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Ese ruido estridente me está perforando los oídos. Me tapo las orejas con las palmas de las manos, pero lo sigo oyendo como si lo tuviera resonando en el fondo de mi cabeza. Despierto. Es de día, la luz entra cegándome sin piedad. Tengo los ojos pegajosos y doloridos, repletos de legañas por el drama nocturno.

Apenas he dormido. He dado vueltas y más vueltas sin poder sacarme esos ojos verdes de la mente. Están ahí, tatuados con el más profundo de los verdes, sin dejar de observarme y exasperándome. Al tirarme de los pelos en una nueva llorera, el sonido vuelve a la carga. Es el timbre de la puerta.

Me levanto de un salto.

—¡Carla! ¡Carla, abre! ¿Estás en casa?

Me desinflo más relajada al reconocer la voz de Vicky. Cojo el móvil de la mesita. Ha estado en silencio toda la noche. Hay muchas llamadas de Dani y varios wasaps.

«Morales: “Por favor”».

«Morales: “Perdóname”».

«Morales: “Veo que sigues muy cabreada”».

«Morales: “Pero yo me estoy preocupando”».

«Morales: “Contéstame”».

«Morales: “Di algo, joder”».

«Morales: “Carla”».

«Morales: “Sabías que acabaría haciéndolo”».

Arrastro mis pies por el suelo hasta el salón. Echo un ojo por la mirilla. Vicky está con el móvil pegado a la oreja. El mío vibra en mi mano. Compruebo que está sola y abro la puerta.

Mi amiga abre la boca excesivamente en cuanto me ve.

—Dime ahora mismo qué es lo que pasa con vosotros dos.

Yo también la abro, pero ella levanta una mano cortándome el habla.

—Espera, primero vamos a adecentarte un poco.

Juntas, entramos en el baño y me sujeta el pelo para que pueda lavarme la cara. Al mirarme, mi propio reflejo me bloquea. Estoy espantosa. Tengo los ojos enrojecidos, ojeras violáceas y el resto del rostro ha perdido todo ápice de color. Si Dani me viera así, me rociaría a besos y me abrazaría hasta dislocarme.

Me muerdo un labio sintiéndome vagamente culpable. No tendría que estar pensando eso, tendría que pensar que saldría corriendo del susto.

Vicky me deja un rato a solas para que pueda vestirme con decencia. Al volver al salón, observo que mi pantalla vuelve a iluminarse.

«Morales: “Sé que estás bien porque me lo acaba de decir Vicky”».

Asesino a mi amiga con la mirada.

«Morales: “Pero sigo preocupado”».

«Morales: “Me importa una mierda que me lo digan los demás”».

«Morales: “Quiero comprobarlo por mí mismo”».

«Morales: “Déjame verte”».

—¿Por qué estás huyendo de Morales y él está persiguiéndote como un lunático?

Suspiro, no se lo ha contado. Solo le ha dicho que estoy desaparecida en combate. Le agradezco el gesto, pero ahora que la tengo delante, no puedo más que sincerarme. Siempre les he contado todo lo relacionado con Dani, mis amigas saben por lo que hemos pasado. Seguiré el mismo camino aunque me desagrade.

—Ha tenido una recaída.

—Oh…

—Según él, no ha vuelto a consumir —explico como si fuera necesario—. Fue a ver a Mario para que le pasara algo y después se arrepintió.

Vicky pone una cara de escepticismo que acaba por molestarme.

—¿Seguro?

¿Está dudando de mí? ¿De su amiga del alma?

—Me lo confesó él.

—No sé… Me parece tan raro. ¿A ti no?

—Sí —mucho—. Pero lo ha confesado. Lo ha hecho mirándome a los ojos. Nunca me mentiría.

Ni a mí, ni a nadie.

—Ya, pero aún así… Con todos los cambios que ha habido últimamente esto parece un poco fuera de lugar.

—¿Qué cambios?

—Víctor me dijo que Morales va a deshacerse de un paquete de acciones de IA. Un paquete gordo.

Se me cae el móvil del susto.

—¿Perdona?

—Le dijo que quería más tiempo para él, para ti… —sonríe—. Para vosotros, realmente.

Como por instinto, me llevo una mano al violín que cuelga de mi cuello. No puedo creer lo que oigo.

—Yo no sabía nada de esto.

¿Sería esta la sorpresa que comentó ayer?

—Y lo más sorprendente es que ha vuelto a conducir.

Vale, esto ya tiene más pinta de ser un pitorreo.

—Víctor dice que un día apareció en su propio coche en la oficina. Es extraordinario, lo sé. Pero a mí Víctor tampoco me mentiría.

Me levanto y abro la ventana. Necesito un poco de aire. Me estoy hasta mareando. Vicky se acerca preocupada y me retira el pelo de la cara.

Es como si habláramos de dos personas distintas. La de ayer admitió haber recaído y la de hoy va muy por delante de la rehabilitación. No llego a entender por qué se ha callado toda esta información. Podría haber salvado el día de ayer con que me confesara este par de cosas.

No, salvarlo tal vez no. Mitigarlo, puede.

—¿Qué es eso de que piensas irte a vivir al extranjero? ¿Es cierto?

Niego sus palabras y le explico lo que hay. Lo que me ofreció Sandra, lo poco que me costó decidirme y cuál fue mi respuesta final. Ella me da un beso y toma mi mano pálida y temblorosa.

—Habla con él, cielo. Será lo mejor.

—Necesito tiempo —hablo en voz alta para mí—. Tengo que pensar en todo esto. Lo que estoy viendo es que me está dando una de cal y otra de arena. Yo quiero todo lo bueno y ni un poquito de lo malo.

Él me amenazó con que no podría vivir con una mujer enferma. Bien, pues a mí me ocurre exactamente lo mismo.

O todo o nada.

Me he ido de casa en cuanto Vicky ha salido por la puerta. Temía que Dani apareciera por allí. Y según parece, lo ha hecho.

«Morales: “¿Pero por qué no me dijiste que habías rechazado lo de Sandra?”».

«Morales: “Ahora estoy flipando de verdad”».

«Morales: “¿Lo hiciste por mí y no me lo dices?”».

«Morales: “Carla, por favor”».

«Morales: “Háblame”».

«Morales: “¿Dónde estás?”».

Dando vueltas. Intentando razonar lo sucedido. Buscando un motivo para odiarle y sacarle de mi cabeza. Pero es imposible. Estoy perdiendo mi capacidad para odiar. Me pregunto si es una de las consecuencias de su compañía.

Mientras paseo encogida de frío por las calles, me pregunto si existen de verdad las personas que se curan de adicciones como la suya o enfermedades como la mía. Mientras convivía con Dani llegué a creerlo, tanto de él como de mí. He llegado a imaginar mi vida limpia de recuerdos desagradables y remordimientos, una en la que me respeto a mí misma y no me hago daño al pensar en el pasado. Y me ha gustado. Solo que en ella había un ligero matiz, un pequeño detalle que facilitaba la tarea.

Dani estaba allí.

Y ahora ya no está y todo vuelve a desmoronarse y a ponerse patas arriba como antes de conocerle. Me da mucha pena que él haya conseguido influirme para bien y yo no lo haya hecho con él. Tal vez esto es culpa mía. Desde luego, es un fracaso en toda regla. No lo he sabido hacer como se esperaba.

Lo más penoso es que aunque me haya hecho daño y no deba perdonarle, deseo hacerlo. Me gustaría regresar e intentarlo de nuevo. Imagino que el único motivo de semejante estupidez es que estoy loca por él. Pero debo apelar a la razón y ser fuerte. Si le perdono, ocurrirán dos cosas. Una: le estaré dando vía libre para que lo vuelva a hacer; y dos: no le estaré ayudando en absoluto a superarlo.

En la asociación, cuando los chavales sufrían recaídas, les aislaban de familia y amigos. Procuraban hacerles ver las consecuencias de su comportamiento a través de la soledad. Si sus seres queridos estaban siempre allí para apoyarles y protegerles, nunca veían el peligro en volver a consumir. Ese es mi plan con Dani. E insisto en creer que lo estoy haciendo por su bien y no por el de ambos.

Nuestro binomio ya no tiene ningún sentido después de este revés.

«Eva: “Oye”».

«Eva: “Estoy en Madrid”».

«Eva: “Concretamente delante de tu puerta”».

«Eva: “Ábreme de una vez”».

«Carla: “No estoy en casa”».

«Carla: “Te llamaré”».

«Eva: “Esta me la pagas”».

«Eva: “Nos la pagas a todas”».

Cierro la puerta tan rápido como si me persiguiera el diablo. Dejo las llaves puestas otra vez y me dejo caer sobre la cama. Estoy muy cansada. Me duelen los pies de caminar y la cabeza de tanto pensar.

Creo que Eva no sabe lo que hace. Ella era feliz conociendo a muchos hombres y sin entregarse por completo a ninguno. Ahora que se ha prendado de Manu, va a sufrir lo indecible. Y si no, que me lo digan a mí. Siento que me he complicado la vida enamorándome. Antes era solo yo. Sufría por mí, no por partida doble. No tenía más preocupaciones que las mías y no corría el riesgo de que me partieran el corazón en dos. Menuda puta mierda esto del amor. Nadie me avisó de cómo ahoga cuando le apetece.

En serio, es que no me cabe en la cabeza cómo alguien tan fantástico como él, puede ser tan tonto. ¿Qué es lo que ha pasado para que vuelva a recaer? ¿Ha habido algún detonante y yo no me he enterado? Quiero creer que no es por mí. Yo ya no estaba dando problemas, hasta me hacían gracia sus pullitas. Habían dejado de molestarme. Incluso me eché a reír cuando acusó a “La bella y la bestia” de ser, según él, una película zoofílica, fetichista, excesivamente larga y con tendencias al BDSM quitando la B y también la M.

Lo recuerdo y me entra la risa tonta. ¿Qué me ha hecho este hombre? ¿En qué tipo de ser blandurrio y pusilánime me ha convertido?

Desesperada, abro el armario y rebusco entre mis cajas. Me propongo dejar la mente en blanco. En cuanto me apoyo en la mentonera y poso el arco sobre las cuerdas, el hombro me da un pequeño tirón. Pero aprieto los dientes y sigo con ello. No es capricho o nostalgia, ahora ya es necesidad.

El “Invierno” de “Las cuatro estaciones”, de Vivaldi, se reproduce por toda mi habitación. Una pieza muy adecuada por la escarcha que se acumula en el exterior de mi ventana y el frío que me atenaza la piel desde ayer. Cierro los ojos concentrándome en las notas y me relajo gradualmente. Echaba de menos esta sensación.

El hombro me está desafiando, amenaza con entorpecer mi interpretación. Pero yo me empeño en llevarla a cabo hasta el final. La única persona en el mundo que podría complacerme en este momento es la misma a la que no debo ver. Solo me queda mi violín y su capacidad para abstraerme lejos de aquí.

No obstante, cuando termino de tocar, me sabe a poco. Medito qué tema escoger entre mi repertorio libre de partituras, pero unos golpecitos me paralizan. Giro la cabeza, vienen del salón. Suelto el violín y vuelvo casi de puntillas por donde he venido. Los golpecitos se suceden de nuevo.

Es la puerta.

—Nena, en serio, no puedo más.

Su voz penetra en mi piso como lo hace en mitad de mi pecho. Deduzco que me ha oído. No sé cuánto tiempo lleva ahí fuera escuchándome tocar. Pensará que voy a abrirle, pero esa es mi última intención.

Aunque, no sé por qué, continúo de puntillas hasta torturarme echando un vistazo por la mirilla. Tengo un flashback casi al segundo de verlo. Es la misma imagen que vi hace más de dos meses cuando quiso contarme la triste historia de su vida y mantuvimos una conversación a ciegas piso-rellano. Hoy no va a ser así. No voy a replicar por mucho que sepa que estoy al otro lado. Es su castigo por sus actos.

Acierto a ver cómo su cuerpo se desliza endeble por la puerta. Le pierdo y sin querer, yo hago lo mismo. Quedo sentada de piernas cruzadas mirando fijamente la puerta como si mi visión pudiera atravesar paredes.

—Háblame —suplica—. Te echo mucho de menos.

Yo también a él.

Pero esto no puede ser.

—No sé qué hacer para que me perdones, si no me dejas verte —confiesa en tono afligido.

Oírle tan miserable revuelve mi congoja.

—Siento haberte hecho daño, sé que lo he hecho mal, pero por favor no dejes que esto se acabe. Dime qué puedo hacer para arreglarlo. Haré lo que sea, cualquier cosa.

Mi brazo se extiende desobedeciendo a mi cerebro. Apoyo mi mano en la puerta. Cierro los ojos centrándome en la posibilidad de volver a sentirle cerca. De alcanzar una enésima parte de su calor como por arte de magia.

—Te quiero, Carla —susurra—. Y nunca dejaré de hacerlo.

Justo cuando creo que no puedo llorar más, agacho la cabeza y me derrumbo.