produjo un silencio breve y pesado y luego Rich soltó una carcajada en voz baja. Luego volvió a su silla. Lisa cruzó los brazos. Murphy se puso un poco tensa, lo que en ella es una buena señal. Siempre parecía relajarse justo antes de zurrarle la badana a alguien.
—Gracias, Harry —dijo la madre de Murphy en voz alta. Dio un paso al frente con un plato de papel con una hamburguesa y me lo ofreció—. Es agradable saber que hay otro adulto más aquí presente. ¿Por qué no sigues con las presentaciones, Karrin?
Eché un vistazo a mi hamburguesa. Tenía de todo menos queso. Justo como a mí me gustan. La madre de Murphy me estaba causando buena impresión. Y además me moría de hambre. Más puntos positivos.
Murphy se puso a mi lado.
—Sí, las presentaciones. Harry, esta es mi hermana pequeña Lisa. —Fulminó con la mirada al hombre—. Y este es Rich. Mi segundo marido.
¡Joooder!
Murphy miró a su madre, a su hermana y luego a Rich.
—Ya sé que hace un tiempo que no hablamos, madre. Así que pongámonos al día. ¿Por qué no empiezas explicándome por qué Lisa está prometida a mi ex marido y nadie se había molestado en contármelo?
Lisa alzó la barbilla.
—Yo no tengo la culpa de que seas una arpía que no puede conservar a ningún hombre. Rich quería estar con una mujer de verdad, y por eso ya no tiene nada que ver contigo. Y no te lo conté porque no es asunto tuyo.
—Lisa —le recriminó su madre—. Así no hablan las señoritas.
—Ni tampoco se visten así —añadió Murphy con amargura en la voz—. Pero ella habla igual que viste, como una zorra.
—¡Karrin! —protestó Marión Murphy con sorpresa en la voz.
La verdad es que no teníamos tiempo para estas cosas. Me puse al lado de Murphy y miré a Rich casi con desesperación.
—Vaaaaale —dijo Rich. Se puso de pie y rodeó con un brazo los hombros de Lisa—. Esto no está bien. Venga, cariño. Vamos a dar un paseo para que te tranquilices. A ver si nos dan una cerveza.
—Murph —la llamé. Me incliné lo bastante para decirle al oído—: Recuerda, no tenemos tiempo.
Murphy se cruzó de brazos con expresión desafiante, pero al menos dio la espalda a su hermana. Rich y la Spice Murphy se marcharon hacia la otra carpa.
La madre de Murphy esperó hasta que se hubieron alejado para volverse hacia nosotros con el ceño fruncido en señal de reprobación.
—Por amor de Dios, Karrin. Ya no eres ninguna niña.
Parece que habíamos evitado la explosión, al menos de momento. Así que aproveché la oportunidad para comer la hamburguesa.
¡Qué barbaridad! Por comida tan deliciosa como aquella sería capaz de casarme con Murphy. Aunque solo fuera para saborear los platos de su madre en vacaciones.
—No me lo puedo creer —dijo Murphy—. Rich. Creía que estaba trabajando en Nueva Orleans.
—Y así es —dijo su madre—. Lisa fue a pasar allí el Mardi Gras. Según parece él la detuvo.
—Madre —protestó Murphy—. ¿La dejaste ir al Mardi Gras? Yo tuve que escaparme de casa para ir al baile de graduación.
La madre de Murphy suspiró.
—Karrin, eres mi hija mayor. Ella la pequeña. Los padres siempre se relajan un poco con el último.
—Eso parece —dijo Murphy con tristeza—, y eso incluye permitir que una menor de edad beba alcohol. Le falta un mes para cumplir la edad reglamentaria.
—¿Es que tú siempre estás de servicio? —preguntó su madre.
—Esto no tiene nada que ver con el trabajo —le contestó Murphy—. Madre, le dobla la edad. ¿Cómo se lo permites?
Di un mordisco a aquella hamburguesa casi celestial, manteniendo siempre gacha la cabeza, un detalle que me pareció muy inteligente.
—En primer lugar, cariño, yo no soy la que decide. Es la vida de tu hermana. Y no le dobla la edad. Pero peores cosas han pasado. —Suspiró—. Todos pensamos que debía ser Lisa quien hablara contigo, pero ya sabes cómo odia enfrentarse contigo.
—Lo que quieres decir es que es una fulana y una cobarde.
—Ya está bien, jovencita —atajó su madre con ecos de acero y fuego en la voz—. Tu hermana ha encontrado a un hombre que la quiere de verdad. Quizá la relación no me convenza del todo, pero ya es lo bastante mayor para tomar sus propias decisiones. Además, ya sabes que a mí siempre me gustó Rich.
—Sí, lo sé —gruñó Murphy—. ¿Podemos cambiar de tema?
—De acuerdo.
—¿Dónde están los chicos?
La señora Murphy puso los ojos en blanco y asintió en dirección al grupo de personas que estaba viendo la televisión sobre la hierba.
—Por allí. Si escuchas con atención los oirás gritar.
Murphy resopló.
—Me sorprende que Rich no esté viendo el partido con ellos.
—Karrin, sé que aún estás enfadada con él. Pero no es culpa suya que quisiera tener una familia.
—Lo estás simplificando, madre —dijo Murphy—. Lo que quería era que me quedara en casa para no hacerle sombra en el trabajo.
—Lamento que aún pienses así —respondió la señora Murphy—. Pero eres injusta. Desde luego él solo no podía comenzar una familia. Quería a una mujer dispuesta a intentarlo con él. Tú dejaste muy claro que no eras esa mujer.
—Porque no quise dejar el trabajo.
—No eres la única en la familia que ha seguido el ejemplo de tu padre —dijo la señora Murphy con amargura en la voz—. No hay necesidad de que continúes.
—No me hice policía por eso.
La madre de Murphy negó con la cabeza y suspiró.
—Karrin. Tus hermanos están todos en el cuerpo. Y aun así han encontrado tiempo para asentarse. No quiero decirte lo que tienes que hacer con tu vida…
Murphy resopló.
—Pero me gustaría poder disfrutar de mis nietos mientras aún soy lo bastante joven y fuerte. Rich quiere una familia y tu hermana quiere ser la mujer con quien forme esa familia. ¿Tan malo es?
—No te veo volando a Nueva Orleans una vez al mes para visitarlos.
—Claro que no, cariño —replicó la señora Murphy—. No tengo tanto dinero. Por eso van a vivir aquí.
Murphy la miró atónita.
—Rich solicitó el traslado y se lo han aceptado. Trabajará para el FBI aquí, en Illinois.
—No me lo puedo creer —dijo Murphy entre dientes—. Mi propia hermana. Aquí. Con Rich. Y seguro que no perderás la oportunidad de restregármelo.
—En este caso no se trata de ti, Karrin —dijo su madre con cierta afectación—. Estoy segura de que todos sabremos comportarnos como adultos.
—Pero es mi ex marido.
—Del que te divorciaste —replicó la madre de Murphy. Pero las ásperas palabras fueron pronunciadas con un tono amable—. Por amor de Dios, Karrin, dejaste muy claro que no lo querías. ¿Qué más te da si otra sí lo quiere?
—Y me da igual —protestó Murphy. Agitó una mano distraída—. Pero Lisa no es cualquiera.
—Ya —dijo su madre.
Justo entonces sonó el móvil de Murphy. Lo miró, frunció el ceño y dijo:
—Perdona un momento. —Después se apartó diez o quince metros de mí, hacia la zona iluminada por el sol y bajó la cabeza para escuchar.
—Supongo que será una llamada de trabajo —dijo la señora Murphy—. Tú eres detective privado, ¿verdad?
—Sí, señora.
—Te he visto en el programa de Larry Fowler.
Suspiré.
—Ya.
—¿Es cierto que te va a demandar por destrozarle el estudio?
—Sí, y el coche. Me he tenido que buscar un abogado y todo. El picapleitos dice que Fowler no tiene caso, ni siquiera por lo civil. Pero es un asunto caro y parece que no vaya a terminar nunca.
—El sistema judicial a veces es así —dijo la madre de Murphy—. Siento que mi hija te haya arrastrado a esta trifulca familiar.
—Bueno, yo me ofrecí —admití.
—¿Y ahora lo lamentas?
Negué con la cabeza.
—Jod… Hum, no, qué va. Ella me ha ayudado muchas veces, señora Murphy. No sé si sabe usted lo peligroso que es su trabajo. La clase de casos que tiene que resolver en Investigaciones Especiales son especialmente difíciles. E inquietantes. Su hija salva vidas. Hay gente que ahora mismo estaría muerta si no fuera por ella. Yo soy una de esas personas.
La madre de Murphy guardó silencio durante un momento y luego dijo:
—Antes de que se creara Investigaciones Especiales, el departamento pasaba sus casos a inspectores veteranos del Distrito Trece. Los casos recibían el nombre de investigaciones gato negro. Los inspectores que los llevaban eran también gatos negros.
—No lo sabía —dije.
Asintió.
—Mi marido fue un gato negro durante doce años.
Fruncí el ceño.
—Murphy nunca me lo ha contado.
—Porque no lo sabe. Karrin nunca conoció muy bien a su padre —dijo la señora Murphy—. Pasaba mucho tiempo fuera de casa. Y murió cuando ella tenía solo once años.
—¿En el ejercicio de su deber?
La señora Murphy negó con la cabeza.
—El trabajo lo afectó. Y… se volvió distante, además comenzó a beber demasiado. Una noche se quitó la vida sentado a su escritorio. —Me miró y luego añadió con voz cansada y triste—: ¿Lo ves, Harry? Mi Collin jamás me contó nada, pero sé leer entre líneas tan bien como cualquiera. Sé a qué se enfrenta mi hija.
Aquellas palabras quedaron flotando en el aire durante un momento.
—Es buena —dije—. No solo porque lo hace bien. Además es una buena persona, señora Murphy. Le confiaría mi vida antes que a nadie. No es justo que se lo haga pasar mal por causa de su trabajo.
Los ojos de la señora Murphy centellearon aunque también me parecieron un poco tristes.
—Cuando me quejo de su trabajo y ella a cambio me mantiene al margen de lo que hace, cree que me está protegiendo de una verdad horrible, Harry. Se siente feliz al pensar que su madre desconoce la existencia de esos peligros. Y eso no se lo arrebataré jamás.
Alcé una ceja sin dejar de mirarla. Luego sonreí.
—¿Qué? —preguntó.
—Ahora sé de dónde le viene —contesté.
Murphy se volvió hacia mí, su expresión era seria y me hizo una señal. Me acerqué a ella.
—Es Kincaid —dijo con voz tensa y queda—. Dice que te diga que está ahora mismo en el albergue y que ha aparecido la Cruz Roja.
—¿Qué? ¡No me digas!
Murphy asintió.
—La gente va a donar sangre al sótano del albergue una vez cada tres meses.
Justo donde estaba la Corte Negra. Donde estaban los ataúdes, los renfields y los perros malditos. Mavra y los suyos nunca dejarían que los descubrieran. Los voluntarios de la Cruz Roja se podían dar por muertos si entraban en el sótano.
—¡Joder!
—Voy a llamar a los míos —resolvió.
—No. —La detuve, alarmado—. No puedes hacer eso.
—¿Cómo que no? Ya lo verás —dijo—. Hay personas en peligro.
—Y más que lo van a estar como esto empeore —apunté—. Dile a Kincaid que intente entretener a los de la Cruz Roja. Nosotros bajaremos y atacaremos a Mavra ahora mismo, antes de que los voluntarios se pongan en la línea de fuego.
Murphy me miró enfadada y alzó un poco la voz cuando dijo:
—No me digas cómo hacer mi trabajo. —La gente comenzaba a mirarnos con extrañeza.
—Este no es tu trabajo, Murph —dije—. ¿Recuerdas cuando te dije que te lo contaría todo? ¿Recuerdas que accediste a confiar en mi buen juicio? ¿Recuerdas que quedamos en que no involucrarías a la policía en estos asuntos?
Ahora parecía estar todavía más furiosa.
—¿Me crees demasiado tonta para manejar una situación así?
—Creo que en estos momentos no piensas con claridad. Y creo que no debes dejar que este asunto familiar te nuble el entendimiento. Involucrar a las autoridades mortales podría ser malo para todos, Murph. Malo para ti, malo para IE. Quizá ganes hoy, pero cuando estas cosas se tomen la revancha, tu gente sufrirá lo indecible.
Por un momento pensé que me iba a estrangular.
—¿Y qué esperas que haga?
Me planté delante y no me importó si evitaba mi mirada o no.
—Espero que escuches a la persona que sabe de qué va esto. Espero que confíes en mí, Murph, como yo confío en ti. Ponte al teléfono y dile a Kincaid lo que te he dicho y pregúntale dónde nos encontramos con él. Luego nos pondremos manos a la obra.
Nos miramos a los ojos durante un rato lleno de intensidad, pero luego Murphy se estremeció y apartó la mirada antes de que la cosa fuera a más.
—Vale —se rindió—. Eso haré. Pero esta te la pienso guardar. Ahora aparta antes de que me jorobes el móvil.
Le hice caso y volví a la carpa.
La señora Murphy me miró con curiosidad.
—¿Trabajo?
Asentí con la cabeza.
—Vaya discusión habéis tenido —observó.
Yo me encogí de hombros.
—Y parece que tú has ganado.
Suspiré y dije con resignación:
—Ya me lo hará pagar.
—¿Entonces os vais ya?
—Sí.
La señora Murphy miró a Murphy y luego a mí por un momento y dijo:
—Deja que te sirva otra hamburguesa antes de que os vayáis.
La miré sorprendido.
Cogió la comida, incluyendo una segunda hamburguesa para Murphy, y me ofreció los dos platos de papel. Frunció el ceño con la mirada fija en mis manos, luego alzó la vista y preguntó:
—¿Cuidarás de mi hija?
—Sí, señora. Claro que sí.
Sus ojos azules brillaron con fuerza y añadió:
—Espera, que voy a traerte un trozo de tarta.