Capítulo V

1

En los tres días que llevaba en Granada, don Lorenzo había visitado todos los cármenes del Albaicín que don Diego le había sugerido. En casi todos escucharon su historia, pero cerraban sus puertas cuando mencionaba al comerciante. Desgraciadamente, aunque ocultara delitos como para encarcelar a medio Zafra, como presumía don Diego Sepúlveda, también guardaba secretos que sus vecinos no estaban dispuestos a que salieran a la luz. Su habilidad para encontrar herejías en cualquiera que le desagradara le venía de largo. Todos sabían algo contra él, pero el miedo era más fuerte que el deseo de venganza o de justicia. Nadie se decidió a ofrecer su testimonio como prueba.

Sin embargo, todavía le quedaba por hacer la visita más importante. Nada más llegar a Granada acudió al palacio de don Hernando, el hijo de don Hernando de Zafra, pero se encontraba fuera de la ciudad, no podría verle hasta pasados cuatro días. Guardaba en su bolsa la carta que don Diego le entregó para él.

El alcaide conocía a don Hernando padre desde mucho antes de que se marchara a la corte. Aprendieron juntos a escribir y a montar a caballo. Muchas veces compartieron mesa con el Conde de Feria y con el padre de don Lorenzo, y muchas veces se alojaron los tres en El Castellar después de una cacería. Don Diego se encontraba en Granada cuando don Hernando ayudó a los Reyes a liberarla de los moros, y cuando le recompensaron con el Señorío de la Villa de Castril. Conocía a su esposa, a sus suegros, a sus cuñadas, y a la esclava judía que le había dado en secreto a su único hijo. Era su amigo de toda la vida. Y asistió a su funeral cuando le tocó la muerte. Don Lorenzo lo sabía, como también sabía que el hijo de don Hernando heredó la amistad que unía a su padre con don Diego y con don Miguel de la Barreda. Sin embargo, cuando se dirigió a ver al alcaide, después de la desaparición de las joyas de la princesa, no podía imaginar que sus esperanzas se encontrarían en el hombre que rechazó la amistad de su padre porque se casó con una mora. Cabalgó hasta El Castellar pensando en la ayuda que pediría a Sepúlveda. No sabía que no sólo se la prestaría, sino que las claves que podrían devolver la paz a su casa se encontraban en manos del hijo de don Hernando. Galopó pensando en los días en que montaba con don Alonso y buscaban el pasadizo que, según la leyenda, comunicaba la iglesia de la Encarnación con la alcazaba. Pensaba en su hermana Clara, la madre de Diamantina y de don Alonso, que les contaba historias al calor del brasero mientras su esposo repasaba las cuentas con el alcaide.

Llegó a la fortaleza al anochecer. Don Diego le recibió en el comedor, estaba empezando a cenar. Comía solo desde que murió su esposa, pero mantenía el ceremonial de la mesa, como mandaban las buenas costumbres.

—¡Siéntate! Ordenaré que preparen otro servicio.

El capitán aceptó el ofrecimiento y le contó sus problemas con el comerciante, desde su encuentro en el barco hasta la desaparición de las joyas. Cuando escuchó el relato, el alcaide cerró la puerta de la sala y bajó la voz.

—Esto es mucho más grave de lo que yo había imaginado. Si el comerciante tiene el cofre, tu esposa tiene un problema. ¿Qué piensas hacer?

—No creo que lo tenga todavía, pero necesito vuestra ayuda.

—¡Cuenta con ella! ¡Dime!

—Necesito saber todo lo que se dice sobre él en Granada, después iré a por pruebas y se las cambiaré por el cofre. Pero antes esconderé a mi esposa y a Valvanera. Prefiero que no estén en Zafra cuando llegue el Tribunal.

El alcaide le contó los rumores y le facilitó la dirección de cada persona a la que debía dirigirse. Antes de hablarle de don Hernando hijo, se levantó, abrió un cajón de un bargueño, y escribió, firmó y lacró una carta.

—Toma, debes entregársela personalmente y esperar a que la lea. Después le cuentas todo lo que ha pasado. Él sabrá cómo ayudarte.

No sabía qué pensar. Don Diego conocía los conflictos de su padre con don Hernando, y aun así ponía su salvación en sus manos.

—Confía en mí, entrégale la carta. Nadie podría ayudarte mejor que él. Dime, ¿qué más has pensado?

—Si el comerciante tiene éxito en Llerena, ¿cuánto tiempo creéis que tardará el inquisidor en organizar una visita de distrito?

—Teniendo en cuenta que el juez tendrá que convocar a un notario, a un nuncio y a un oficial, creo que el Edicto General no se leerá hasta dentro de dos semanas.

—¿Cuándo sería el arresto?

—Primero le darán la oportunidad de autodelatarse en el Edicto General. Al domingo siguiente leerán el Edicto de Fe para que pueda reconocer su delito en la lista. Si no se entrega, el comerciante podrá denunciarla. Cuenta tres semanas a partir de hoy.

Don Lorenzo se quedó pensativo, mirando la confitera que le ofrecía don Diego. Eligió dos piñones, los partió, y colocó uno en cada plato.

—Recuerdo a mi padre y al Conde de Feria partiendo muchos piñones en esta mesa con vos y con el padre de don Hernando. Siempre me gustó vuestra confitera. El olor de los confites se extendía por toda la casa. Él os estaría muy agradecido.

—Déjate de pamplinas y dime lo que has pensado para mí.

—Necesitaré vuestra ayuda para esconder a doña Aurora y a Valvanera hasta que pase todo el peligro. También necesito que habléis con el conde.

—Eso está hecho. ¿Qué más?

—¿Es verdad lo que se cuenta del pasadizo secreto?

El alcaide Sepúlveda se levantó y descorrió el tapiz que cubría una de las paredes del comedor. Una puerta pequeña se disimulaba entre las piedras del muro.

—¡Directo a la Encarnación y Mina!

Don Lorenzo salió de El Castellar y se dirigió al convento de la Encarnación y Mina en busca del ecónomo, quería contarle sus planes bajo secreto de confesión, confiaba en él, pero no deseaba exponerle a ningún peligro. Conservaba la amistad que les unió en los torneos de ajedrez de los López de Segura. El sacerdote no le confesó, se comprometió a ayudarle sin necesidad de explicaciones.

Volvió al palacete pasada la medianoche, todos se habían retirado a sus alcobas excepto Juan de los Santos. El mozo salió a recibirle cuando escuchó el portón.

—¿Qué tal don Diego? ¿Está con nosotros?

—Sí.

—¿Y el cura?

—También.

—¿Cuándo nos vamos?

—Iré yo solo. Tú te quedas para cuidar de las mujeres. No le digas a nadie que estoy en Granada. Estoy en la ruta de Almendralejo, concertando la venta de la uva. Me llevaré al hijo mayor de Catalina.

Juan de los Santos le extendió la mano.

—¡Que tengas suerte!

—A por ella voy.

Los dos hombres subieron a sus habitaciones tras despedirse con un abrazo. Don Lorenzo encontró a su esposa incorporada en la cama. Se acercó hasta ella y se sentó.

—Es muy tarde, deberías estar dormida.

Doña Aurora le miró como si hiciera mucho tiempo que no le veía. Tenía los ojos hinchados. No podía creer que su anillo y su besador hubieran desaparecido. Los había tenido en las manos esa misma mañana.

—No llores, corazón, no han desaparecido, sólo están en un lugar distinto al que estuvieron siempre.

La princesa reprimía su llanto apretando los labios. Sus ojos brillaban abiertos como balcones. Don Lorenzo se dio cuenta de lo lejos que había estado de ella desde que llegaron a Zafra. Estaba hermosa.

—No te preocupes, chiquinina, yo los encontraré y te los traeré. Te lo prometo.

Le pasó la mano por el brazo, le rozó el pecho por encima de la túnica de algodón y le deshizo la trenza.

—Eres lo más bonito que nunca vieron mis ojos.

Ella sonrió y le quitó de la punta de la lengua las preguntas que siempre le correspondieron a él. La atrajo hacia sí, se llevó la trenza a la boca y la besó.

—Por supuesto que te quiero. Te querré hasta que seas una viejecita preciosa, y yo un refunfuñón que seguirá adorándote y suspirando por conocer el olor de tu pelo.

Se besaron despacio. Compartieron el insomnio revisando cada paso que tendrían que dar para librarse de las artimañas del comerciante. Entre caricia y caricia, la princesa volvía a preguntarle si la seguía queriendo.

La princesa india
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