21

Mientras voy haciendo eses por el pasillo, trato de no cerrar los ojos. Si lo hago, todo empezará a darme vueltas. He soportado el desayuno como buenamente he podido, pero ya no aguanto más. Tengo las crepes aún en la garganta. Mi sistema digestivo las rechaza y amenaza con ponerme a vomitar antes de que pueda llegar al baño.

Dando tumbos, consigo entrar y voy directa a mi cometido. Echo el desayuno entero. Toso con miedo a no poder respirar de la violencia con la que vomito la comida. Al terminar y ser consciente de que lo único que queda es bilis amarga, me apoyo para levantarme, pero no puedo. Las piernas se niegan a responderme.

Me duele mucho la cabeza, noto una presión entre ceja y ceja que me mantiene inmóvil y aterrada. No sé cuánto tiempo después, mi cabello cae por mi espalda como por hechicería y una toalla húmeda empapa mi mandíbula. Procuro abrir los ojos cuando alguien me sienta en el suelo. Es entonces cuando me percato de que ya estaban abiertos, pero no distingo su silueta con claridad.

—Dani…

—No digas nada —ordena refrescándome con la toalla—, ahora mismo llamo a mi psicólogo.

—Dani, no…

—No me jodas, Carla. Ni se te ocurra discutir esto.

—No veo bien.

La toalla se aparta de mi frente sudorosa.

—¿Pero qué me estás contando?

—Llévame al hospital —pido levantándome torpemente.

—¿Qué?

—Llévame al hospital… ¡ya!

No he debido gritar.

—Joder…

He perdido la realidad en un intento de parecer entera.

Despierto con un aroma extraño entrando por mi nariz. No es nada familiar y el colchón tampoco. Pestañeo y veo que un Dani preocupado me observa vacilante. Estoy en una camilla, huele a hospital. Creo que esto es un box.

—Nena… ¿Estás bien? ¿Me ves?

Asiento tranquilizada por la cercanía de su voz.

—¿Qué ha pasado?

Dani suelta aire antes de tomar mi mano y besarme con tiento.

—Te desmayaste. Tu médico ha dicho que está relacionado con el golpe que te diste cuando te atropellaron.

Abro los ojos desconcertada.

—Pero si me dieron el alta, podía hacer vida normal…

—Sí, eso mismo les he dicho yo, pero también dicen que es algo normal —explica precavido—. Siempre y cuando ocurra poco después del accidente y no perdure en el tiempo, no hay de qué preocuparse.

Me acomodo sobre la camilla y Dani coloca la almohada a mi espalda. Mi brazo se resiente un poco. Hay un montón de jaleo por la sala y eso me incomoda.

—¿Podemos irnos ya?

—No —niega él medio sonriendo—. Estaban esperando a que despertaras para hacerte pruebas. No van a dejarte marchar si no están convencidos de que está todo bien. Y yo creo que es justo lo que deben hacer.

—Llámalos ya —ordeno—. No me gusta estar aquí.

Dani se gira para captar la atención de alguno de los médicos, pero no tiene mucho éxito.

—Podríamos llamar a tu tía. Igual eso de que te miren en su hospital no es tan mala idea.

—No, ni lo pienses —suplico aterrada—. Se pondrá histérica.

Él arruga el ceño y me aparta el pelo de la cara. Debo de tener un aspecto horrible.

—Nena… perdona por lo de esta mañana. He perdido los estribos, igual que en Año Nuevo.

Le dedico una sonrisa conciliadora. Esto no puede ser nada fácil para él. Sospechará constantemente de mí, algo que tiene que resultarle agotador.

—Sé que probablemente no me crees —prosigue—, pero confío en ti, Carla. En esto y en muchas otras cosas.

Ya… De eso también tenemos que hablar.

Sigo un poco mareada, pero me han recetado unas pastillas para el dolor de cabeza. Tras el electroencefalograma y la resonancia, hemos esperado a los resultados antes de poder salir del hospital. Admito que he estado nerviosa durante la espera y sé que Dani, por mucho que intentara disimularlo, también lo estaba.

Por suerte, los médicos tenían razón. No parece nada grave. Son síntomas habituales tras un porrazo en la cabeza como el mío. De ahí las náuseas y las cefaleas de los últimos días. Es posible que mis escabullidas con Vicky, la fiesta de Nochevieja, la del cumple de Dani, la visita a la Comic-Con, etc., hayan fomentado un agotamiento mental que ha derivado en mi ingreso hospitalario.

El personal médico nos ha recomendado una serie de consejos para que mi evolución sea próspera y no tarde meses en recuperarme. Dani ha tomado nota de todo mucho más aliviado que cuando he despertado. Lo bueno es que han aprovechado para mirarme el brazo y nos han confirmado que se está curando con normalidad. Tendré que volver la semana que viene para que me quiten el cabestrillo definitivamente.

Una vez que consigo convencer a Dani para que no llame a mis tíos, sube al piso de arriba a prepararme un baño. Yo me quedo tumbada sobre el sofá repasando las últimas horas en mi cabeza. No puedo dejar de dar las gracias mentalmente por que este hombre decidiera acogerme en su casa. Si me hubiera obcecado en quedarme sola en la mía, puede que siguiera inconsciente hasta… Hasta que alguien me hubiera encontrado tirada en mitad del baño.

Hay ciertas cosas que debemos solucionar. Aunque me hayan asegurado que todo va a salir bien, sigo teniendo el susto metido en el cuerpo. Me siento débil y dependiente y odio ambas cosas desde lo más profundo de mi alma.

Con una extraña sensación, giro la cabeza y veo a Dani contemplándome desde el otro lado del salón. Creo que está vigilando que no me quede dormida. Han dicho que es fácil que pueda dormir demasiado profundo y con dificultades para despertar y eso está claro que le ha acojonado.

—El baño ya está listo —anuncia acercándose.

—¿Podemos dejarlo para más tarde? —pregunto esperanzada—. Me siento un poco agobiada aquí dentro. Me gustaría salir a dar una vuelta.

—Claro —asiente—. Cogeré tu abrigo.

Le cojo de la mano antes de que se me escape.

—Dani.

—Dime.

—Quiero ir en coche.

Su mirada me demuestra su sorpresa.

—Vale, pero iremos en el Jaguar. Ya sabes que no puedes conducir.

—Yo no. Pero tú sí.

Dani escruta mi expresión suplicante por unos segundos. Con eso basta para comprender que hablo muy en serio. Y por cómo aprieta los labios y suelta mi mano con fría delicadeza, no está dispuesto a complacerme.

Sus nudillos acarician mi mejilla con una intimidad que contrasta con la crudeza de su voz.

—Nena, no pienso llevarte a ninguna parte.

Trago saliva acobardada.

—Es lo único que quiero pedirte. Hoy.

—Mira, Carla. Acepto que te aproveches de tu estado para convertirme en tu esclavo sexual si es lo que te apetece, pero ese tema no es discutible.

—No seas tan obtuso. Algún día…

—No —farfulla—. Nunca.

Suspiro entristecida.

—¿Por qué te castigas así?

Dani decide ignorarme y se agacha con claras intenciones de levantarme del sofá. Yo, sin embargo, forcejeo como puedo.

—¡No! ¡Suéltame! No voy a bañarme, quiero salir.

Impresionado por mi reacción, se echa hacia atrás con ojos muy abiertos. Ambos nos retamos el uno al otro. Yo quiero ayudarle y hacernos un favor a los dos, y él quiere sumergirme en no sé qué bañera para que me arrugue del asco. Está muy claro qué es lo más productivo de todo.

—Dani, no paro de darle vueltas —explico aguantándome las lágrimas—. ¿Y si hubiera enfermado en cualquier otro lugar? Piénsalo. Si hubiéramos estado en mi casa, me habrías tenido que llevar tú.

—Habría llamado a un taxi.

—¿Y cuánto habría tardado en llegar? Esto ha sido un mareo, pero de haber sido una hemorragia podría haber muerto por…

—¡Basta!

Dani se lleva las manos a la cabeza y se larga del salón.

Con un nudo en la garganta, me acurruco sobre el sofá.

Cada día estoy más convencida de que hay aspectos en que nos parecemos demasiado. Es muy terco cuando se le mete algo en la cabeza, pero tiene que dejarme echarle una mano con esto. Es inaceptable que no haya superado el accidente en el que Víctor quedó mutilado. No es ningún cafre al volante, simplemente se quedó dormido. Tiene que dejar de culpabilizarse o jamás volverá a la carretera.

Pasan los segundos y después los minutos. Todos bastante lentos. Lo suficientemente lentos como para quedarme medio adormilada en el asiento. Cuando creo que sucumbo a las redes de un sueño reparador, algo roza mi mejilla. Abro unos ojos parpadeantes. Dani traza la línea de mi mandíbula con su pulgar. Nuestras miradas se encuentran y la suya me dice que debo levantarme.

Al hacerlo, toma mi mano y me conduce fuera. Sonrío al ver la puerta a la que nos dirigimos. Es la del garaje.

Al iluminarse la estancia, aparecen ante nosotros los mismos coches que vi la primera vez que vine a esta casa. El A6 de color gris, el Aston Martin blanco y el Bugatti rojo.

—Elige.

La voz de Dani me sobresalta. Al fijarme más detenidamente llego a la conclusión de que no sigue enfadado, pero su expresión es del todo impasible.

Señalo la cucaracha de color rojo pero, ante mi asombro, Dani recula espantado.

—No, no, ese no. Ese no que me pongo tonto.

Me encojo de hombros y voy directamente hacia el A6. Me acomodo en el asiento del copiloto y espero a que entre. Cuando lo consigue, tan vacilante como un gatito en una perrera, nos abrocha el cinturón a los dos y saca las llaves de la guantera.

Dani cierra los ojos, inspira hondo y arranca. Su nuez desciende lentamente cuando pasa saliva. Está tan atemorizado que me empiezo a arrepentir de esta ocurrencia.

Pero me niego. Si hemos llegado hasta aquí, ahora debemos hacerle frente.

—Te daría algunas nociones, pero creo que conducir es como andar en bici —bromeo—. No se olvida nunca.

Dani asiente con la vista fija en el parabrisas y la puerta se abre al fondo del garaje. Yo no digo nada. Espero a que esté listo cuando él lo crea conveniente. No me parece aconsejable pincharle en estos momentos.

Tras unos minutos de silencio, el coche comienza a circular. Sobra decir que lo hace a una velocidad ridícula, pero el caso es que lo hace. Dani se confía con el volante, o eso creo antes de ver la ausencia de color en sus nudillos. Me muerdo el labio avergonzada. Nos la vamos a pegar y todo por mi culpa.

—Solo es una vuelta…

Asumo que habla más para sí mismo que para mí.

Lo bueno es que parece estar cien por cien concentrado en su tarea. Creo que puedo decir, en este mismo instante, que si me bajara los pantalones y me abriera de piernas, Dani seguiría con los ojos puestos en la carretera y en nada más. Algo que, sin duda alguna, es toda una hazaña por su parte.

Llegamos a la carretera principal y nos incorporamos tras mirar quince veces a cada lado.

—Puedes correr un poco más.

—No.

—Lo digo por dos cosas —aclaro—. Una, porque la policía no solo multa el exceso de velocidad, sino también lo contrario. Y dos, y esta viene a colación de la primera, puedes causar un accidente si el que viene detrás va a la velocidad correcta. No le dará tiempo a frenar y nos embestirá.

Automáticamente, Dani pisa el acelerador y circulamos como debemos. Parece que se va soltando.

—¿Quieres que salgamos a la autovía?

—No.

Vale.

Nos aproximamos a la rotonda que hay junto al parque empresarial. Menos mal que es domingo, si esto hubiera ocurrido mañana a estas horas habríamos coincidido con la operación salida y él ya estaría de los nervios. Echo un vistazo y calculo su gesto. Me estoy engañando a mí misma, sigue fatal.

—Lo estás haciendo muy bien.

—Suficiente.

Da la vuelta completa a la rotonda y nos volvemos por donde hemos venido. Bien, ha sido corto, pero esto le dará que pensar. Espero que le haya picado el gusanillo y haya comprobado que no es tan traumático siempre que conduzca con responsabilidad. Y sé que lo hará. Es el efecto que produzco en todos los que me rodean y en él no va a ser menos.

Cuando aparcamos de vuelta al garaje, Dani se quita el cinturón, coge mi mano y se la lleva al pecho. Está taquicárdico. Me libero para desabrocharme y sentarme sobre su regazo. Le envuelvo en un abrazo tal que puedo sentir el descompás de sus latidos como si fueran los míos.