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Don Lorenzo recorrió las calles desiertas de la ciudad, los incensarios iluminaban tenuemente las escaleras de los templos bajo una noche sin Luna, las siluetas de decenas de pirámides se adivinaban por el trazo de las brasas. Habían apagado las antorchas de las azoteas y los patios, la oscuridad se desparramaba por la ciudad, mezclada con el olor del incienso. Cuando llegó al templo de Quetzalcoatl, no pudo reprimir un suspiro de admiración, la pirámide se elevaba majestuosa hacia la negrura del cielo, su tamaño duplicaba el de cualquier templo que jamás hubiera visto.
Aún no había salido de su asombro cuando los guerreros de Cempoal le señalaron un adoratorio por el que descendían varios hechiceros manchados de sangre. Cuatro sacerdotes sujetaban a un hombre por los brazos y las piernas en el altar, mientras un quinto le clavaba su cuchillo de obsidiana y le arrancaba el corazón. Otros seis cuerpos esperaban, despedazados y colocados en calderos de agua hirviendo, para ser consumidos como la carne del propio dios de la guerra.
Al amanecer, los patios de Cholula se convirtieron en una trampa para sus propios guerreros. Don Lorenzo no recordaba cómo se provocó la matanza, más de tres mil muertos y decenas de heridos en un espectáculo de fuego y de muerte. Hombres vivos ardiendo sobre los muertos, gritos, caballos embravecidos relinchando en busca de una salida, disparos de escopeta, confusión y sangre, mucha sangre.
Ni sus trescientos sesenta templos invocando la protección de los dioses, ni los veinte mil guerreros que se quedaron al otro lado de la fortaleza, pudieron evitar que la ciudad santa de Quetzalcoatl quedara reducida a escombros.
Don Lorenzo de la Barreda presentó su batalla recordando el corazón que latía en las manos del sacerdote. Su espada atravesaba las corazas de algodón y de maguey sin detenerse a comprobar si había batido a sus enemigos. No habían transcurrido más que unos minutos desde el comienzo de la refriega cuando una flecha atravesó la abertura de su yelmo y cayó al suelo.
Las casas cercanas a la muralla recibían a los soldados supervivientes desde las primeras horas del atardecer. Doña Aurora y Valvanera esperaron la vuelta del capitán hasta la mañana siguiente. Debía de haber caído en la batalla, herido o muerto. La princesa decidió salir en su busca acompañada por Valvanera. Como de costumbre, la criada protestaba ante las iniciativas arriesgadas de su señora.
—Las calles no son seguras, mi niña, no deberíamos salir.
Las mujeres atravesaron la ciudad entre las ruinas de los templos que les maravillaron tres días antes. Preguntaban a los lugareños el camino hacia las casas de los extranjeros, pero la mayoría se quedaban pensativos mirando a su alrededor sin saber qué contestar.
—Lo siento, ni siquiera puedo reconocer mi propia calle, busco mi casa desde el mediodía.
Valvanera se colgó del brazo de la princesa y señaló hacia el norte.
—Vayamos a la gran pirámide, don Lorenzo dijo que los extranjeros se alojaban en el centro de la ciudad.
Los cadáveres se multiplicaban conforme se acercaban al centro. Los guerreros de Cholula y de Tlaxcala confundidos en la miseria de la muerte. El olor a sangre y a pólvora se agudizaba en cada paso, y les guiaba hasta el lugar de la matanza. Cuando llegaron al patio donde ardieron los guerreros, las mujeres ya habían regresado e intentaban reconocer a sus difuntos. Cuerpos carbonizados con los brazos y las piernas encogidos, imposibles de identificar. Doña Aurora contempló el espectáculo con los ojos llenos de lágrimas, Valvanera se aferró a ella apretando su brazo hasta hacerle daño.
—Volvamos a casa, aquí no lo vamos a encontrar.
La princesa miró a su alrededor deseando que don Lorenzo no hubiera participado en aquella masacre, se agachó hasta tocar la arena con las palmas de sus manos y rezó a la diosa del agua una oración por los muertos. Antes de volver, recorrieron varias salas de la vivienda repletas de guerreros heridos. El capitán no estaba entre ellos.
Al día siguiente, volvieron al lugar de la matanza para curar a los quemados con sus plantas medicinales. En la sala destinada a los extranjeros, encontraron a don Lorenzo con la cabeza envuelta en una tela blanca que le tapaba los ojos. Mientras doña Aurora se acercaba hacia él, escuchó cómo gritaba a un soldado que intentaba mantenerlo tendido en la estera.
—¡No padecen ni sienten! ¡Son animales!
El soldado intentaba sujetarle pasando un trapo húmedo por su frente, pero el capitán se incorporaba invadiendo la sala con sus gritos.
—Beben sangre humana. ¿Por qué vinimos a esta tierra maldita? Tierra de salvajes. ¡Mátalo! ¡Mátalo!
La princesa pasó junto a él sin detenerse, salió de la habitación y se dirigió al patio donde se concentraban los guerreros, algunos tan sólo emitían un gemido que apenas les salía de la garganta, otros aullaban intentando desprenderse de la piel los restos de maguey y de algodón, la salmuera que utilizaban para endurecer la coraza penetraba en su cuerpo agudizando el dolor de las heridas. Las mujeres retiraban a sus muertos identificándolos por los cuchillos y por las flechas de obsidiana que encontraban a su lado. Valvanera y doña Aurora se sumaron a su silencio de llanto y de rabia, prepararon grandes cantidades de manteca de cacao y de corteza quemada de ahuehuete, el árbol viejo de agua capaz de cicatrizar las quemaduras, y la aplicaron a los heridos mientras se miraban sin hacer comentarios.
Durante dos semanas, la princesa y su criada volvieron cada día al centro de la ciudad para repetir las curas. Jamás visitaron a don Lorenzo.