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El cabildo de Zafra organizó una batida con otros pueblos vecinos para buscar a la serpiente. Varias personas dijeron haberla visto cuando atravesaban los montes de El Castellar. Generalmente, las apariciones se producían en solitario, comerciantes o pastores que repetían la misma historia y que no aportaban más pistas que las que todos conocían. En las apariciones de años atrás, la criatura misteriosa se manifestó en dos o tres ocasiones ante dos personas juntas, y una sola vez ante tres miembros de una misma familia que cruzaba la sierra camino de la Puebla de Sancho Pérez. Sus testimonios podrían haber servido en el registro de la mancha, la primera operación que se realiza en cualquier batida, en la que se averiguan los parajes donde se encaman las presas a batir. Pero todos acabaron mudándose más al norte de Extremadura, sin reponerse nunca del pánico con el que les marcó la bestia. Habría que ir a buscarlos a Trujillo, a Don Benito y a Villanueva de la Serena y no había tiempo para eso.

En cada una de las apariciones anteriores se produjo el rastreo de la sierra sin obtener resultados. El animal nunca volvió a aparecer. Esta vez, las autoridades dividieron a los voceadores de cinco en cinco, y confiaron la dirección de cada grupo a uno de los señores de la villa. No sólo para intentar dar muerte al reptil, sino para provocar su aparición ante un grupo nutrido de personas capitaneadas por una voz que, en caso de que consiguiera escaparse, garantizara la veracidad de los hechos.

Don Manuel de la Barreda se preparaba en el cuarto de Diamantina para encabezar uno de los grupos de campesinos.

—Dicen que no es serpiente sino criatura superior y demonio, porque es imposible que se haya podido criar en estas tierras.

Diamantina le miró fingiendo no dar importancia a lo que acababa de escuchar. Por segunda vez en pocos días, le nombraban al Maléfico rodeado de extrañas circunstancias. No podía deberse a la casualidad.

—Estas tierras son prósperas, yo pienso que cualquier cosa se puede criar aquí. No sé por qué dicen eso.

Su marido le tocó la tripa. Era la primera vez que acariciaba al bebé, que empezaba a presentirse en la curva que redondeaba su cintura. Siempre había evitado rozarle el vientre cuando la tocaba.

—Tú cuídate y no pienses.

Don Manuel terminó de ajustarse el jubón, abrió la cerradura del dormitorio, registró a Olvido y le lanzó un beso desde el otro lado de la puerta. Cuando echó la llave, Diamantina se lanzó sobre el colchón, buscó debajo del hinchamiento y acarició la suya sin sacarla de su escondite. La esclava empañó el cristal para escribir un mensaje de su nodriza.

—Las cosas no pueden andar peor, el comerciante de paños acorrala a doña Aurora y a Valvanera. Ahora dice que la serpiente es un dios de los indios, un demonio con plumas al que ellas invocan para que devore a los hombres de buena fe.

Olvido borraba las palabras que Diamantina leía en voz alta; cuando terminó de borrar, empañó de nuevo los cristales para volver a escribir. Tal y como le había dicho su esposo, en el pueblo se pensaba que, siendo un animal tan fiero, no podía haberse criado sin causar daños terribles en las huertas o en las granjas de la zona. Ningún campesino había echado en falta una sola cabeza de sus animales, ni vio sus huertos utilizados para otra cosa que para su propio provecho. Nadie podía entender cómo podría criarse una fiera tan enorme en la sierra de El Castellar, árida y rocosa, sin haber bajado al llano alguna vez, donde podría encontrar su alimento. La serpiente no era de este mundo.

Diamantina tembló al pensar en la princesa, el comerciante se empeñaba en arruinar el respeto que había conseguido construirse. Durante los meses que vivió en la posada, ni un solo hombre o mujer se atrevió a levantar la voz en su contra o en contra de Valvanera. Don Lorenzo no lo hubiera consentido. En memoria de su madre mora, no hubiera tolerado que nadie rebajase otra vez a la mujer que más amaba en el mundo. Sin embargo, tampoco le hizo falta. La princesa se ganó el respeto y la admiración de sus nuevos vecinos con su sola presencia. Enamoraba al andar. Cualquiera que tuviera tratos con ella descubría su embrujo. Por mucho tiempo que viviera, Diamantina nunca olvidaría sus manos tocándole la frente, apaciguando el calor de su cuerpo con sus paños de algodón, siempre al lado de su cama cuando recobraba el sentido. Doña Aurora no se merecía que nadie buscara su mal.

Olvido se sentó en un sillón y comenzó a repasar un bordado, la única actividad que don Manuel les permitía en su cautiverio. Con frecuencia, cuando la veía absorta en sus pensamientos, se sentaba a su lado y se ponía a coser sin molestarla. Diamantina le agradeció internamente su discreción. No tenía ganas de hablar. Se tumbó en la cama y se mantuvo en un duermevela prácticamente el resto del día.

Hasta que llegó la noche, no volvió a dirigirse a la esclava. Cuando escuchó la cerradura de la puerta, se acercó a su oído.

—Sólo faltan tres días, ¿verdad?

Don Manuel entró un momento, registró a la criada, la hizo salir con él al corredor y se volvió antes de cerrar.

—Hoy estoy muy cansado, dormiré en mi alcoba.

Diamantina corrió hacia él y sujetó la puerta.

—¿Habéis encontrado a la serpiente?

Su esposo la miró como si estuviera reprimiendo un insulto. Por un momento, pensó que había averiguado algo sobre la llave del colchón.

—Si la hubiéramos encontrado te lo habría dicho, ¿no crees?

—No sé. Quería decir que…

No la dejó terminar, volvió a mirarla, esta vez parecía que se apiadaba de un perro abandonado. Le acarició la mejilla, se acercó para besarla y transformó la voz para tratarla como si fuera una niña.

—Pues claro que te lo hubiera dicho, pequeña. Dime, ¿alguna vez te he ocultado algo?

Por supuesto que le había ocultado muchas cosas, pero se habría enfadado si le hubiera dicho la verdad.

—No.

—Vete a dormir, pajarito, mañana vendré a sacarte de la jaula. Nos vamos al campo.

La princesa india
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