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Juan de los Santos contempló cómo se alejaba el coche manteniendo la mano en el aire. Decía adiós, cuando su deseo hubiera sido correr tras él, galopar al lado de su esposa y protegerla de cerca. Pero su misión era vigilar lo que sucedía en la misa de doce y seguir al comerciante hasta El Castellar. Montó en su yegua, comprobó que nadie vigilaba ya en el Pilar Redondo, se acercó a la Encarnación y Mina.
Dos filas de feligreses recorrían la nave central hasta el altar mayor, recibían el santo sacramento y regresaban a sus reclinatorios con las cabezas bajas. En el lado de los hombres, el comerciante y uno de sus sirvientes volvían a su sitio en el final del crucero. Los vio arrodillarse y taparse la cara entre las manos. Momentos después, se levantaron y se colocaron al fondo de la nave lateral que terminaba en la sacristía. Al finalizar la ceremonia, las moras se colocaron detrás de ellos, señalaron con la cabeza en dirección a las mujeres, y permanecieron allí hasta que las capas de doña Aurora y de Valvanera desaparecieron tras el ecónomo.
El comerciante y su mozo salieron de la iglesia en dirección al Palacio de Justicia, allí recogieron a uno de los notarios del Santo Oficio y se dirigieron los tres a caballo hacia El Castellar. Juan los seguía a unas varas de distancia. No importaba que lo viesen, al fin y al cabo se suponía que su esposa y doña Aurora se encontraban al borde de caer en manos de la Inquisición. Era natural que él quisiera estar allí cuando ocurriera.
Al llegar a la alcazaba, hallaron las puertas abiertas de par en par. Juan avanzó y se situó junto a los otros jinetes antes de cruzarlas. Todavía no habían desmontado cuando se escuchó el sonido de las puertas cerrándose tras ellos. Dos soldados del Conde de Feria se acercaron al grupo y obligaron al criado a que se retirara. Después de presentar sus lanzas al juez, flanquearon al comerciante de paños.
—¡Acompáñenos! ¡Le esperan arriba!
Juan observó complacido la expresión de su cara mientras subía las escaleras, escoltado y solo, en la situación contraria a la que había imaginado. Ya no sonreía.
Todas las facciones de su rostro se contrajeron cuando entraron al comedor. Sentados a un lado de la mesa, como en cualquier sala de un tribunal, les esperaban los Condes de Feria, don Lorenzo y su hermano, don Diego Sepúlveda, el juez episcopal del distrito y don Hernando, el hijo de don Hernando de Zafra. Detrás del conde, Manolón ocultaba con su cuerpo la figura de una mujer.
Los soldados condujeron al comerciante frente al tribunal y cruzaron sus lanzas. Otros dos lanceros se situaron a su espalda. El notario estaba perplejo, no sabía dónde colocarse, hasta que el alcaide Sepúlveda lo reconoció y le cedió su sitio al lado del juez.
—Me alegro de que estéis aquí. Esta cita también os interesa.
El hombre de negro mantenía la mirada fija en la figura que se escondía detrás del alguacil. Ni siquiera hizo intención de hablar. Cuando el Conde de Feria se dirigió a él, sus pensamientos debían de estar recorriendo el pasado, impotentes y sorprendidos. La voz del conde retumbó en la sala.
—¡Descúbrase!
Se quitó el sombrero sin dejar de mirar a la mujer que se adivinaba detrás de Manolón.
—¿Tenéis algo que confesar antes de que el juez proceda con sus diligencias?
Ante el silencio del comerciante, el juez episcopal tomó la palabra.
—En nombre de la Santa Madre Iglesia, y por la autoridad que se me ha conferido, os informo de que tenéis abierto un proceso por falso testimonio y por bigamia.
El comerciante miró a don Hernando y a la mujer alternativamente, evitando cruzar sus ojos con los de don Lorenzo; seguía sin abrir la boca. Juan de los Santos miró al capitán y a don Manuel, no comprendía qué hacía allí el hermano de su señor, pero cualquiera hubiera dicho que habían hecho las paces. Los dos observaban al hombre de negro con la misma cara de satisfacción.
Antes de continuar con su prédica, el juez episcopal entregó al notario del Santo Oficio unos pergaminos.
—Estos documentos demuestran que os casasteis teniendo mujer viva, fingiendo y probando falsamente que había muerto. Y que la acusasteis ante el Santo Oficio cuando la segunda descubrió el engaño. Y que murió inocente, como habría muerto la segunda si hubiera contado lo que sabía.
El hombre de negro continuaba callado, intentando recomponerse cada vez que hablaba el juez.
—Es deseo de este magistrado traspasar a la Santa Inquisición la competencia de los delitos de los que se os acusa.
Tras leer los documentos, el notario tomó la palabra y se dirigió al comerciante.
—Según estos informes, habéis cometido uno de los peores crímenes de los que se puede acusar a un cristiano. El falso testigo desprecia la presencia de Dios en el proceso al que acude con su falso testimonio, desprecia al juez al que engaña, y desprecia al reo inocente, exponiéndole a un peligro gravísimo que afecta a su vida y a la salvación de su alma.
El notario se levantó y se dirigió a los componentes de la mesa.
—¡Señores! Desde este momento, el acusado permanecerá bajo la custodia del Santo Oficio para que responda ante Dios, ante la justicia, ante la mujer que envió a la hoguera, y ante aquella a la que amenazó con la misma suerte.
Detrás de Manolón se escuchó un sollozo. A una señal del notario, el alguacil se apartó y dejó a la mujer a la vista de todos. La Condesa de Feria se levantó, se acercó hasta ella y buscó su mirada.
—Nada tenéis que temer ya de este hombre. Os aseguro que ningún tribunal volverá a dar crédito a sus mentiras. Este hombre no tiene derecho a denunciar a nadie de no ser buen cristiano.
Don Lorenzo se levantó y se colocó frente al comerciante seguido por su hermano, por el Conde de Feria y por don Diego. Se acercó, le susurró algo al oído, y esperó con la mano extendida hasta que le dio el zurrón.
Juan de los Santos contempló al comerciante mientras se desprendía del as de su manga; sonreía, pero su sonrisa ya no se parecía al triunfo.