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En la mañana del lunes, Juan de los Santos se levantó temprano y recorrió todas las habitaciones del palacete. Cerró las ventanas y las contraventanas, cubrió los muebles con paños blancos, y cerró las puertas.

En la mesa del comedor, don Lorenzo liquidaba los contratos con la servidumbre. Al mozo de soldada, a la lavandera, al despensero y a la cocinera les entregó a cada uno una bolsa con treinta reales de plata, el sueldo de un año. Las dos criadas que ayudaron a escapar a Diamantina recibieron, además, los cien maravedís que les había prometido doña Aurora. Todos eran naturales de la villa, de manera que podían regresar a sus casas sin mayor complicación.

Cuando les llegó el turno al marido y al hijo mayor de Mamata, don Lorenzo se despidió del resto de los criados y le hizo una señal a Juan de los Santos para que cerrara la puerta. El marido de Mamata se encontraba de pie, frente al capitán.

—Si lo deseáis, podéis venir con nosotros. Nada me gustaría más que conservaros a mi servicio.

El criado se acercó al borde de la mesa y se quitó la gorra.

—Nos encontraréis a vuestra disposición siempre que nos necesitéis, pero preferimos quedarnos en Sevilla, si no tenéis inconveniente.

El capitán le entregó una bolsa en la que había introducido diez ducados de oro.

—Ningún inconveniente, faltaría más. Os agradezco todo lo que habéis hecho por nosotros, tú y tu familia.

Después se dirigió a Juan de los Santos.

—¿Está todo listo?

—Todo.

—¡Pues vamos allá!

Los cuatro hombres salieron de la casa-palacio por la puerta de la cochera. El hijo mayor de Mamata conducía un carromato donde habían cargado los baúles, su padre le acompañaba en el pescante.

Juan cabalgaba con don Lorenzo delante del carro. Habría jurado que los condes les ayudarían, pero le extrañaba el apoyo que les había brindado don Hernando.

—¿Encontraste en Granada a los Condes de Feria? Creía que estaban en Sevilla.

—Y lo estaban. Don Hernando me acompañó hasta allí en su busca, él mismo les recomendó a la mujer del comerciante para gobernanta de su palacio de Triana. Todos conocían las andanzas de ese mal bicho.

—Tu padre se habría sorprendido con lo que ha hecho don Hernando. Todavía recuerdo el disgusto que tenía cuando le retiró su amistad al conocer su boda con tu madre. Y eso que él tampoco es cristiano viejo.

—Ya lo ves, la gente cambia. Aunque yo creo que lo ha hecho más por esa pobre mujer que por nosotros. La tenía amedrentada. También ella es hija de judíos, como la otra. El comerciante la obligó a darle el permiso para viajar a las Indias y la abandonó.

—¿Y de qué la conocía don Hernando?

—Su madre era su ama de cría. Cuando se vio sola acudió a él para buscar trabajo.

Juan de los Santos se echó a reír.

—¡No me digas más! ¡Qué chico es el mundo! Seguro que don Hernando vio al comerciante en Zafra en alguna feria, y le contó su historia al conde y al alcaide Sepúlveda.

Don Lorenzo asintió.

—¡Y a don Manuel! Él también iba a Sevilla a por los condes. No sabía que la mujer sólo se movería de la mano de su hermano de leche.

Juan se alegró de no haber sabido nada hasta ese momento, de lo contrario le habría partido los dientes amarillos y lo habría entregado al alguacil, pero se habría privado de verle la cara cuando se topó con las pruebas ante sus narices.

Cuando se acercaron a la zona de Tentudía, le pidió al capitán que hicieran un alto para acercarse hasta el monasterio y rezarle a su Virgen milagrosa.

—Santa Madre de Dios, devuélvenos sanos y salvos a las mujeres y a los pequeños. Haz que se detenga el día para que lleguen al Arenal antes que nosotros. No dejes que pasen frío.

Como era de esperar, el carruaje de las mujeres no estaba en Sevilla cuando ellos llegaron, se fueron directos a la posada donde se habían alojado ocho meses atrás, y se despidieron del marido y del hijo mayor de Mamata después de descargar los bultos.

Juan de los Santos se quedó en su habitación mientras don Lorenzo se dirigía al puerto. No apartaba el pensamiento de su hija, era demasiado pequeña para un viaje tan largo. Aún le faltaban tres días para respirar tranquilo.

La princesa india
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