Capítulo 10
Según parece, que me apunten con una pistola en la nuca produce en lo más profundo de mi alma la necesidad de cooperar y arrimar el hombro. Hice lo que me dijo.
Abrí la puerta de mi despacho y el pistolero entró detrás de mí. Mi despacho no es grande, pero hace esquina y tiene ventanas en dos paredes. Hay una mesa, una consola con mi vieja máquina de café, algunos archivadores metálicos y un escritorio con panfletos ideados para mejorar mis relaciones públicas con los seres normales. El escritorio estaba en la esquina, entre dos ventanas, con dos cómodas sillas enfrente, destinadas a los clientes.
El pistolero me acompañó hasta una de las cómodas sillas y dijo:
—Siéntate.
Me senté.
—Oye tío, mira…
Presionó aún más el cañón de la pistola contra mi nuca.
—Chsss.
Me callé. Un segundo más tarde algo me golpeó el hombro.
—Cógelo —dijo el pistolero—. Póntelo.
Me llevé la mano al hombro y encontré un antifaz para dormir de tela gruesa con un elástico.
—¿Por qué?
El pistolero debió de amartillar la pistola porque oí un clic. Me puse el puñetero antifaz.
—Quizá no lo sepas, pero como detective no funciono igual de bien con los ojos vendados.
—Esa es la idea —dijo arrastrando las palabras. Retiró la pistola de mi nuca—. Procura no ponerme nervioso —dijo en un bostezo—. Soy muy aprensivo e impresionable. Si haces algún ruido o ademán de levantarte, se me puede ir el dedo y este gatillo es muy sensible. Te estoy apuntando directamente a la nariz. La subsiguiente concatenación de causa y efecto te podría resultar desagradable.
—Creo que la próxima vez, con decir «quieto» valdrá —dije—. No hace falta que me sueltes estos rollos.
Me pareció que su voz sonó como si estuviera sonriendo.
—Solo quiero asegurarme de que comprendes la situación. Si te vuelo la cabeza por un tonto malentendido, nos pondríamos rojos de la vergüenza. —Hizo una pausa—. Bueno, al menos yo.
A mí no me parecía un tío nervioso. Más bien sonaba aburrido. Le oí moverse por el despacho durante un minuto, luego se produjo una repentina vibración del aire. Sentí como si la piel de la cara se hubiera transformado en cuero reseco y me tirase de los pómulos.
—Bueno —dijo—. Con esto vale. Quítatelo.
Me quité el antifaz y vi al pistolero sentado en el borde de mi escritorio con una semiautomática compacta en la mano. Me apuntaba como quien no quiere la cosa. Era un tío grande, casi tan alto como yo, con el pelo rubio oscuro y lo bastante largo para darle un aire un tanto exótico. Tenía unos ojos azules grisáceos a los que no se les escapaba nada y su mirada era firme. Llevaba pantalones de sport negros y chaqueta negra sobre una camiseta gris. Su constitución se parecía más a la de un nadador que a la de un levantador de pesas. Tenía la fuerza y elegancia de un león.
Miré alrededor y vi que mi silla estaba dentro de un círculo de sal de dos dedos de grosor. Había un paquete de sal Morton en el suelo. Y unas manchas de color rojo que salpicaban la línea de la circunferencia: sangre. La utilizó para dar poder al círculo y sentí como su energía atrapaba toda la magia en su interior, incluyendo la mía.
La circunferencia había formado una barrera que contenía toda la energía mágica. Si quería utilizar la magia contra el pistolero, antes tendría que romper el círculo de sal y traspasar la barrera. Supongo que esa era la idea.
Lo miré y dije:
—Kincaid. No esperaba saber nada de ti hasta mañana, por lo menos.
—Ya sabes lo que dicen de los culos de mal asiento, cielo —respondió el mercenario—. Estaba por Atlanta cuando recibí tu mensaje. No tuve ningún problema en coger un vuelo directo hasta aquí.
—¿Y a qué vienen estos modales de la Gestapo?
Se encogió de hombros.
—Eres un tío bastante impredecible, Dresden. No me importa hacerte una visita, pero tenía que estar seguro de que tú eras realmente tú.
—Te aseguro que yo soy yo.
—Qué bien.
—¿Y ahora qué?
Encogió un hombro.
—Ahora podemos charlar.
—¿Mientras me apuntas con esa pistola? —pregunté.
—Solo quiero hablar tranquilamente sin que ninguno de los dos acabe con el cerebro deshecho gracias a la magia.
—Yo no puedo hacer eso —repuse.
Movió un dedo de lado a lado diciendo que no.
—El Consejo quemará vivo a todo aquel al que pille haciéndolo, que es distinto. —Señaló el círculo con la cabeza—. Pero desde ahí dentro, no puedes hacer nada. He venido a hablar de negocios, no a morir a lo tonto. Si quieres, te puedes tomar todas estas precauciones como un cumplido.
Me crucé de brazos.
—Porque no hay nada tan adulador como que te apunten con una pistola a la cabeza.
—Amén —dijo Kincaid. Dejó la pistola sobre la mesa y la cubrió con su mano izquierda—. Dresden, yo soy un tío normal. Sigo vivo porque ando con cuidado y siempre sé dónde me meto.
Intenté controlar mi mal humor y asentí.
—Vale, pues nos olvidamos y aquí no ha pasado nada.
—Bien. —Consultó el reloj de correa de nailon que llevaba en la mano izquierda—. No tengo todo el día. Querías hablar conmigo. Pues habla.
Estaba lo bastante cabreado como para ponerme a gritar, pero me obligué a contenerme.
—Hay una plaga de vampiros en la ciudad.
—¿De la Corte Negra?
—Sí —dije.
—¿De quién es la plaga?
—Mavra.
Kincaid apretó los labios.
—La vieja bruja de Cagey. Según tengo entendido dirige un grupo bastante grande.
—Sí. Pero yo voy a reducirlo.
Kincaid dio unos golpecitos con el índice sobre la pistola.
—Los de la Corte Negra son duros de pelar.
—A no ser que los ataques cuando estén dentro de sus ataúdes —apunté—. Los puedo encontrar.
—¿Y quieres que hasta entonces sea tu guardaespaldas?
—No. Quiero que me acompañes y me ayudes a matarlos a todos.
Una sonrisa dejó entrever sus dientes blancos.
—Estaría bien pasar a la ofensiva. Estoy harto de tener que defenderme. ¿Cuál es el plan?
—Encontrarlos y matarlos —expliqué.
Kincaid asintió.
—Una cosa sencilla.
—Sí, esa es la idea. ¿Cuánto me vas a costar?
Me lo dijo.
Se me cortó la respiración.
—¿Y no ofreces cupones o vales descuento?
Kincaid puso los ojos en blanco y se incorporó.
—Joder, ¿por qué me haces perder el tiempo, Dresden?
—Espera —intenté detenerle—. Oye, ya encontraré la forma de pagarte.
Alzó una ceja.
—Te lo garantizo —insistí.
—Quizá —dijo—, pero es curioso cómo ganarte la vida como mercenario te vuelve un poco cínico.
—Dame una oportunidad —dije—. Te pagaré. Y te deberé una.
Sus ojos brillaron, destellos de malicia y diversión compartían espacio en ellos.
—El infame Dresden estaría en deuda conmigo. Supongo que no pierdo nada si te doy una oportunidad.
—Genial.
—Con dos condiciones —apuntó.
—¿Cuáles?
—Quiero que nos acompañe al menos alguien más. Y tiene que saber luchar.
—¿Por qué?
—Porque si alguien sale herido, se necesitarán dos personas para sacarlo de allí vivo. Una para llevarlo y otra para el fuego de cobertura.
—No pensaba que eso te importara.
—Claro que me importa —respondió—. El herido podría ser yo.
—Vale —repuse—. ¿Cuál es la segunda condición?
—Tienes que comprender que si intentas engañarme, tendré que proteger mis intereses. —Alzó una mano—. No me malinterpretes. Son negocios. No es nada personal.
—No habrá problemas —convine—. De todas formas, no creo que te gustara tragarte mi hechizo de muerte, ¿no?
—No, por eso dispararía a mil metros. La bala viaja más rápido que el sonido del disparo y no oirías nada. Antes de darte cuenta, estaría muerto.
Eso me asustó. Me he enfrentado a bastantes criaturas repugnantes y monstruosas, pero ninguna de ellas se había mostrado tan tranquila y práctica. Kincaid creía que podía matarme, llegado el caso.
Y tras pensarlo un poco, yo también lo creí.
Estudió mi expresión por un momento y su sonrisa adquirió tintes lobunos.
—¿Seguro que me quieres a bordo?
Hubo un pesado silencio de medio segundo.
—Sí.
—Muy bien. —Kincaid dio un paso hacia delante y deshizo el círculo con el pie. La tensión de la barrera se desvaneció—. Pero no tengo mucho tiempo. Debo estar en casa de Ivy antes del domingo.
—Entendido —dije—. ¿Cómo te puedo encontrar?
Se metió la pistola en el bolsillo de la chaqueta y sacó una tarjeta de color gris. La dejó sobre mi escritorio y dijo:
—Es mi busca.
Se dio media vuelta dispuesto a marcharse. Yo me puse en pie y me dirigí a él:
—Oye, Kincaid…
Se giró. Le tiré el antifaz para dormir y lo cogió al vuelo.
—¿Eres un normal? —pregunté.
—Sí.
—¿Nada de sobrenatural?
—Ojalá —dijo—. Pero no, soy del montón.
—Mentiroso.
Sus rasgos se transformaron en una máscara inexpresiva.
—¿Cómo dices?
—He dicho que eres un mentiroso. Te observé durante la pelea en el estadio Wrigley, Kincaid. Disparaste docenas de tiros sin dejar de moverte y sin dejar de esquivar vampiros.
—¿Y qué tiene eso de sobrenatural?
—En una pelea, los tíos normales fallan a veces. Puede que incluso muchas veces. Pero tú, ni una.
—¿Y qué sentido tiene disparar si vas a fallar? —Sonrió, formó una pistola con el índice y el pulgar, y me apuntó. Dobló el pulgar y dijo—: soy tan humano como tú, Dresden. Nos vemos.
Y se marchó.
No sabía si sentirme mejor o peor. Por un lado, Kincaid era un mercenario con experiencia, y absolutamente letal en una pelea. Humano o no, quizá necesitara a alguien así a mi lado cuando me enfrentara a Mavra.
Por otro, no tenía ni idea de cómo iba a pagarle, y lo creí cuando me dijo que me mataría si no lo hacía. El concepto en sí ya daba mucho miedo. La amenaza del hechizo de muerte que caería sobre el asesino de un mago era una cosa muy seria. Significaba que todo aquello que atacara a un miembro del Consejo Blanco se lo pensaría dos veces antes de arriesgarse a sufrir la explosión del poder destructivo que un mago puede liberar en los últimos instantes de su vida.
Pero esos instantes serían demasiado cortos como para actuar antes de recibir las balas de un francotirador emboscado. Ya lo estaba viendo: un fogonazo, un golpe en la nuca, medio segundo de sorpresa y luego la oscuridad total antes siquiera de ser consciente de la necesidad de pronunciar mi hechizo.
Kincaid tenía razón: podría funcionar. La doctrina táctica de las autoridades mágicas del mundo solía ir con un par de siglos de retraso con respecto a la tecnología del resto del planeta. Era totalmente posible que los miembros más antiguos del Consejo Blanco jamás hubieran considerado esa posibilidad. Puede que ni siquiera los vampiros. Pero desde luego, podría funcionar.
De repente el futuro me pareció un lugar bastante desagradable para los magos profesionales.
Limpié la sal y me senté ante mi pequeño escritorio mientras ponía en orden mis ideas. Tenía que descubrir más sobre las víctimas del malocchio. Tenía que averiguar más cosas sobre la aventura de Arturo Genosa dentro del mundo del cine erótico.
Y, por si fuera poco, mientras hacía todo eso también tenía que pensar cómo conseguir el dinero para que mi sicario no me pegara un tiro en la cabeza.
Para la mayoría de los mortales sería una situación desesperada. Pero la mayoría de los mortales no las vivía tan a menudo como yo. Noté como la angustia y la preocupación comenzaban a crecer, pero al mismo tiempo, me sentí extrañamente reconfortado por la familiaridad de aquellas emociones. De hecho, para mí era agradable comprobar como mi instinto de supervivencia me advertía de la probabilidad de una muerte prematura.
Qué cosas, ¿estoy loco, no?