40
Erika me da paso nada más verme. Dice que al ser la hora de comer, Dani está libre de reuniones, pero que aún sigue en su despacho. Fingiendo una sonrisa, puesto que estoy ocultando mis nervios como mejor puedo, entro en la sala.
Dani está hablando por teléfono y al percatarse de mi presencia, sonríe. Él lo hace de verdad, como siempre. Bajo la vista algo acalorada. Quiero mantener esta conversación con la mayor frialdad y neutralidad posibles, solo así haré que se lo tome bien en serio. Si caigo en la red de su encanto innato, ya no podré mantenerme firme.
Desprevenida, acepto un suave beso de bienvenida. Como de costumbre, las mariposas aletean en mi estómago. Tan solo deseo que después de esto, no dejen de aletear de golpe.
Poco después, Dani cuelga el teléfono y contraataca con una nueva sonrisa de cine. Me rodea con los brazos y entierra la cara en mi cuello.
—¿Me echabas de menos?
Sonrío sin resistirme. Solo lo hago porque se está muy bien así.
—He tenido suerte —arrulla sobre mi piel—. Casi me pillas con las manos en la masa.
—¿Qué estabas haciendo?
—Es una sorpresa. Déjame decírtelo cuando lo tenga todo listo.
Acepto rehuyendo sus ojos otra vez. Por un lado siento que es vital que tengamos esta charla pero por otro, me gustaría borrar lo ocurrido esta mañana y pasarlo todo por alto.
—Estás muy pálida, nena —comenta preocupado—. ¿Ha pasado algo?
—No. Bueno, sí. Venía a decirte que he ido a ver a Mario.
Sus iris titilan un par de veces. El abrazo disminuye hasta convertirse en un simple roce y yo me pongo en guardia.
—¿Para qué? —pregunta muy serio.
—Quería explicarle por qué no le cogías el teléfono, para que no tuvieras que hacerlo tú. Pero me ha dicho que fuiste a verle.
Dani se está poniendo nervioso. Lo sé por el modo en que respira y no aparta sus ojos de los míos. Me preocupa. Me está pegando su nerviosismo y tampoco hay nada malo en que le hiciera una simple visita.
—Es verdad.
Vale…
—También me ha dicho otras cosas, creo que a mala conciencia.
—¿Como qué?
—El muy capullo dice que le pediste papelinas.
Y lo digo hasta medio riéndome porque es tan absurdo como falso.
Aunque mi sonrisa se borra al percatarme de la expresión de su rostro. Dani me sujeta imperturbable de la cintura. Me está estudiando con minuciosidad. Yo también lo hago con él. Es tal el punto de conocernos al que hemos llegado, la conexión que tenemos, que sabemos perfectamente lo que ambos estamos cavilando.
Pero me niego a creerlo.
—¿Dani?
—Es cierto.
Silencio.
Es lo único que se oye, silencio aterrador. Y creo que es porque los dos nos hemos quedado sin respirar.
Mi primera reacción es la de alejarme. Procuro echarme atrás, pero sus manos me lo impiden. La segunda me provoca un nudo en la garganta y la tercera, la simple incapacidad de reaccionar.
—¿Qué? —pregunto sin apenas voz.
—Pero luego me arrepentí, sabía que no las iba a necesitar.
—¡Pues claro que no las necesitas, imbécil!
—Joder, Carla, no empieces —protesta enfadado—. No te pongas así.
—¿Y cómo quieres que me ponga? ¿Te doy la enhorabuena por recapacitar a tiempo?
Forcejeo para quitármelo de encima, pero él sigue empeñado en no soltarme. Se me saltan las lágrimas.
—¿Por qué no hablaste conmigo primero? ¿Por qué no acudiste a mí?
Dani me mira con los nervios a flor de piel.
—Tú no lo entiendes, no habría servido de nada.
—¡No! —no sabe lo que dice—. Habríamos hablado, te habría ayudado.
—Carla —me detiene agarrándome de las muñecas—, ya basta. Me conoces, sabías que no iba a ser tan sencillo.
Pego tal tirón que consigo liberarme y recular espantada, histérica y dolida. No veo bien, me limpio las lágrimas como puedo sin dejar de perder el control de la respiración. Esto no puede estar pasando.
—No, por favor —pide Dani con el rostro desencajado—, no llores, Carla, no llores…
—¡No me toques! —grito apartándome.
—Nena…
Estoy atacada. Quiero insultarle, empujarle, zarandearle, hacerle ver cómo me está destrozando. Pero no sé cómo, consigo controlar gran parte de mis impulsos. Me limito a llevarme las manos a la cabeza y buscar un sentido a lo que ha hecho, lo que nos ha hecho.
Es inconcebible. He dado la cara por él, la he dado como una estúpida enamorada. He estado ciega, igual que lo estuve cuando le conocí. Qué inocente he sido que he creído que esto iba hacia alguna parte con final feliz.
¿En qué estaría pensando?
—Ni siquiera ibas a decírmelo. Ha pasado casi una semana y te lo has callado como si nada, como si no tuviera ninguna importancia. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?
Él parece nuevamente cabreado. Es increíble que todo se haya vuelto tan negro de repente.
—No soy el único que se está guardando mierda. ¿Qué hay de ti?
Me restriego los ojos llorosos con los dedos. Está desvariando.
—¿De qué hablas?
—De tu nuevo trabajo por el extrarradio —masculla enrojeciendo—. ¿Cuándo tenías pensado decirme que los próximos seis meses los vas a pasar con Air Europa?
Me doy unos segundos para digerir esa información.
—¿Cómo sabes lo del trabajo de Sandra?
—Lo vi en un e-mail que te envió. Dejaste el portátil abierto en el salón.
Dios mío, ahora entiendo el humor que gastaba este fin de semana.
—¿Quién te ha dado permiso para espiarme?
—¡No te estaba espiando, joder! ¡Ocupaba toda la pantalla!
—¡Da igual! ¡No pensaba contarte nada porque no hay nada que contar!
Dani se pasa las manos por el pelo y comienza a dar vueltas por el despacho.
—Yo estoy flipando… —dice para sí—. Eres la primera mujer con la que salgo, pero dudo que en circunstancias normales las cosas se hagan así.
Touché.
—¿No se supone que cuando estás con alguien estos marrones se consultan?
Depende. Yo no lo hice porque te habrías sentido culpable. Lo último que querrías sería cortarme las alas y lo último que querría yo sería hacerte sentir mal por quedarme por ti. Sobre todo cuando quedarme por ti me parecía fácil, irreprochable e irrevocable.
Ahora ya no lo tengo tan claro.
Ofuscada, doy media vuelta buscando la puerta, pero Dani se interpone alterado en mi camino.
—¿Dónde vas?
—Necesito pensar…
—¿Pensar? —repite fuera de sí—. ¿Pero qué estás diciendo? No puedes irte sin más y mucho menos después de esto. Deja que hablemos las cosas.
No, no quiero, no se lo merece. Me importa una mierda que diera marcha atrás, que se lo pensara mejor y rechazara volver a meterse. El hecho es que tuvo esa intención y con esa simpleza ya me está matando.
Se lo dije cuando regresó de San Francisco. Estaba dispuesta a darle una oportunidad, solo una. Ya he visto a Dani abatido por el mono y por sus crisis depresivas, pero de ahí a acudir a su camello habitual y sin haberme preguntado primero… hay todo un acueducto.
—Déjame salir —suplico emocionalmente agotada.
—No. Si tienes que pensar, hazlo aquí conmigo y dime lo que tengas que decirme.
Meneo la cabeza sin fuerzas para mirarle a los ojos. Con él presente es muy complicado porque es él quien no me permite pensar.
—Eras… eras tan distinto.
—¿Era? —repite sujetándome del mentón—. Nena, me estás asustando.
Aparto la cara enseguida. Su presencia puedo soportarla con mucha dificultad, pero lo de que me toque es otro mundo, no puedo permitir que lo haga.
—No me llames nena.
Tiene gracia. Nunca me ha gustado esa palabra hasta que me la llamó él. Siempre la he relacionado con macarras y fantasmas, pero luego supe que cuando la usaba Dani, lo hacía para volcar todo su afecto en ella.
Ahora no quiero su afecto, necesito librarme de él para poner en orden mi cabeza. Siento que me va a explotar con esta última exclusiva.
—Carla… ¿me estás dejando? —pregunta en voz queda.
Solo de escucharlo se me ponen los pelos como escarpias. Una nueva catarata de lágrimas se forma en mis lacrimales.
—Dani… —susurro todavía con la vista fija en el nudo de su corbata—. ¿Tú me quieres?
—¿Pero qué…? —se corta angustiado—. ¡Pues claro que te quiero! Carla, escúchame, podemos arreglarlo…
—Si me quieres sabrás qué es lo mejor para mí. Déjame marchar.
—Carla, por favor no me hagas esto.
Necesito salir de aquí cuanto antes.
—Carla…
—Por favor.
—Pero…
—¡Por favor!
Escondiendo como puedo el temblor de mis manos, pasan unos segundos hasta que Dani alza los brazos y se aparta de mi vista. La debilidad de su susurro es lo único que rompe el silencio del despacho.
—Nunca quise hacerte daño.
Recién apaleada, abandono la estancia deshaciéndome en un llanto amargo al llegar al ascensor.