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Algunos jóvenes no se sometieron a las órdenes de los nuevos teules, se rebelaron y se refugiaron en los pueblos cercanos. Y aprovechaban las sombras de la noche para atacar al invasor. Las ofensivas se sucedieron sin que la Coalición perdiera a ningún guerrero. Los resistentes, sin embargo, aparecían al amanecer, cubriendo el suelo de cuerpos sin vida.

Las mañanas se oscurecían con el humo de las casas en llamas y de las piras funerarias con que los ancianos despedían a sus difuntos. Las cenizas caían del cielo, donde se adivinaba el Sol transformado en una mancha anaranjada. En las noches, las mujeres esperaban la vuelta de los rebeldes, confiando en que no murieran en las emboscadas. Los ancianos rezaban para que los caciques de los pueblos cercanos se unieran a la resistencia contra las fuerzas ocupantes. El trueno de los disparadores de bolas de metal sustituyó al de las caracolas y los tambores. Todos esperaban que terminara la noche, iluminada por una lluvia de chispas y fuego.

Cuando el mundo se desmorona, no sirven las justificaciones. El miedo sólo paraliza a los que no lo saben vencer. Los dioses no perdonan. Ardieron ante los ojos húmedos de los que no supieron defenderlos, y el fuego se alimentó de otros fuegos. Los libros sagrados escritos en tinta negra y roja, los cantares, los poemas, las oraciones, las banderas, los libros de tributos. Las llamas no distinguen. Y las lágrimas no apagan las hogueras.

Los nuevos dioses destruyeron el adoratorio. En el mismo lugar, comenzaron a construir uno más pequeño, donde obligaron a todo el pueblo a participar en sus ceremonias sagradas. En su interior pusieron la imagen de una mujer con un niño en brazos, y la figura de un hombre casi desnudo, clavado en unas maderas con los brazos extendidos, y las manos y los pies atravesados por pequeñas estacas de hierro. El dolor se reflejaba en su rostro; su cuerpo, cubierto de sangre, mostraba una gran herida en el costado. A ambos lados de las imágenes, cuatro barras de cera ardían por un extremo.

Los dioses se arrodillaron e inclinaron la cabeza ante sus ídolos mientras los ancianos se miraban extrañados unos a otros.

—¿Por qué se humillan así? ¿Acaso no son teules?

El sacerdote que traían consigo extendió en la tarima una tela blanca sobre la que dejó una gran copa de oro con incrustaciones de piedras preciosas, se dirigió a los presentes y les habló a través de la joven.

—Postraos ante la señal de la Cruz, donde padeció muerte y pasión el Señor del Cielo y de la Tierra, nuestro Señor Jesucristo, para salvarnos a todos.

Los ancianos obedecieron imitando los movimientos de los nuevos dioses. Se arrodillaron ante las imágenes que adoraban los extranjeros, en el mismo lugar donde antes veneraron a los ídolos que fueron pasto de las llamas, los de sus ancestros, a los que nunca más podrían honrar.

Su mundo se hundía bajo el calzado de hierro de los recién llegados. Sus sacerdotes, despojados de las vestiduras que divinizaban su identidad y de las cabelleras que millares de sacrificios sagrados habían ennoblecido, se postraban en el nuevo templo, igualados a las clases más bajas con sus mantas de algodón. Los ancianos agachaban la cabeza evitando mirarles. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

La princesa india
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