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No hubo misericordia para Serpiente de Obsidiana. Piedra que Gira no pudo evitar que los soldados se lo llevaran el mismo día de la muerte de don Gonzalo; intentó interceder por él ante los extranjeros, pero sólo consiguió que le devolvieran el cadáver marcado por la señal de la soga.
Valvanera amortajó al guerrero con ayuda de las mujeres del cacique, doña Aurora le cubrió el rostro con una máscara de barro y se retiró a su habitación cuando encendieron la pira en el jardín. Sus pensamientos volaban al lado de su hermano mientras intentaba amortiguar el olor de la cremación con un brasero de incienso.
—Hermano mío, acompáñale en su camino por la ribera de las nueve corrientes. Guíale hasta el noveno círculo, allá, en el fondo, está la transparencia.
A veces el dolor sabe a dulce. Dulce. La princesa se recreó en su llanto recordando las caricias de una noche azul que no debería haber terminado. Azul. La mañana asomando por un cielo en el que sólo brillaba una estrella, el viento impregnando su cuerpo con el olor de otro cuerpo. El sueño interrumpido. El dolor de unos ojos cerrados, de un cuerpo desnudo, de una boca entreabierta. El deseo y la muerte. El llanto.
Valvanera se sentó a su lado, la rodeó con sus brazos y se mantuvo en silencio, doña Aurora se reclinó sobre su hombro, sus sollozos se fueron apagando hasta que se durmió agotada. Sólo se oía el crepitar del fuego cuando Francisca, la esclava de doña Beatriz, irrumpió en la habitación.
—Ya viene el niño. Mi señora está muy mal. ¡Corred!
Las dos mujeres corrieron tras Francisca. Valvanera cargaba con sus cestos repletos de telas de algodón y plantas medicinales.
—¡Pero si le faltan casi dos lunas por cumplir!
Al entrar en la casa de doña Beatriz, encontraron a su señor con un niño en brazos, la parturienta yacía en la estera cubierta de sangre. Valvanera se arrodilló para cerrarle los ojos y le cantó unos versos de despedida.
—Despierta ya, el cielo se enrojece, ya cantan las lechuzas color de llama. Quien ha muerto se ha vuelto una diosa.
Después tomó al bebé de los brazos de su padre y lo envolvió en las telas de su cesto. Doña Aurora les miraba sin pronunciar una palabra. Valvanera bañó al pequeño y le curó la tripa que le mantuvo unido a su madre durante siete meses; mientras tanto, Francisca empujaba a su señor hacia el jardín y, después de enterrar el cordón umbilical junto a las miniaturas de un escudo y unas flechas que su madre le había tallado, comenzó a preparar a doña Beatriz para que la llevaran al templo de las mujeres valientes.
Valvanera terminó de arreglar al recién nacido y salió de la habitación abrazando una manta bordada de peces de colores. El padre esperaba caminando a grandes zancadas con las manos a la espalda, se acercó a la esclava y extendió los brazos para que le colocara al niño. El bebé comenzó a llorar en el momento en que su padre le besó en la frente, lo meció susurrándole una canción y dándole palmaditas en la espalda, pero el niño seguía llorando, agitando los brazos con los puños cerrados. Valvanera intentó explicarle con gestos que tenía que comer. A doña Mencía también se le había adelantado el parto, había dado a luz una niña tres días atrás, podría amamantar a los dos pequeños. Su señor murió en la última refriega y vivía con ellas desde entonces.
El padre la miró con los ojos húmedos y le entregó al bebé.
—No te esfuerces, mi esposa me enseñó vuestra lengua. Puedes hablar en nahuatl. Te lo ruego, di a doña Mencía que visitaré todos los días a mi hijo. Llevaos también a Francisca para que se encargue de atenderle.
Doña Aurora seguía observándoles en silencio, la muerte de Serpiente de Obsidiana y el nacimiento del pequeño se habían producido en su veinte cumpleaños. Los dioses repetían su propia historia y cruzaban el destino del bebé con el suyo, 4-ehecatl. Quizá la muerte del guerrero y la de su hermano tenían sentido, su hermano cuidaría de Serpiente de Obsidiana y ella, del pequeño, las dos madres muertas velarían por que se cumpliera el trato. Su amigo llegaría al noveno círculo para encontrar el reposo y el bebé tendría una madre igual que ella la tuvo, una madre que suavizaría la fatalidad de su signo de nacimiento.
La princesa pidió a Valvanera que le entregara al niño, acarició sus deditos enredándolos con los suyos y preguntó a su padre el nombre por el que debían llamarle.
—Miguel, deseo que le llamen Miguel.
Antes de marcharse, Francisca recogió las cosas que su señora había preparado para su hijo. Cuando llegaron al palacio, doña Mencía lo acercó a su pecho, el bebé se quedó dormido jugando con el pezón que calmaría su llanto durante meses. La princesa buscó su diosa de ónice, se la acercó a la mejilla con los ojos cerrados y la colocó en la cabecera de la cuna donde acostó al pequeño.